miércoles, 30 de mayo de 2018

Pequeños mundos

Los naturalistas tenemos tendencia a fijarnos en cosas grandes. Animales y plantas que baten récords levantan pasiones, ya sean ballenas azules, secuoyas o dinosaurios. Sin embargo, nuestro mundo ha pertenecido, pertenece y pertenecerá siempre a los microbios.

A los que hemos crecido cerca del Mediterráneo nos parece normal que la arena del desierto del Sahara cubra de vez en cuando la carrocería de nuestros coches. El Sahara es inmenso y está cerca. Lo que quizá no tengamos tan presente es que esa arena cruza el Atlántico impulsada por el viento e incrementa la productividad primaria en algunas regiones marinas. Un efecto parecido al de los afloramientos de aguas frías y profundas que emergen cargadas de los nutrientes depositados por la gravedad en el fondo de las cuencas oceánicas.

Los componentes microscópicos del fitoplancton, al igual que las bacterias terrestres, necesitan hierro para multiplicarse y cuando les llega por vía aérea es recibido como un auténtico maná. Y no sólo eso: el polvo sahariano llega incluso hasta las selvas lluviosas del Amazonas y contribuye a enriquecer la productividad de aquellos bosques tropicales. Todo está relacionado. La circulación global del clima genera selvas lluviosas en torno al Ecuador y desiertos en latitudes un poco más altas, pues la humedad se queda en los trópicos y el aire llega seco a esas zonas desérticas. Así que los desiertos ayudan a que las selvas crezcan, creando un bucle positivo que se retroalimenta.

El poste publicitario de los barberos está sorprendentemente relacionado con la biología y la medicina. Tanto su forma como sus colores recuerdan el uso medieval de las sanguijuelas para practicar sangrías y aliviar ciertas enfermedades (foto: Bibi Santidrián).

Excesos de hierro
Las bacterias sienten predilección por el hierro y eso explica que un clavo oxidado resulte tan peligroso. A los bacilos del tétanos (Clostridium tetani) les encanta vivir ahí, pegados a una fuente de hierro en oxidación. Como última curiosidad sobre el hierro, destacaré la foto que ilustra estas páginas, un poste de barbero que sirve para recordarnos el importante papel que tuvieron antaño las sanguijuelas como herramienta de sangrado para aliviar enfermedades. La parte de arriba representa el recipiente donde se guardaban las sanguijuelas y la de abajo alude al cuenco donde se recogía la sangre. Las rayas blancas, rojas y azules imitan los vendajes que se dejaban secar al aire, manchados de sangre arterial o venosa. El poste en sí viene a ser el bastón al que se asían los pacientes para facilitar el flujo de sangre.

Este símbolo medieval nos habla del pasado glorioso de los barberos, que actuaban como cirujanos menores al ser ellos quienes disponían de herramientas afiladas. Pero también nos recuerda que el exceso de hierro es perjudicial para nuestra salud. A quienes padecen hemocromatosis una buena sangría a tiempo puede ser una bendición, incluso en el avanzado siglo XXI (1).

Bacterias fijadoras de nitrógeno
Analizar el funcionamiento interno de una planta nos obliga a hacernos muchas preguntas sobre su aparentemente extraña fisiología. De entrada, parece raro que la construcción de los tejidos vegetales dependa de la fijación de dióxido de carbono, un gas que escasea en la atmósfera, a pesar incluso de la quema de bosques y combustibles fósiles que con tanto ahínco practicamos. La explicación de ese extraño fenómeno quizá radique en que ese gas tenía una concentración más alta en la atmósfera primigenia, justo antes de que los ancestros de las cianobacterias inventasen cómo fabricar su cuerpo a partir del aire (2). El resultado de la invención de la fotosíntesis fue un incremento del porcentaje de oxígeno presente en la atmósfera y lo que hemos dado en llamar la Gran Oxidación.

Por otro lado, también resulta sorprendente que las células vegetales no alberguen bacterias simbiontes que emulen a los cloroplastos (también ellas antiguas bacterias de vida libre) pero especializadas en fijar nitrógeno, el gas más abundante en la atmósfera e imprescindible para la síntesis de proteínas y del ADN. Por el contrario, sólo algunas plantas (22 géneros en total, sobre todo leguminosas) cuentan con asociaciones bacterianas externas que forman nódulos en sus raicillas. Estas bacterias mantienen un ambiente anaerobio y son capaces de combinar el inerte nitrógeno (protegido por un enlace triple) con hidrógeno y oxígeno, de modo que las plantas puedan asimilarlo. Lo hacen gracias a una enzima denominada nitrogenasa que se inactiva en presencia de oxígeno.

Todo esto sugiere que el grupo de bacterias y arqueobacterias simbiontes de las plantas deben proceder de los tiempos en los que la atmósfera primigenia era rica en nitrógeno, como ahora, pero carecía de oxígeno. Lo más sorprendente de dicha relación es que las plantas saben qué nódulos de sus raíces están fijando nitrógeno a buen ritmo y cuáles no. A los que se portan bien les dan como recompensa parte de los azúcares sintetizados en la fotosíntesis y un poco de oxígeno para que puedan quemarlos en la respiración y obtener energía. Consiguen así que las bacterias establezcan una relación mutualista con las plantas y no se conviertan en meras parásitas. Para las bacterias esto último sería lo más deseable, pues se ajustaría sin duda a una estrategia evolutiva de mínima energía.

Plantas, bacterias y hongos en comunidad
La asociación con las bacterias no sólo ayuda a las plantas a crecer, sino a colonizar también medios pobres en nitrógeno y a competir con ventaja frente a otras especies que no se han reservado este as en la manga. Me pregunto qué encontrarían en concreto las bacterias en las leguminosas y unas pocas gramíneas. Es posible que sus respectivos sistemas radiculares ya fueran especialmente generosos en la donación de azúcares para granjearse los efectos positivos de las bacterias de vida libre y de ahí que se diese el salto a una relación más estrecha. Las leguminosas también son atractivas para los hongos que establecen relaciones simbióticas con sus raíces (micorrizas) y acaban creando una red de micelios que comunican a las plantas entre sí. De este modo intercambian entre ellas nutrientes, moléculas orgánicas, agua y señales químicas.

Si pensamos en todo lo anterior, resulta difícil seguir llamando individuo a una planta que cuenta con ayuda microbiana de diversos tipos y está conectada en red con otras plantas, sean o no de su misma especie. Considerar su supervivencia y fecundidad como pies individuales empieza a tener poco sentido. Comparar plantas que cuentan o no con tales ayudas nos llevaría al terreno de la selección de especies e incluso de categorías superiores como el género o incluso la familia. Asociarse con microbios puede ser una ventajosa innovación que conduce al éxito o, en caso contrario, al olvido eterno. Desde luego, gracias a sus microscópicos compañeros de viaje, el ser humano ha visto en esas plantas una buena fuente de alimento y por eso las ha extendido por el mundo entero. Detrás de todo ello se esconde la sombra de un mundo microbiano ancestral.

Bibliografía

(1) Martínez-Abraín, A. (2017). Desacoplados. Quercus, 373: 6-7.
(2) Martínez-Abraín, A. (2014). Cómo crear materia viva a partir de la nada. Quercus, 339: 6-8.

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