domingo, 3 de septiembre de 2017

Ríos vivos

Los habitantes de las ciudades del siglo XXI tenemos una imagen bastante idealizada o estereotipada de los ríos. Entre otras razones, porque ya no mantenemos una convivencia tan estrecha con estos peculiares ecosistemas como en el pasado.

Sí, nuestra visión de los ríos está cuajada de mitos por falta de un contacto real con ellos. Además, los hemos conocido tras el desarrollo de las grandes ciudades y sus correspondientes polígonos industriales, de manera que ya estaban contaminados y degradados. El actual enfoque idealizado imagina a los ríos con propiedades sencillamente opuestas a las que tienen los ríos que consideramos degradados. Veremos si es acertado o no ese razonamiento por oposición, tan habitual entre los conservacionistas, y qué matices pueden modularlo.

¿Los ríos bien conservados son de aguas transparentes?

Un río con aguas negruzcas o espuma en los remansos despierta en la mayoría de la gente una sensación de rechazo o, al menos, de alarma. Los ríos en estado prístino han de ser de aguas transparentes, reza nuestro mantra. Una escena, sin embargo, que sólo es propia de las cabeceras, donde aún no ha dado tiempo para que sus aguas se carguen de forma natural de exudados vegetales. Los taninos, por ejemplo, son sustancias orgánicas que las plantas han desarrollado a lo largo de su evolución como defensa frente a los herbívoros. Suelen ser hidrosolubles y se mezclan fácilmente con el agua dotándola de un color opaco. Los ríos con aguas oscurecidas debido a este proceso no están contaminados sino sanísimos. Un ejemplo paradigmático de río de aguas oscuras es precisamente el río Negro, el mayor afluente del Amazonas, que recorre tierras de Colombia, Venezuela y Brasil.

Lo mismo sucede con esas espumas que a veces vemos en las zonas turbulentas. La espuma es sólo una fina capa globular de líquido que encierra algún gas en su interior (normalmente aire) y puede producirse por fenómenos naturales, no sólo como consecuencia de la depuración de aguas residuales. Puede aparecer por aportes espontáneos de materia orgánica y lo mismo ocurre en el mar, donde habitualmente se denomina “resaca marina”. La espuma marina es el resultado de una interacción entre episodios biológicos, como las explosiones de plancton, y procesos fisicoquímicos que alteran la tensión superficial del agua. Por otro lado, el viento puede mover esas espumas a las zonas remansadas o resguardadas, tanto de ríos como de costas. No obstante, son muy llamativas y tiene sentido que las asociemos a contaminación, porque por desgracia hemos convivido con ella. Pero no siempre es así, y cada vez menos. Los ríos siempre han tenido espuma, sobre todo los que discurren por cuencas ricas en materia orgánica. 

Cauce del río Barragán (Pontevedra). Las aguas oscuras y la presencia de espuma en los remansos no son necesariamente indicadores de contaminación. Ambos rasgos pueden deberse a causas naturales. Foto del autor. 
¿Los ríos bien conservados no tienen barreras?

Un mito aún más extendido que el anterior es que el agua de los ríos corre libremente y cualquier obstáculo va en detrimento de su biodiversidad. Esta visión fluyente se debe a dos contingencias históricas, una más reciente que la otra. Durante nuestra larga etapa de vida agro-silvo-pastoral convenía mantener a los ríos corrientes para prevenir indeseadas inundaciones, de manera que se retiraban los árboles caídos. Además, muchos bosques de ribera habían sido reducidos a su mínima expresión para aprovechar los pastos de las orillas y no había, por tanto, demasiados árboles que pudieran caer por viejos o a causa del viento.

