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lunes, 30 de octubre de 2017

Pax Romana: la salida del refugio

Si antaño forzábamos la reclusión de especies en refugios, es decir, en “castillos remotos e inexpugnables”, ahora éstas empiezan a salir de los espacios protegidos debido a que nuestra actitud hacia ellas es mucho más respetuosa. Una muy buena noticia para la conservación de la naturaleza.

Los pueblos prerromanos de la Península Ibérica, nuestros antepasados de las edades del Bronce y del Hierro, construían sus poblados en lugares apartados y los dotaban de poderosos medios defensivos. Eso es buena prueba de que vivían intranquilos, siempre a la espera de una visita indeseada y peligrosa. Recuerdo  las primeras veces que visité el fabuloso Castro de Baroña, en la costa coruñesa de Porto do Son, cuando me dejé llevar por la admiración que transmiten aquellas piedras en un entorno tan hermoso. Pero, sin dejar de apreciarlo, en visitas posteriores caí en la cuenta de que aquel era un lugar realmente malo para vivir. Nadie instalaría por gusto su casa en un pequeño afloramiento rocoso situado al final de un estrecho istmo y rodeado por el océano. Si se ha visto y oído rugir al Atlántico en invierno no hace falta justificar más esta afirmación. El poblado contaba además con una doble muralla defensiva y sus habitantes habían excavado un foso en medio de la barra de arena que sirve de acceso. Dicho con otras palabras: un lugar así sólo fue escogido por criterios militares. Las espaldas quedan cubiertas por el mar y su única entrada es estrecha y fácil de defender. Si no se hubieran visto forzados a tomar tales precauciones, los pobladores costeros hubieran escogido una zona más alejada del mar, cerca de sus tierras de cultivo y fuentes de agua dulce, sin renunciar por ello a los recursos marinos que debieron ser el principal objetivo de aquellas gentes. Sólo empezaron a abandonar las fortificaciones cuando se impuso la Pax Romana. Pudieron asentarse entonces en zonas llanas, abiertas y desprotegidas, pero mucho más productivas. Roma aplicó sus leyes a lo largo y ancho del imperio, de modo que la paz entre los pueblos ibéricos fue una consecuencia de su poderío militar.

Bien, pues cuando conseguí asimilar esa página de nuestra historia, me di cuenta de repente de que podía trazarse un paralelo con los avatares sufridos por la fauna (1). La actividad humana de los últimos milenios y la transformación agrícola del paisaje hicieron que la mayor parte de las especies silvestres sobrevivieran en refugios, en lugares agrestes ubicados lejos de los asentamientos humanos (2). El caso de la foca monje es un buen ejemplo: perseguida en las playas, que son su hábitat predilecto de reproducción, tuvo que refugiarse en inaccesibles cuevas costeras o archipiélagos alejados del continente.

El célebre castro de Baroña (Porto do Son, A Coruña) es un poblado de la Edad de Hierro ubicado en un lugar favorable para la defensa militar, pero muy incómodo para vivir. Muchas especies se han visto recluidas en fortalezas similares y sólo ahora empiezan a abandonarlas gracias a que nuestra actitud hacia ellas es más respetuosa (Foto del autor). 

Selección por comportamiento
Pero esa no fue la única consecuencia de la presión humana. También sobrevivieron los individuos más tímidos y recelosos, aquellos que nos tenían más miedo, como queda patente en el oso pardo. Los osos vivían antaño en toda la Península (3), de norte a sur y de este a oeste, pero quedaron encastillados en las montañas más agrestes del norte, en la cordillera Cantábrica y los Pirineos. Además eran unos osos mansos, que no agredían a la gente. Nada que ver, por ejemplo, con un oso pardo de Alaska. Nuestros osos más agresivos y sin miedo hace mucho tiempo que fueron eliminados por peligrosos.

El caso es que la presión sobre la fauna disminuyó enormemente desde que se ejecutó el Plan de Estabilización franquista y la población rural empezó a concentrarse en unas pocas ciudades. Un dato relevante es que las licencias de caza han caído de manera continua en toda España durante las últimas décadas. Además ha aumentado la sensibilización de la gente urbana por la conservación de la diversidad biológica. Y, para remate, los gobiernos democráticos han establecido espacios protegidos, dotados de legislación propia, sobre los antiguos refugios donde quedó acantonada la fauna. Ahora, tras varias décadas de Pax Romana, está empezando a salir de aquellos refugios obligados. Una muy buena noticia, porque viene a decirnos que hemos hecho bien las cosas durante los últimos treinta años y salvado a muchas especies que se encontraban en una situación realmente extrema. Podríamos decir que lo mejor que podría pasarle a la fauna es que quiera estar fuera de los espacios protegidos y recuperar los territorios perdidos. Una tendencia que también viene dictada en parte por el cambio que han sufrido los ecosistemas a raíz del éxodo rural. Los terrenos abiertos para cultivos y pastos vuelven a cubrirse de vegetación y en los espacios protegidos empiezan a escasear las presas más codiciadas, como conejos y perdices, que son propias de lugares despejados.

