Los habitantes
de las ciudades del siglo XXI tenemos una imagen bastante idealizada o
estereotipada de los ríos. Entre otras razones, porque ya no mantenemos una
convivencia tan estrecha con estos peculiares ecosistemas como en el pasado.
Sí,
nuestra visión de los ríos está cuajada de mitos por falta de un contacto real
con ellos. Además, los hemos conocido tras el desarrollo de las grandes
ciudades y sus correspondientes polígonos industriales, de manera que ya estaban
contaminados y degradados. El actual enfoque idealizado imagina a los ríos con
propiedades sencillamente opuestas a las que tienen los ríos que consideramos
degradados. Veremos si es acertado o no ese razonamiento por oposición, tan
habitual entre los conservacionistas, y qué matices pueden modularlo.
¿Los ríos bien
conservados son de aguas transparentes?
Un
río con aguas negruzcas o espuma en los remansos despierta en la mayoría de la
gente una sensación de rechazo o, al menos, de alarma. Los ríos en estado
prístino han de ser de aguas transparentes, reza nuestro mantra. Una escena, sin
embargo, que sólo es propia de las cabeceras, donde aún no ha dado tiempo para
que sus aguas se carguen de forma natural de exudados vegetales. Los taninos,
por ejemplo, son sustancias orgánicas que las plantas han desarrollado a lo
largo de su evolución como defensa frente a los herbívoros. Suelen ser
hidrosolubles y se mezclan fácilmente con el agua dotándola de un color opaco.
Los ríos con aguas oscurecidas debido a este proceso no están contaminados sino
sanísimos. Un ejemplo paradigmático de río de aguas oscuras es precisamente el río Negro, el mayor afluente del Amazonas, que recorre tierras de Colombia, Venezuela y Brasil.
Lo
mismo sucede con esas espumas que a veces vemos en las zonas turbulentas. La
espuma es sólo una fina capa globular de líquido que encierra algún gas en su
interior (normalmente aire) y puede producirse por fenómenos naturales, no sólo
como consecuencia de la depuración de aguas residuales. Puede aparecer por aportes
espontáneos de materia orgánica y lo mismo ocurre en el mar, donde
habitualmente se denomina “resaca marina”. La espuma marina es el resultado de una
interacción entre episodios biológicos, como las explosiones de plancton, y procesos
fisicoquímicos que alteran la tensión superficial del agua. Por otro lado, el
viento puede mover esas espumas a las zonas remansadas o resguardadas, tanto de
ríos como de costas. No
obstante, son muy llamativas y tiene sentido que las asociemos a contaminación,
porque por desgracia hemos convivido con ella. Pero no siempre es así, y cada
vez menos. Los ríos siempre han tenido espuma, sobre todo los que discurren por
cuencas ricas en materia orgánica.
¿Los ríos bien
conservados no tienen barreras?
Un
mito aún más extendido que el anterior es que el agua de los ríos corre
libremente y cualquier obstáculo va en detrimento de su biodiversidad. Esta
visión fluyente se debe a dos contingencias históricas, una más reciente que la
otra. Durante nuestra larga etapa de vida agro-silvo-pastoral convenía mantener
a los ríos corrientes para prevenir indeseadas inundaciones, de manera que se
retiraban los árboles caídos. Además, muchos bosques de ribera habían sido reducidos
a su mínima expresión para aprovechar los pastos de las orillas y no había, por
tanto, demasiados árboles que pudieran caer por viejos o a causa del viento.
Más
recientemente hemos vivido al margen de lo que me gusta denominar “la era del
castor”. Los castores eran los grandes ingenieros hidráulicos de nuestros ríos
y tenían un efecto apreciable sobre ellos. Son roedores gigantes, sólo
superados en tamaño por los capibaras de Suramérica. Los roedores surgieron
hace unos 75 millones de años y son un grupo de gran éxito, ya que representan
el 40% de los mamíferos (1) y han sido capaces de colonizar todo tipo de
hábitats. Los castores, en concreto, son un elemento clave de los ríos pues
cumplen tareas ecosistémicas equiparables a las de elefantes o termitas en la
sabana africana. El género Castor
sólo incluye dos especies actuales, el castor norteamericano (Castor canadensis) y el castor europeo (Castor fiber), presente en la península
Ibérica hasta hace unos pocos siglos (1). Los castores abaten árboles de
ribera, construyen presas con ellos y, en condiciones favorables, los lagos resultantes
pueden llegar a medir kilómetros. De hecho, sus barreras son la mayor
construcción al alcance de un animal terrestre (2). Los lagos que crean introducen
heterogeneidad en las cuencas fluviales, bien recibida por una hueste de plantas
y animales que prefieren las aguas remansadas a las aguas corrientes. Entre sus
beneficiarios estarían las nutrias, que a la más mínima oportunidad nos
demuestran cuán felices son en aguas calmas. Bien pensado, las condiciones
ecológicas de los ríos son muy exigentes y sólo puede habitarlos un puñado de
especies altamente especializadas. Por el contrario, las aguas mansas son más habitables
y hay muchas especies capaces de colonizarlas.