Más recientemente hemos vivido al margen de lo que me gusta denominar “la era del castor”. Los castores eran los grandes ingenieros hidráulicos de nuestros ríos y tenían un efecto apreciable sobre ellos. Son roedores gigantes, sólo superados en tamaño por los capibaras de Suramérica. Los roedores surgieron hace unos 75 millones de años y son un grupo de gran éxito, ya que representan el 40% de los mamíferos (1) y han sido capaces de colonizar todo tipo de hábitats. Los castores, en concreto, son un elemento clave de los ríos pues cumplen tareas ecosistémicas equiparables a las de elefantes o termitas en la sabana africana. El género Castor sólo incluye dos especies actuales, el castor norteamericano (Castor canadensis) y el castor europeo (Castor fiber), presente en la península Ibérica hasta hace unos pocos siglos (1). Los castores abaten árboles de ribera, construyen presas con ellos y, en condiciones favorables, los lagos resultantes pueden llegar a medir kilómetros. De hecho, sus barreras son la mayor construcción al alcance de un animal terrestre (2). Los lagos que crean introducen heterogeneidad en las cuencas fluviales, bien recibida por una hueste de plantas y animales que prefieren las aguas remansadas a las aguas corrientes. Entre sus beneficiarios estarían las nutrias, que a la más mínima oportunidad nos demuestran cuán felices son en aguas calmas. Bien pensado, las condiciones ecológicas de los ríos son muy exigentes y sólo puede habitarlos un puñado de especies altamente especializadas. Por el contrario, las aguas mansas son más habitables y hay muchas especies capaces de colonizarlas.

Las pequeñas presas de molino hacían un papel sustitutivo de las presas de castor cuando estos roedores poblaban nuestros ríos. Al crear aguas remansadas introducen heterogeneidad en el río y aumentan su biodiversidad. Foto del autor. 
El caso es que, durante nuestra pasada vida rural, llenábamos los ríos de pequeñas represas y canales de derivación para alimentar acequias, molinos y batanes. Unas represas que poco tenían de negativo y mucho de sustitutas de las barreras que antaño construían los castores. La idea de eliminar ahora cualquier tipo de barrera no es necesariamente positiva para los ríos. No hablo de las grandes presas, que requieren costosos dispositivos para permitir el paso a los peces migratorios. Muchas de ellas son prescindibles o están obsoletas y el actual movimiento mundial para eliminar grandes presas traerá muchas consecuencias positivas. Sin embargo, a menor escala, haríamos bien en estudiar individualmente cada pequeña barrera antes de tomar una decisión radical sobre su permanencia. A veces las opciones intermedias, como las presas que sólo están activas de forma temporal, pueden ser una solución biológicamente óptima y de consenso social. La razón suele estar en el término medio.

¿Los ríos bien conservados cuentan con bosques de ribera?

Solemos pensar que, como antaño eliminamos la mayor parte del bosque, todo lo que sea recuperación forestal es algo positivo. Sí, pero con matices. No hace falta convencer a nadie de las bondades archi-sabidas del bosque de ribera. Son muchas las campañas de concienciación que se han organizado para que todos lo tengamos bien internalizado: protegen las orillas, oxigenan el agua, reducen la temperatura con su sombra y sirven de refugio y corredor tanto a la flora como a la fauna. Pero, si pensamos un poco más allá, reconoceremos que en torno a los lagos de los castores no quedaría un árbol ribereño en pie y que esas zonas tenían que sufrir una alta insolación. O sea, había reservas de agua, de mayor o menor tamaño, someras y además bien soleadas. No se puede pedir un mejor cazadero si uno es un depredador de “sangre fría” (ectotermo), como las truchas. Aunque están encantadas de disponer de zonas umbrías para reproducirse necesitan zonas soleadas donde su cuerpo pueda alcanzar la temperatura necesaria para activarse y cazar. Así pues, un río bueno para las truchas ha de ser un río con ambos ambientes, no con una sombra continua.

En el pasado la gente quería tener truchas en los ríos y, a propósito o no, las conseguía al favorecer la existencia de zonas soleadas que se abrían al eliminar parte del arbolado de ribera. Como en el caso de la agricultura, que sustituyó en su labor desbrozadora a la gran fauna de mamíferos herbívoros heredada del Pleistoceno, la actividad humana ha asumido funcionalmente la tarea decisiva de los castores en los ríos europeos. Ahora equiparamos erróneamente el concepto de conservación con dejar los ríos intactos. Pero, al menos desde el Mioceno, nuestros ríos han tenido tumbadores de árboles, constructores de presas y gestores de la diversidad. Si nuestro afán es que los ríos estén rebosantes de vida, haríamos bien en no perder de vista esta fundamental pieza de información. No sé si los castores caben o no en la España del siglo XXI, pero desde luego imitarlos no costaría nada. Lo otro, imagino que el tiempo lo dirá.

 Bibliografía

(1) Cuenca, G. y Morcillo, A. (2016). Fósiles de castor europeo en el Cuaternario de la península Ibérica. Quercus, 369: 52-55.
(2) Dawkins, R. (2009). El cuento del antepasado: un viaje a los albores de la evolución. Antoni Bosch. Barcelona.

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