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martes, 15 de enero de 2019

Manual de malas prácticas


En esta penúltima entrega del Detective Ecológico quiero analizar el caso de las malas prácticas en conservación. Repasaré críticamente algunas cosas que se hacen y que creo que no se deberían hacer y también al contrario, visitaremos algunas medidas que no se hacen y sin embargo se deberían hacer, para conseguir una conservación más eficaz y eficiente de poblaciones y especies.
Descastes y descartes

Aunque se ha demostrado por activa y por pasiva que el control masivo de gaviotas (matando adultos o eliminando puestas y pollos) (1) no funciona a largo plazo para reducir la tasa de crecimiento de las poblaciones, aún es un método que se practica en nuestro país. Recientemente en Ibiza para más señas. La experiencia acumulada prueba que las poblaciones de gaviotas patiamarillas disminuyen en cuanto no tienen acceso a sus fuentes más habituales de alimento: basura o/y descartes de la pesca de arrastre (2). Empecinarse en regular las poblaciones de gaviotas matándolas en masa a tiros o envenenándolas no tiene pues justificación científica y sólo puede entenderse como una vía rápida de aplacar quejas sociales, aunque generando otras nuevas. Las gaviotas cuentan con mecanismos demográficos de amortiguación de ese impacto. Pueden dirigirse a otras colonias ante la amenaza (trasladando el problema simplemente) o pueden comenzar a criar a una edad más temprana de lo habitual o poner puestas más grandes al verse reducidas las presiones demográficas. El caso es que o estamos matando gaviotas sin freno año tras año o sólo ponemos un parche temporal al problema, pues la situación de partida no tardará en volver. Por otro lado la dinámica poblacional a largo plazo de las especies a las que se pretende defender de la competición/depredación de esta gaviota generalista suele ser más dependiente de otros procesos (como el avance de la sucesión ecológica, cambios en el uso del hábitat o en la disponibilidad de alimento) que de la propia gaviota.

Maqueta de marsopa (Phocoena phocoena) en la casa do mar de Mera (Oleiros), A Coruña. Las poblaciones mediterráneas de esta especie, que sobrevive en números bajos en el Atlántico ibérico, fueron extinguidas hace mucho en el Mediterráneo, pero nadie se acuerda de esta “vaquita” en grave estado de conservación. Foto del autor. 
Por otro lado, defender la bondad de los descartes para el bien de las aves marinas es otra manera de errar pues se pretende mantener una mala explotación de los recursos pesqueros porque las aves marinas comen lo que se desperdicia. Esto equivale a decir que hay que conservar los vertederos de residuos sólidos al aire libre porque las cigüeñas se han acostumbrado a usarlos. Las gaviotas en primer lugar no “dependen” de los descartes ni de la basura. Ese no es el verbo más adecuado. Los usan si están disponibles (empleando la principal ley que rige el cosmos: la del mínimo esfuerzo) pero depender significa no poder vivir sin ellos. Las pardelas baleares tampoco dependen de los descartes. Simplemente los usan en gran medida si están disponibles. En concreto extraen de ellos el 41% de sus requerimientos energéticos que sepamos (3) pero si no estuvieran se verían forzadas a pescar más. La optimización de la pesca de arrastre repercutiría a la larga en la recuperación de pesquerías dañadas o desaparecidas lo que a medio y largo plazo se traduciría en mayor comida disponible para ser pescada por pardelas y gaviotas. Eso sí, no se trata de que los descartes se escondan debajo de la alfombra tras ser generados (en lugar de tirarse al mar) sino de que no se generen, empleando las mejoras técnicas que sean necesarias. Seguir pescando abusivamente y además no facilitar el acceso de las aves a los descartes es simplemente un absurdo.