Algunos ejemplos en islas
Los halcones de Eleonor nidifican en inexpugnables acantilados de pequeños islotes mediterráneos. Pero, en cuanto la presencia humana desaparece, crían directamente en el suelo. Así lo hacen en el islote de Mogador (Marruecos), donde los nidos alcanzan densidades extraordinarias. Nosotros mismos hemos estado años devanándonos los sesos para averiguar si los halcones preferían un tipo concreto de acantilado, una orientación, un sustrato particular (4). Al final, mucho tiempo después, nos dimos cuenta de que la reproducción de los halcones en acantilados es más que nada un artefacto debido a la presencia humana en esos islotes. En cuanto tienen ocasión, salen de los refugios.

Lo mismo hicieron la gaviota patiamarilla o la de Audouin. En muchas islas y costas con frecuente presencia humana también crían en los acantilados, pero salen de sus castillos en cuanto comprueba que somos inofensivos. Poco a poco, los buitres negros mallorquines, encastillados en los pinos de los acantilados, empiezan a salir asimismo de sus refugios, un comportamiento seguramente favorecido por los genes confiados que han llegado a la pequeña población isleña a través de los programas de reforzamiento.

Algunos ejemplos continentales
Águilas reales y perdiceras crían cada vez más sobre árboles. No sólo porque la superficie forestal esté aumentando, sino también porque los farallones rocosos eran mejores castillos naturales que los árboles cuando estas aves estaban perseguidas. Ahora que se sienten a salvo, pueden salir de aquellas fortalezas. De hecho, las perdiceras del programa LIFE portugués se están expandiendo hacia el norte gracias a su hábito de anidar en árboles, incluso sobre especies exóticas y muy cerca de viviendas (5).
Las antaño muy amenazadas águilas imperiales están empezando a abandonar sus áreas tradicionales de cría para dirigirse a pinares intensamente gestionados por el hombre y situados en terreno llano. La razón es que los pinares aclarados artificialmente son más favorables para sus presas que los bosques con vegetación cerrada. El abandono del medio rural y la escasez de grandes mamíferos herbívoros, extintos mayoritariamente durante el tránsito entre el Pleistoceno y el Holoceno, ha abierto las puertas a la sucesión vegetal. Unos cambios que no sólo afectan a las águilas imperiales ibéricas de la especie Aquila adalberti (6, 7), sino que se han apreciado también en las imperiales de Hungría, que pertenecen a la especie Aquila heliaca (8).

Por otra parte, las nutrias desertan con facilidad de sus refugios forzosos en las cabeceras de los ríos para ocupar sus tramos medios y bajos. De hecho, han alcanzado ya las costas y son cada vez más habituales en las orillas de los embalses (9). Aunque también hay casos de especies emblemáticas que no han dado aún ese salto, como el lobo ibérico que, aunque haya extendido su área de distribución, todavía no puede abandonar los refugios forestales debido a la persecución directa. Los osos que intentan dirigirse asimismo hacia zonas más llanas suelen ser víctimas de artilugios cinegéticos que no estaban destinados a ellos.

Nuevas relaciones con la fauna
Podría seguir citando casos y más casos, pero creo que el mensaje ha quedado claro y está suficientemente probado. No sólo los grandes depredadores salen de sus refugios, sino también sus presas. Jabalíes y corzos recuperan sus hábitats históricos y ya están cerca de las ciudades, cuando no directamente en ellas. Y cada vez con mayor descaro, atraídos por la falta de depredadores, la abundancia de comida y el respeto que la gente les brinda.

Es obvio que todo este proceso planteará nuevos desafíos a nuestra relación con la fauna silvestre, ya sea en forma de accidentes de tráfico o de ataques a personas y mascotas. Tendremos que diseñar una nueva hoja de ruta, pero, de entrada, podemos adelantar que esa salida de los viejos castillos representa un avance en el marco de nuestra reconciliación con las demás formas de vida. Llevamos treinta años deseando que los espacios protegidos sean innecesarios y estamos empezando a conseguirlo. Acabada la romanización nuestra civilización volvió a los castillos en la Edad Media, auténticas jaulas de oro que admiramos por extrañas razones románticas. Esperemos que el futuro que le espere a nuestra fauna no sea ese. 

