Siempre pensé que ese hábito de los lobos de matar muchas más ovejas de
las que se van a comer obedecía a un “sobrestímulo” causado por la abundancia
de presas y a que los animales domésticos carecen de mecanismos para hacer
frente a los depredadores. Pero leyendo a Margalef descubrí una nueva
posibilidad.
En una de sus geniales ideas,
Ramón Margalef propone que la selección natural no sólo ha favorecido la
aptitud para conseguir alimento, sino que también promueve comportamientos para
evitar que nuestros competidores se queden con un recurso que no hemos podido
aprovechar (1). Es un argumento retorcido, pero tiene sentido en la lucha por
la existencia. Si yo soy un lobo y dificulto a mi competidor conseguir
recursos, me estoy beneficiando a mí mismo indirectamente.
Cuando comenté esta idea con
Carlos Herrera me ofreció dos sugerencias sustantivas. Por un lado, me recordó
que ese podría ser el caso en las manadas de lobos si, y sólo si, los otros
grupos vecinos no están emparentados de cerca, porque si no iría en contra de
las teorías sobre fitness inclusiva (kin selection o selección de parentesco).
Estas teorías vienen a decir que si ayudo a los individuos que están estrechamente
emparentados conmigo me ayudo a mí mismo, o sea, a mis genes. Salvar a dos
hermanos míos que se están ahogando (con los que comparto el 50% de mis genes)
es equivalente, en términos de eficacia biológica, a salvar el 100% de mí
mismo. No sé si los grupos lobunos están muy emparentados o no, pero ahí queda la
propuesta, como posible explicación de un comportamiento aparentemente tan aberrante,
para quien sepa más sobre la estructura social de estos cánidos. En cualquier caso este razonamiento podría valer como atavismo procedente de un lejano pasado en el que los lobos formaban parte de comunidades más ricas de depredadores ahora extintos como hienas, leones o tigres dientes de sable. No olvidemos que los lobos proceden de África (como nos recordaba Pedro Galán al hablar de lobos achacalados y chacales lobunos hace poco en Quercus) y que además en Iberia las comunidades de grandes depredadores eran muy ricas hasta hace pocos miles de años.
El comportamiento de los lobos de matar más ovejas de las que se van a comer puede deberse, bien a un estímulo exacerbado ante tanta presa fácil de cazar, o bien a una estrategia para no dejar recursos a sus competidores.
El segundo comentario de Carlos fue dirigirme a un artículo publicado por Daniel Janzen en 1977 (2), esto es, veinte años antes que el libro de Margalef.
Este sublime artículo del genial Janzen viene
a sugerir que la razón por la cual las semillas se enmohecen, los frutos se
pudren y la carne se echa a perder no es ni una casualidad, ni un imponderable
de la naturaleza, ni siquiera una estrategia de los microorganismos (bacterias,
protozoos, levaduras) para competir entre ellos acaparando los recursos. El
autor va más allá y argumenta atrevidamente que los microorganismos producen
toxinas, antibióticos y sustancias de sabores y olores desagradables para
evitar que los animales macroscópicos nos hagamos con unos recursos que los
microbios quieren para sí.
La cosa tiene miga. Pensad, por
ejemplo, en una manzana. Mientras su aparato reproductor está inmaduro, la
manzana se mantiene verde, es decir, repleta de sustancias químicas que la
hacen poco o nada atractiva para los posibles consumidores y dispersores de sus
semillas. Sin embargo, cuando el ovario está listo para producir semillas
maduras, la manzana cambia radicalmente de estrategia y no sólo elimina los
sabores repulsivos sino que, bien al contrario, se maquilla con sus mejores
galas y dulces sabores para que alguien venga a consumir el fruto y dispersar sus
semillas. Pero, claro, levantar el veto químico tiene un problema asociado: al
fruto maduro no sólo acuden los animales dispersores, sino también los insectos
y multitud de microorganismos detrás de ellos. ¡¡¡Todos quieren los valiosos
recursos de la manzana para sí mismos!!!