Especies elegidas y especies olvidadas
Otro error habitual de las políticas de conservación es adoptar especies favoritas a las que se dedican todos los esfuerzos, olvidándose del porvenir de muchas otras. Un caso curioso es el de las marsopas (Phocoena phocoena) extintas en el Mediterráneo. El mundo dedica mucha atención (y con razón) a hablar de la amenazadísima vaquita marina (Phocoena sinus), pero pocos se acuerdan por desgracia de que nuestras “vaquitas” desaparecieron hace tiempo del Mediterráneo, quitando de esporádicas observaciones y algunos varamientos. En el Atlántico ibérico sobrevive una pequeña población cifrada en unos 300 individuos, sobre todo entre las Rías Baixas gallegas y Portugal, aunque también está presente en las Rías Altas. En Galicia se las conoce como toniñas o toliñas, que querría decir algo así como “locuelas”, al menos en el segundo caso. Un ejemplo más. ¿Quién habla de recuperar en Iberia al misterioso torillo andaluz (Turnix sylvaticus) por ejemplo? Puede que ambas especies (torillos y marsopas) estén condenadas al olvido por mor de no ser grandes y atractivas, al contrario que los rorcuales o las avutardas.

Especies innobles
Por el contrario de otras especies sí nos acordamos pero para considerarlas especies de segunda, malas, plaga, pestes o similar, cuyo mejor destino es la extirpación. Estos odios suelen ir dirigidos hacia las especies que realizan invasiones (no por sus características propias sino por las propiedades de los ambientes y comunidades que permiten esa invasión) (4) ya sean éstas nativas o no nativas. Un ejemplo de especie nativa que invade es la gaviota patiamarilla (como hemos dicho facilitada por la actividad humana que la subsidia con comida suplementaria) o el jabalí (facilitado por el abandono del mundo rural y la consecuente expansión de los bosques). Un ejemplo de especie alóctona que invade es la cabra doméstica asilvestrada de la que se han llegado a decir cosas, en esta misma revista, como que son peores que el asfalto. Las cabras pueden causar daños muy aparentes sobre la vegetación pero que sepamos no provoca extinciones, como sí son atribuibles al asfalto o al hormigón que puede acabar con el banco de semillas de especies de distribución localizada, como ocurrió por ejemplo con varias especies de saladillas endémicas del género Limonium en el antiguo Prat de Magaluf en Mallorca. Además las plantas tienen defensas frente a la herbivoría, ya sean químicas o físicas, controladas por complejos mecanismos genéticos y epigenéticos, que garantizan su persistencia en el tiempo. Especialmente si se trata de una isla donde ha habido herbivoría por parte de mamíferos durante la friolera de 5 millones de años. Tal cual se encuentra el campo desde el abandono del rural si no existieran las cabras habría que inventarlas (o sustituir su papel) para restarle biomasa al monte y evitar con ello la pérdida de especies amantes de los espacios abiertos y reducir el alto riesgo de incendios de gran extensión. Bien empleadas las cabras pueden ser una herramienta muy valiosa de manejo conservacionista y tratar de gestionarlas con la meta de erradicarlas es no sólo poco realista sino que representa la pérdida de un posible aliado. Conste que no hablo aquí del caso de los pequeños islotes, más vulnerables, por cuestión de superficie y aislamiento, a cualquier impacto. En general, no hay especies buenas ni malas. Son nuestras actividades las que generan las condiciones adecuadas para que nos puedan resultar más o menos problemáticas, bajo determinadas circunstancias. Lo más práctico suele ser cambiar esas circunstancias, aunque sea más costoso o requiera coordinar a distintos departamentos de una misma administración o a varias administraciones públicas. El resultado será duradero.

Si hay un animal innoble ese es la rata. En gran medida el rechazo que le procesamos viene de su asociación con su papel histórico como portadoras de los vectores de la peste negra. Pero ¿y si no fuera así? Algunos estudios sugieren que las pulgas de las ratas no tuvieron nada que ver con la expansión de la pandemia de peste bubónica, sino que los culpables fueron los propios parásitos humanos, entonces tan comunes dadas las malas condiciones de higiene. Otros estudios sugieren que los reservorios eran las bonitas marmotas y los hermosos gerbos y no las feas ratas (5). Acierten o no estos estudios el caso es que nos hacen dudar de uno de los dogmas más asentados en nuestra cultura en cuanto a nuestra relación con el reino animal. Lo que pretendo evocar en la imaginación del lector es que conviene dudarlo todo y alejarse de las posturas de total seguridad a la hora de intervenir. Diría que por regla general vale más maña que fuerza y que es conveniente tener estudios piloto a pequeña escala para valorar lo adecuado de trabajar a escalas mayores. Es decir, proceder con cuidado y siempre con el miedo a equivocarnos (a obtener resultados imprevistos o indeseables) por delante (1). Ego scio me nihil scire.  Casi olvidaba decir que lo que sí es siempre una buena idea, puestos finalmente a intervenir a gran escala, es tener bien documentada la situación de partida antes de hacer nada, de modo que después se pueda evaluar debidamente la efectividad de las actuaciones que se lleven a cabo. Así que la mejor manera de cambiar las cosas es empezar levantando cuidadosa acta de lo que hay ahora.