Bibliografía

(1) Martínez-Abraín, A. (2016). ¿Refugiados o adoptados? Quercus, 362: 6-8.
(2) Martínez-Abraín, A. (2017). ¿Espacios protegidos o no? Quercus, 379: 6-7.
(3) Jiménez, J. (2016). El ocaso del oso en Castilla y Aragón. Quercus, 370: 26-34.
(4) Urios, G. y Martínez-Abraín, A. (2006). The study of nest-site preferences in Eleonora’s falcon Falco eleonorae through digital terrain models on a western Mediterranean Island. Journal of Ornithology, 147: 13-23.
(5) Carlota Viada, comunicación personal.
(6) González, L.M. y otros autores (2008). Status and habitat changes in the endangered Spanish Imperial Eagle (Aquila adalberti) population during 1974-2004: implications for its recovery. Bird Conservation International, 18: 242-259.
(7) Rojo, L.I. y otros autores (2013). Colonización por el águila imperial ibérica (Aquila adalberti Brehm) de montes intensamente gestionados en la provincia de Valladolid. En Sexto Congreso Forestal Español, Vitoria-Gasteiz 10-14 junio 2013. Sociedad Española de Ciencias Forestales. Palencia.
(8) Horváth, M. y otros autores (2014). Simultaneous effect of habitat and age on reproductive success of Imperial Eagles (Aquila heliaca) in Hungary. Ornis Hungarica, 22: 57-68.
(9) Martínez-Abraín, A. y Jiménez, J. (2016). Anthropogenic areas as incidental substitutes for original habitat. Conservation Biology, (doi:10.1111/cobi.12644).
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lunes, 2 de enero de 2017

Lleno de gente

En la película Dersú Uzala, filmada por Akira Kurosawa hace más de 40 años, el ejército ruso envía un destacamento a la taiga siberiana donde contactan con un cazador local que les hace de guía. En una escena, el viejo y sabio Dersú recrimina a un soldado por tirar al fuego restos de comida en lugar de dejarlos en el bosque a disposición de los animales. Para Dersú el bosque está lleno de “gente” que los soldados no saben ver ni apreciar.

Hoy recuerdo esas palabras de Dersú (o de Kurosawa) para reflexionar sobre la visión que el naturalista tiene de la biosfera, de eso que comúnmente llamamos “campo” o “monte”, aunque se refiera a un bosque o a un humedal lleno de patos. Creo que los naturalistas nos diferenciamos del resto de los mortales en que somos gente que mantiene especialmente vivo dentro de sí el espíritu salvaje del Paleolítico. Todo el mundo lo conserva en cierta medida, pero nosotros no vivimos en un mundo compuesto exclusivamente por personas. Lo cual no significa que las personas no nos importen, al igual que a un tejón lo que más le importa es otro tejón. Pero lo bueno es que no nos fijamos únicamente en las cosas humanas. Nuestros ojos están siempre acechantes, esperando que los monstruos del fondo marino salten a la superficie. Cuando viajamos vamos haciendo transectos involuntarios de fauna, flora y gea. Los accidentes geomorfológicos llaman más nuestra atención que el último diseño en los faros de un coche. Si podemos, escogemos carreteras secundarias para aumentar las probabilidades de encontrarnos con un corzo, justo lo contrario de lo que desearía cualquier conductor prudente. Encuentro que es una visión absolutamente enriquecedora.

Muchas veces, buceando en el mar, he tenido una sensación de comunión con los peces marinos, pues buena parte de nuestras características anatómicas proceden de ellos. No de esos que hoy vemos, sino de peces pulmonados con aletas lobuladas, pero para el caso nos sirven igual sargos, meros o doncellas. Para cualquier otra persona un pez no pasa de ser una molestia, una curiosidad, una bonita cosa de colores o algo que puede pescarse. Quizá la visión de cazadores y pescadores sea la más parecida a la nuestra, en el sentido de que saben que ahí fuera hay más cosas dignas de atención, aparte de los restantes seres humanos. Pero difiere también de manera sustantiva, ya que no deja de ser una visión antropocéntrica. El cazador (de jabalíes, de setas o de doradas) va al campo a llevarse cosas, sin mayor interés o respeto por ellas que obtenerlas. Nosotros nos llevamos sólo sensaciones y disfrutamos sabiendo que hay otras vidas pululando por las campiñas, buscándose la vida lo mejor que saben y pueden. Eso no quita para que, eventualmente, podamos disfrutar al comernos una perdiz o un conejo, por supuesto. Que seamos holistas y sensibles no implica que seamos gastronómicamente bobos. En el fondo, nuestra actividad tiene mucho de curiosidad infantil retenida y de actitud contemplativa ante la vida.



Cachorros de lobo ibérico (Canis lupus). Las cámaras de foto-trampeo son un aliado del naturalista al mostrarnos, de manera no invasiva, lo “lleno de gente” que está el campo (foto: Daniel Cara).

