Los naturalistas
tenemos tendencia a fijarnos en cosas grandes. Animales y plantas que baten
récords levantan pasiones, ya sean ballenas azules, secuoyas o dinosaurios. Sin
embargo, nuestro mundo ha pertenecido, pertenece y pertenecerá siempre a los
microbios.
El
poste publicitario de los barberos está sorprendentemente relacionado con la
biología y la medicina. Tanto su forma como sus colores recuerdan el uso
medieval de las sanguijuelas para practicar sangrías y aliviar ciertas
enfermedades (foto: Bibi Santidrián).
A
los que hemos crecido cerca del Mediterráneo nos parece normal que la arena del
desierto del Sahara cubra de vez en cuando la carrocería de nuestros coches. El
Sahara es inmenso y está cerca. Lo que quizá no tengamos tan presente es que esa
arena cruza el Atlántico impulsada por el viento e incrementa la productividad
primaria en algunas regiones marinas. Un efecto parecido al de los
afloramientos de aguas frías y profundas que emergen cargadas de los nutrientes
depositados por la gravedad en el fondo de las cuencas oceánicas.
Los
componentes microscópicos del fitoplancton, al igual que las bacterias terrestres,
necesitan hierro para multiplicarse y cuando les llega por vía aérea es
recibido como un auténtico maná. Y no sólo eso: el polvo sahariano llega
incluso hasta las selvas lluviosas del Amazonas y contribuye a enriquecer la
productividad de aquellos bosques tropicales. Todo está relacionado. La
circulación global del clima genera selvas lluviosas en torno al Ecuador y
desiertos en latitudes un poco más altas, pues la humedad se queda en los
trópicos y el aire llega seco a esas zonas desérticas. Así que los desiertos
ayudan a que las selvas crezcan, creando un bucle positivo que se
retroalimenta.
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Excesos de
hierro
Las
bacterias sienten predilección por el hierro y eso explica que un clavo oxidado
resulte tan peligroso. A los bacilos del tétanos (Clostridium tetani) les encanta vivir ahí, pegados a una fuente de
hierro en oxidación. Como última curiosidad sobre el hierro, destacaré la foto
que ilustra estas páginas, un poste de barbero que sirve para recordarnos el
importante papel que tuvieron antaño las sanguijuelas como herramienta de
sangrado para aliviar enfermedades. La parte de arriba representa el recipiente
donde se guardaban las sanguijuelas y la de abajo alude al cuenco donde se
recogía la sangre. Las rayas blancas, rojas y azules imitan los vendajes que se
dejaban secar al aire, manchados de sangre arterial o venosa. El poste en sí viene
a ser el bastón al que se asían los pacientes para facilitar el flujo de
sangre.
Este
símbolo medieval nos habla del pasado glorioso de los barberos, que actuaban
como cirujanos menores al ser ellos quienes disponían de herramientas afiladas.
Pero también nos recuerda que el exceso de hierro es perjudicial para nuestra
salud. A quienes padecen hemocromatosis una buena sangría a tiempo puede ser
una bendición, incluso en el avanzado siglo XXI (1).
Bacterias fijadoras de nitrógeno
Analizar
el funcionamiento interno de una planta nos obliga a hacernos muchas preguntas
sobre su aparentemente extraña fisiología. De entrada, parece raro que la
construcción de los tejidos vegetales dependa de la fijación de dióxido de
carbono, un gas que escasea en la atmósfera, a pesar incluso de la quema de
bosques y combustibles fósiles que con tanto ahínco practicamos. La explicación
de ese extraño fenómeno quizá radique en que ese gas tenía una concentración
más alta en la atmósfera primigenia, justo antes de que los ancestros de las
cianobacterias inventasen cómo fabricar su cuerpo a partir del aire (2). El
resultado de la invención de la fotosíntesis fue un incremento del porcentaje
de oxígeno presente en la atmósfera y lo que hemos dado en llamar la Gran
Oxidación.
Por
otro lado, también resulta sorprendente que las células vegetales no alberguen bacterias
simbiontes que emulen a los cloroplastos (también ellas antiguas bacterias de
vida libre) pero especializadas en fijar nitrógeno, el gas más abundante en la
atmósfera e imprescindible para la síntesis de proteínas y del ADN. Por el
contrario, sólo algunas plantas (22 géneros en total, sobre todo leguminosas)
cuentan con asociaciones bacterianas externas que forman nódulos en sus
raicillas. Estas bacterias mantienen un ambiente anaerobio y son capaces de
combinar el inerte nitrógeno (protegido por un enlace triple) con hidrógeno y
oxígeno, de modo que las plantas puedan asimilarlo. Lo hacen gracias a una
enzima denominada nitrogenasa que se inactiva en presencia de oxígeno.
Todo
esto sugiere que el grupo de bacterias y arqueobacterias simbiontes de las
plantas deben proceder de los tiempos en los que la atmósfera primigenia era
rica en nitrógeno, como ahora, pero carecía de oxígeno. Lo más sorprendente de dicha
relación es que las plantas saben qué nódulos de sus raíces están fijando
nitrógeno a buen ritmo y cuáles no. A los que se portan bien les dan como
recompensa parte de los azúcares sintetizados en la fotosíntesis y un poco de
oxígeno para que puedan quemarlos en la respiración y obtener energía. Consiguen
así que las bacterias establezcan una relación mutualista con las plantas y no
se conviertan en meras parásitas. Para las bacterias esto último sería lo más
deseable, pues se ajustaría sin duda a una estrategia evolutiva de mínima
energía.
Plantas,
bacterias y hongos en comunidad
La
asociación con las bacterias no sólo ayuda a las plantas a crecer, sino a
colonizar también medios pobres en nitrógeno y a competir con ventaja frente a otras
especies que no se han reservado este as en la manga. Me pregunto qué encontrarían
en concreto las bacterias en las leguminosas y unas pocas gramíneas. Es posible
que sus respectivos sistemas radiculares ya fueran especialmente generosos en
la donación de azúcares para granjearse los efectos positivos de las bacterias
de vida libre y de ahí que se diese el salto a una relación más estrecha. Las
leguminosas también son atractivas para los hongos que establecen relaciones
simbióticas con sus raíces (micorrizas) y acaban creando una red de micelios
que comunican a las plantas entre sí. De este modo intercambian entre ellas
nutrientes, moléculas orgánicas, agua y señales químicas.
Si
pensamos en todo lo anterior, resulta difícil seguir llamando individuo a una
planta que cuenta con ayuda microbiana de diversos tipos y está conectada en red
con otras plantas, sean o no de su misma especie. Considerar su supervivencia y
fecundidad como pies individuales empieza a tener poco sentido. Comparar plantas
que cuentan o no con tales ayudas nos llevaría al terreno de la selección de
especies e incluso de categorías superiores como el género o incluso la
familia. Asociarse con microbios puede ser una ventajosa innovación que conduce
al éxito o, en caso contrario, al olvido eterno. Desde luego, gracias a sus microscópicos
compañeros de viaje, el ser humano ha visto en esas plantas una buena fuente de
alimento y por eso las ha extendido por el mundo entero. Detrás de todo ello se
esconde la sombra de un mundo microbiano ancestral.
Bibliografía
(1) Martínez-Abraín, A. (2017).
Desacoplados. Quercus, 373: 6-7.
(2) Martínez-Abraín, A. (2014). Cómo crear
materia viva a partir de la nada. Quercus,
339: 6-8.
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