Referencias
(1)  Martínez-Abraín y colaboradores. 2004. Unforeseen effects of ecosystem restoration on yellow-legged gulls in a small western Mediterranean island. Environmental Conservation 31: 219-224. 
(2)  Steigerwald, E.C. y colaboradores. 2015. Effects of decreased anthropogenic food availability on an opportunistic gull: evidence for a size-mediated response in breeding females. Ibis 157: 439-448.
(3)  Arcos, J.M. y Oro, D. 2002. Significance of fisheries discards for a threatened Mediterranean seabird, the Balearic shearwater Puffinus mauretanicus. Marine Ecology Progress Series 239: 209-220.
(4)  Martínez-Abraín, A. 2017. ¿De profesión invasora? Quercus 375: 6-7.
(5)  Schmid, B. y colaboradores. 2015. Climate-driven introduction of the Black Death and successive plague reintroductions into Europe. Proceedings of the National Academy of Sciences 112: 3020-3025.

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martes, 23 de mayo de 2017

De profesión ¿invasora?

El ojaranzo es una planta que en España se restringe a los barrancos húmedos del Parque Natural de los Alcornocales, en Cádiz, mientras que en el Reino Unido es una plaga. ¿Cómo es posible? ¿Tienen alguna propiedad especial las especies invasoras? ¿Es necesario venir de fuera para ser invasor? Y, a fin de cuentas, ¿a qué se deben las invasiones? Muchas preguntas y pocas respuestas fáciles.

Hacía tiempo que no hablaba de invasiones y ha llovido lo suyo desde entonces. Podríamos empezar con una generalización: los lugares intrínsecamente buenos, como las selvas tropicales, son fáciles de invadir. No es cierto que los nichos ecológicos de la selva estén saturados (1). En gran medida porque los nichos se construyen, no estaban ahí de antemano. Cualquier sitio de alta calidad es apetecible tanto para los nativos como para los foráneos. Ya tenemos algo, sigamos avanzando. Los lugares malos, como un desierto, son difíciles de invadir. ¿Por qué? Pues porque son sitios duros y difíciles para cualquiera.

¿Y las islas? ¿Son difíciles de invadir las islas? Pues depende del tamaño de la isla y de su distancia al continente más cercano. Por definición, las islas tienen pocas especies y podría deducirse que por ello son sitios malos. Pero no necesariamente. Si tienen pocas especies no es porque sean malas, sino… porque es difícil llegar hasta ellas. De hecho, hay islas de alta calidad, grandes y heterogéneas, que podrían dar cobijo a muchas más especies de las que albergan; pero, simplemente, todavía no han conseguido llegar. Aunque también es cierto que hay islas de baja calidad, pequeñas y muy homogéneas, en las que no podría instalarse casi nadie por muy cerca que estuvieran de la costa. Pero, en principio, podría decirse que sí, que las islas son fáciles de invadir si interviene el transporte humano. Solventado ese problema inicial, la vida puede ser prometedora en una buena isla. Y eso nos lleva de vuelta al Reino Unido y los ojaranzos.