El gran hermano

Ahora que las cámaras de foto-trampeo son fáciles de adquirir, uno disfruta metiéndose de forma no intrusiva en la intimidad de la vida salvaje. La orilla del embalse, siempre llena de huellas de jabalí, zorro o nutria, de repente cobra vida ante nuestros ojos. Una vida que a lo mejor se despereza a partir de la una de la madrugada. ¡Qué placer tan fantástico poder ver cómo otras bestezuelas salvajes hoyan por donde nosotros pasamos a plena luz del día! Saber que, apenas unas horas después y al abrigo de la oscuridad, huelen nuestros propios rastros. Hace poco, una de ellas me regaló una filmación diurna inesperada. Un gran banco de peces fue detectado por más de doscientos cormoranes grandes. Allá acudieron todos en grupo, nerviosos, excitados, ruidosos, a darse un festín. Lo curioso del asunto es que decenas de garzas reales aprovecharon que el banquete se celebraba cerca de una orilla para venir volando y posarse en las zonas someras de los alrededores, pendientes de que les llegara algún pez espantado por la algarabía de cormoranes. A medida que el bando de cormoranes se desplazaba siguiendo a los peces, las garzas hacían lo propio, emitiendo estentóreos sonidos de excitación. Un gran piscívoro, la garza (normalmente solitario), aprovechando en grupo la superabundancia de un recurso movido por otro gran piscívoro. Un bello ejemplo de comensalismo entre aves del mismo gremio, de cómo reconocer el comportamiento de otra especie y de plasticidad en las estrategias de forrajeo. Los animales no sólo forman comunidades, sino que realmente viven en comunidad, aunque la mayor parte del tiempo los veamos por separado, y es bonito constatarlo tan claramente de vez en cuando. Es en esos momentos cuando nos paramos a pensar qué representa ser una garza, un cormorán o un pez.

Los peces siguen las masas de agua en movimiento: aguas frescas y oxigenadas en verano; aguas cálidas y poco profundas en invierno. Los peces son ectotermos, pero no se retiran de la circulación cuando vienen los fríos. Simplemente, se desplazan. Esos desplazamientos deben de tener una parte más o menos predecible (ritmos, ciclos) y otra estocástica, que complica la vida de sus depredadores. Las nutrias también deben de percibir los cambios estacionales en la actividad de sus presas. Los peces han de ser necesariamente más fáciles de cazar a medida que la temperatura del agua baja y, por lo tanto, más asequibles de madrugada que al atardecer, cuando las truchas se activan y salen a cazar.

Otra bendición del naturalista es que nunca está solo. Todo paseo por el campo se hace en compañía de insectos, de cantos de aves, de huellas de mamíferos, de puestas de anfibios… En inmensa compañía. Además, no es nunca la misma. Incluso aunque los actores no cambien, cada día sucederá algo ligeramente distinto que nos enseñará cosas nuevas o nos dibujará una sonrisa en los labios. Eso es algo que no siempre tenemos garantizado con las personas. Por desgracia, se puede estar solo, completamente solo, entre un millón de desconocidos.

Universalidad y atemporalidad

Hay ciertas cosas que son universales. Cuando uno contempla el vuelo de una garceta, aunque sea en un embalse artificial, está viendo a todas las garcetas del mundo. Su vuelo es como el de una garceta que esté sobrevolando ahora mismo un brazo de río en el Amazonas. Así pues, contemplar a los animales en acción es un acto de universalidad. Un viaje mental. El lobo que ahora captura un potrillo o una ternera en el monte no difiere de todos los lobos que han sido, aunque antes la presa fuese una cría de caballo salvaje o de uro. La garza que atrapa una carpa exótica en unas salinas domadas no difiere de la garza que se hace con una anguila en un río salvaje de Escandinavia.

A Juan Luis Arsuaga suelen preguntarle cómo era eso de vivir en la prehistoria. A él le gusta contestar que es lo mismo que se siente ahora en un paseo por los montes de Atapuerca o por la sierra de Guadarrama. Y creo que tiene más razón que un santo. Tenemos la suerte de poder sentir las mismas cosas que sentían nuestros antepasados hace decenas de miles de años. A mí me ayuda muchas veces discriminar qué cosas siguen pasando hoy en día, cuáles no han variado en todo ese tiempo. Leer un libro es un acto nuevo. Manejar un teléfono móvil lo es aún más. Pero el vuelo de una avutarda o de una mariposa, o el ronroneo de una nutria comiéndose ávidamente un pescado, son sensaciones atemporales. Valorar esto en su justa medida creo yo que debería constituir un objetivo básico de educación integral. Por mucho que me apetezca leer las obras de todos los autores clásicos, me entristecería más pensar en haber abandonado algún día este mundo sin haber oído crepitar al hielo en un glaciar, berrear a un ciervo en la dehesa o sin bucear en un arrecife de coral abarrotado de múltiples formas de vida. ¡Pues eso, que somos unos afortunados, por si lo dudabais!

Agradecimientos
José Manuel Igual y Marta Vila leyeron y comentaron un borrador del artículo.
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