Por tanto, la razón de que la
fruta se pudra, las semillas se llenen de moho y la carne se estropee no es
otra que el afán de mohos y bacterias para no rendir la plaza a las huestes
macroscópicas enemigas, los seres humanos entre ellos. Es una carrera contrarreloj
que comienza tan pronto la fruta madura y relaja sus defensas. Cuando evitamos
que la fruta se golpee (y se abra una vía de entrada a insectos y microbios) o
la conservamos refrigerada, estamos participando en una batalla muy antigua que
se remonta a la aparición de las plantas con flores sobre la Tierra. Al parecer, ahora
se ensaya además un tipo de lucha biológica contra la podredumbre que consiste
en rociar las frutas con levaduras (hongos microscópicos) para que continúen su
vieja pelea con las bacterias y mantengan las frutas en buen estado durante más
tiempo para nuestro consumo.
El razonamiento de Janzen lleva
directamente a un modo de selección poco o nada aceptado por los neodarwinistas
denominado “selección de grupo”, en el que un comportamiento evolucionaría por
beneficio de un colectivo y no de un individuo, unidad clásica de la selección
natural. Janzen resuelve este problema recordando que la selección que probablemente
está operando en este caso es la de parentesco (kin selection, de nuevo) ya que los grupos de levaduras o de hongos
probablemente están muy cercanamente emparentados (si es que no son clones) y,
por tanto, favorecer a otros es como favorecerse a uno mismo, una visión que sí
cae dentro de la ortodoxia neodarwinista.
Tres fases en el desarrollo de un limón. Abajo, reproductivamente inmaduro y protegido químicamente de la depredación. En el centro, reproductivamente maduro y sin escudo químico protector. Arriba, en descomposición por acaparamiento microbiano del recurso.
Carroñeros obligados
Todo lo anterior invita a meditar
sobre cómo demonios se las apañan los animales que son carroñeros obligados, es
decir, consumidores de comida en putrefacción o ya en fase de acaparamiento microbiano.
Muchos carroñeros son facultativos (lobos, cuervos, zorros, milanos), pero el
conjunto de especies que clasificamos como “buitres” son carroñeros obligados. Prácticamente
sólo consumen carroña, carne en descomposición. A Janzen no se le escapó este aspecto
del problema y menciona los potentes antisépticos que deben morar en los
intestinos de estas aves y el hábito de embadurnar sus patas con material fecal,
rica en estos potentes antisépticos. No hay nada menos susceptible de
provocarnos una infección microbiana que un baño de excrecencias de buitre, por
decirlo más claro.
Es curioso que, incluso en las
latitudes más cálidas, en pleno trópico, un cadáver no se descompondría
(simplemente se momificaría, como en el frío ambiente de los polos) si no tuviesen
acceso a él animales (insectos incluidos) que abriesen camino a los
microorganismos responsables de la putrefacción. Parece un argumento poco intuitivo,
pero es así. Es más, se han hecho experimentos que lo confirman.
En todo este asunto de la producción
de sustancias peligrosas y desagradables, Janzen no niega el importante papel que
tiene la lucha por conseguir alimento únicamente entre estirpes de microbios,
sin dar el salto a la pelea entre micros y macros. Pero resulta realmente
sorprendente que nosotros, como muchos otros animales macroscópicos, hayamos
desarrollado mecanismos de rechazo ante frutas, semillas y carnes con
determinados olores, colores y sabores. Sería demasiada casualidad que una
batalla entre hongos y bacterias hubiese despertado unos mecanismos instintivos
de conducta tan complejos y eficaces.
Así que, la próxima vez que le
hagas ascos a una fresa enmohecida o a un pedazo de carne maloliente, recuerda
que detrás de todo ello hay millones de años de evolución por el dominio de recursos
escasos. Ninguna visita a la frutería de tu pueblo o ciudad volverá a dejarte
indiferente. Nada tiene sentido en este planeta nuestro si no es bajo el prisma
de la evolución, como bien decía el genetista Theodosius Dobzhansky.
Bibliografía
(1) Margalef, R. (1997). Our biosphere. En Excellence in Ecology, 10. O. Kinne
(ed.). Ecology Institute. Germany .
(2) Janzen,
D. (1977). Why fruits rot, seeds mold, and meat spoils. The American Naturalist, 111:
691-713.
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