Cantidad y calidad
El Reino Unido, simplificando, es una isla. Una isla grande y buena. Por un lado es pobre, porque muchas especies no han podido llegar hasta ella. Bueno, y porque fue arrasada por los hielos durante la última glaciación. Pero las especies que hoy la alcancen tienen muchas posibilidades de hacerse un hueco. Sobre todo si reciben ayuda humana, como en el caso de nuestro ojaranzo (Rhododendron ponticum). En el siglo XIX fue plantado masivamente como arbusto ornamental, para espesar el sotobosque y como parapeto de cazadores en fincas privadas (2). De modo que la planta en sí no tiene nada de particular. No es una todopoderosa invasora, aunque fue seleccionada e hibridada para hacerla más resistente. La respuesta está en el medio invadido, que era susceptible de serlo, y en la llamada “presión de propágulo”, la gran abundancia de ejemplares en las fincas privadas para que la planta diera el salto a toda la isla. Así pues, los ojaranzos tienen poco de malvados, aunque quienes los padecen les dediquen todo tipo de adjetivos despectivos.

La presión de propágulo emerge como un factor determinante en el éxito de las invasiones. Influye, y mucho, tanto el número de individuos como el número de intentos Sin embargo, nosotros hemos demostrado que la procedencia de los animales liberados tiene tanta o más influencia que el esfuerzo cuando lo que se pretende es introducir vertebrados. Si soltamos animales salvajes que proceden de otro sitio las probabilidades de que se instalen con éxito son muy altas, pero caen en picado cuando son animales criados en cautividad (3). Esto mismo ya se había demostrado con las aves de jaula, pues las que mejor se asilvestran no son las que se escapan más a menudo, sino precisamente las que procedían de ambientes naturales, no de cría en cautividad (4).7

Conchas perforadas de la almeja asiática Corbicula fluminea en un embalse de Galicia. Tras una primera etapa de explosión demográfica, estas almejas fueron finalmente descubiertas por un depredador, nativo o no. Es un proceso habitual para las especies que llegan de fuera: al principio pegan por sorpresa, pero luego sus poblaciones se ven reguladas por depredadores, parásitos o enfermedades. Foto del autor. 
¿Las especies nativas pueden ser también invasoras?

A las especies invasoras solemos calificarlas de exóticas y así asociamos sin más el tándem “exóticas e invasoras”. Pero ¿realmente hace falta venir de fuera para poder invadir? ¿Podría haber nativas invasoras? En el caso de los seres humanos no hace falta pensar mucho para decidirse por un sí. Nos invadió el cartaginés Aníbal, a lomos de los ya extintos elefantes de bosque africanos. Pero también el reino de Castilla invadió los reinos de Galicia, Navarra o Valencia, aun siendo todos nativos de la península Ibérica. En el fondo, lo complicado es delimitar las fronteras de lo autóctono o lo nativo. Es como jugar con muñecas matrioskas: eres nativo cuando vives en mi ¿barrio, pueblo, comarca, isla, archipiélago, nación, continente? La cuestión es bastante arbitraria, ¿no os parece? En realidad, poco científica. Sobre todo si tenemos en cuenta la movilidad histórica de la flora y la fauna.

Pero, aparte de nuestra propia especie, resulta que también hay otros nativos invasores. Serían aquellas especies que se ven favorecidas por nuestra alteración de los sistemas naturales. Por ejemplo, el topillo campesino, la ardilla roja y el cormorán grande. También protagonizan invasiones los estorninos y las gaviotas cuando se les favorece con cultivos o vertederos. En cualquier caso, no debemos juzgar a las especies por su procedencia (5). Ya sean nativas o foráneas, las especies suelen convertirse en invasoras cuando las actividades humanas les han allanado el camino. No es que ellas sean malas, sino que se aprovechan de las alteraciones que introducimos en el medio. Por lo tanto, la solución a las invasiones pasa necesariamente por revertir esos cambios. En otras palabras, existe la invasión como proceso, pero no la profesión de invasor. Eso dificulta enormemente la erradicación de las especies invasoras. No sabemos cómo reaccionará la especie recién llegada y una vez establecida suele ser imposible eliminarla.