El caso es que, durante nuestra pasada vida rural, llenábamos los ríos de pequeñas represas y canales de derivación para alimentar acequias, molinos y batanes. Unas represas que poco tenían de negativo y mucho de sustitutas de las barreras que antaño construían los castores. La idea de eliminar ahora cualquier tipo de barrera no es necesariamente positiva para los ríos. No hablo de las grandes presas, que requieren costosos dispositivos para permitir el paso a los peces migratorios. Muchas de ellas son prescindibles o están obsoletas y el actual movimiento mundial para eliminar grandes presas traerá muchas consecuencias positivas. Sin embargo, a menor escala, haríamos bien en estudiar individualmente cada pequeña barrera antes de tomar una decisión radical sobre su permanencia. A veces las opciones intermedias, como las presas que sólo están activas de forma temporal, pueden ser una solución biológicamente óptima y de consenso social. La razón suele estar en el término medio.
El caso es que, durante nuestra pasada vida rural, llenábamos los ríos de pequeñas represas y canales de derivación para alimentar acequias, molinos y batanes. Unas represas que poco tenían de negativo y mucho de sustitutas de las barreras que antaño construían los castores. La idea de eliminar ahora cualquier tipo de barrera no es necesariamente positiva para los ríos. No hablo de las grandes presas, que requieren costosos dispositivos para permitir el paso a los peces migratorios. Muchas de ellas son prescindibles o están obsoletas y el actual movimiento mundial para eliminar grandes presas traerá muchas consecuencias positivas. Sin embargo, a menor escala, haríamos bien en estudiar individualmente cada pequeña barrera antes de tomar una decisión radical sobre su permanencia. A veces las opciones intermedias, como las presas que sólo están activas de forma temporal, pueden ser una solución biológicamente óptima y de consenso social. La razón suele estar en el término medio.
¿Los ríos bien
conservados cuentan con bosques de ribera?
Solemos
pensar que, como antaño eliminamos la mayor parte del bosque, todo lo que sea
recuperación forestal es algo positivo. Sí, pero con matices. No hace falta
convencer a nadie de las bondades archi-sabidas del bosque de ribera. Son muchas
las campañas de concienciación que se han organizado para que todos lo tengamos
bien internalizado: protegen las orillas, oxigenan el agua, reducen la
temperatura con su sombra y sirven de refugio y corredor tanto a la flora como
a la fauna. Pero, si pensamos un poco más allá, reconoceremos que en torno a
los lagos de los castores no quedaría un árbol ribereño en pie y que esas zonas
tenían que sufrir una alta insolación. O sea, había reservas de agua, de mayor
o menor tamaño, someras y además bien soleadas. No se puede pedir un mejor
cazadero si uno es un depredador de “sangre fría” (ectotermo), como las truchas.
Aunque están encantadas de disponer de zonas umbrías para reproducirse necesitan
zonas soleadas donde su cuerpo pueda alcanzar la temperatura necesaria para activarse
y cazar. Así pues, un río bueno para las truchas ha de ser un río con ambos
ambientes, no con una sombra continua.
En
el pasado la gente quería tener truchas en los ríos y, a propósito o no, las conseguía
al favorecer la existencia de zonas soleadas que se abrían al eliminar parte del
arbolado de ribera. Como en el caso de la agricultura, que sustituyó en su
labor desbrozadora a la gran fauna de mamíferos herbívoros heredada del
Pleistoceno, la actividad humana ha asumido funcionalmente la tarea decisiva de
los castores en los ríos europeos. Ahora equiparamos erróneamente el concepto
de conservación con dejar los ríos intactos. Pero, al menos desde el Mioceno,
nuestros ríos han tenido tumbadores de árboles, constructores de presas y
gestores de la diversidad. Si nuestro afán es que los ríos estén rebosantes de
vida, haríamos bien en no perder de vista esta fundamental pieza de
información. No sé si los castores caben o no en la España del siglo XXI, pero
desde luego imitarlos no costaría nada. Lo otro, imagino que el tiempo lo dirá.
Bibliografía
(1)
Cuenca, G. y Morcillo, A. (2016).
Fósiles de castor europeo en el Cuaternario de la península Ibérica. Quercus, 369: 52-55.
(2) Dawkins,
R. (2009). El cuento del antepasado:
un viaje a los albores de la evolución. Antoni Bosch. Barcelona.
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