Un nuevo paradigma

Vivimos en un mundo post-wild (6) y conviene que lo vayamos aceptando. Para bien o para mal, es el nuevo paradigma y lo hemos creado nosotros mismos. Somos los únicos responsables. No hay nada de demoniaco en las especies que, por determinadas coyunturas o contingencias, acaban invadiendo de nuestra mano una zona que es nueva para ellas. De nada sirve culparlas o estigmatizarlas, ni emplearlas como chivos expiatorios de problemas causados por complejas combinaciones de causas. Tampoco es fácil resolver el problema entablando una guerra contra ellas. Ni siquiera sirve que nos culpemos a nosotros mismos. Si hemos recorrido este camino ha sido en gran medida debido a los diversos cambios climáticos que hemos vivido.

La experiencia acumulada demuestra que entablar batalla contra una invasión ya establecida sólo sirve para: a) tirar el dinero, b) perder el tiempo y c) conseguir efectos inesperados que pueden conducir a una mayor expansión de la especie que se trataba de controlar o a una pérdida de biodiversidad. Las especies cuya colonización y expansión hemos favorecido pueden tener efectos negativos sobre algunos grupos de animales y plantas, pero no para todos y en muchas ocasiones también tienen efectos positivos (7). Por ejemplo, pueden reducir la población de algunas especies nativas, pero sin llegar a extinguirlas. Es decir, lo mismo que hacemos nosotros con nuestros cambios: si expandimos la agricultura favorecemos a las especies de espacios abiertos y si abandonamos el medio rural favorecemos a las especies forestales. El caso es que nunca ha llovido ni lloverá a gusto de todos.

Para prevenir nuevas invasiones es preferible gestionar los hábitats donde ya están establecidas y, salvo en casos de clara necesidad y viabilidad, lo mejor es no hacer nada. El tiempo se encargará de ellas. Nos espantamos cuando acaban de llegar, caso de la avispa asiática (Vespa velutina), que está por todas partes, pero no siempre serán tan vigorosas. Los residentes, ya sean bacterias, protistas, hongos, animales o plantas, necesitan un tiempo para darse cuenta de que están aquí y de que constituyen un nuevo recurso. O quizá unas heladas oportunas, como la ola de frío polar del invierno de 2017, puedan diezmarlas. La reacción es lenta, porque la naturaleza está programada mediante algoritmos muy conservadores, fuera de los tiempos de crisis. Debemos empezar a cambiar nuestra rígida manera de pensar o seremos los naturalistas quienes desarrollemos úlceras estomacales o muramos de depresión. Somos los únicos humanos que verían como un problema, por ejemplo, la llegada a nuestra tierra de la flor más hermosa del mundo si viniera con la etiqueta de “exótica e invasora”.

Afortunadamente, la proliferación de franquicias americanas de comida rápida no ha acabado con los restaurantes nativos de comida lenta. Sólo han añadido diversidad alfa a la oferta gastronómica de nuestros ecosistemas urbanos y han contribuido a homogeneizar más el mundo, disminuyendo la diversidad beta, la tasa de recambio de especies entre parches. O sea, que cada vez nos dirigimos más hacia lo que fue Pangea hace 300 millones de años (2). Un mundo con un solo continente, más homogéneo, pero no por ello más pobre.

Agradecimientos
Juan Jiménez y Vicente del Toro leyeron críticamente un borrador del texto. 

Bibliografía

(1) Martínez-Abraín, A. (2015). Estoy saturado. Quercus, 358: 6-7.
(2) Thompson, K. (2014). ¿De dónde son los camellos? Creencias y verdades sobre las especies invasoras. Alianza Editorial. Madrid.
(3) Rummel, L. y otros autores (2106). Use of wild-caught individuals as a key factor for success in vertebrate translocations. Animal Biodiversity and Conservation, 39: 207-219.
(4) Carrete, M. y Tella, J.L. (2008). Wild-bird trade an exotic invasions: a new link of conservation concern? Frontiers in Ecology and the Environment, 6: 207-211.
(5) Davis, M.A. y otros autores (2011). Don’t judge species on their origins. Nature, 474: 153-154.
(6) Marris, E. (2013). Rambunctious Garden: saving nature in a Post-Wild World. Bloomsbury Publishing PLC. London.
(7) Martínez-Abraín, A. y Oro, D. (2013). Preventing the development of dogmatic approaches in conservation biology: a review. Biological Conservation, 159: 539-547.
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