viernes, 31 de agosto de 2012

La segunda oportunidad

Allá por el Pleistoceno Inferior de la historia de la televisión pública española, había un buen programa llamado La segunda oportunidad. Iba de seguridad vial y estaba presentado por Paco Costas. Con ayuda de una herramienta entonces rompedora, la moviola, daba una segunda oportunidad a las víctimas de los accidentes de tráfico. Pero, sobre todo, hacía reflexionar a los conductores sobre lo que debían evitar cuando estaban al volante.

Por alguna razón, ese programa de La segunda oportunidad se me quedó grabado en la memoria, aunque sólo tenía doce o trece años cuando lo emitían y nunca he sido un entusiasta de los coches. Supongo que la razón estriba en su magia para volver a dar vida a algo que se nos ha ido ya. Una imagen que regresa muchas veces al visitar un yacimiento arqueológico o un museo paleontológico. ¡Quién pudiera tener una máquina del tiempo para viajar hacia atrás y ver cómo era todo aquello en directo!

Sin embargo, si uno se fija bien, a veces no hace falta viajar en el tiempo para ver el pasado, porque algunas cosas no han cambiado demasiado en el transcurso de millones de años. Somos muy afortunados de contar con formas vivas que proceden de un pasado muy lejano, de modo que nos ahorran la angustia de no poder verlo en directo. Es como si pudiésemos echar un vistazo a los pobladores iberos de las antiguas Arse o Edeta, las actuales Sagunt y Lliria, en la provincia de Valencia, paseándose por las calles de sus poblados, antes de la romanización. Bueno, en realidad es mucho más, porque la escala temporal no tiene punto de comparación.

Otros linajes no han perdurado inalterados en el tiempo pero, sabiendo mirar, podemos encontrar en sus descendientes rasgos de formas pretéritas ahora modificadas que también nos permiten viajar, chuff, por el aire, con la cabeza, como decía a veces Carlos Cano sobre sus canciones. Es la sensación que deberían transmitirnos los gorriones cuando se pasean entre nuestros pies en las terrazas de las cafeterías. Son pequeños dinosaurios que se desplazan a saltos, dinosaurios diminutos, emplumados y de sangre caliente. ¡Quién da más! Pero la cotidianeidad y la costumbre hacen que estas maravillas se nos pasen desapercibidas.


No hace falta subirse a la máquina del tiempo para ver animales del pasado, como la tortugueta (Triops cancriformis), un verdadero fósil viviente

Fósiles vivientes: viajes al pasado
Gracias a que existen moluscos de los géneros Nautilus y Argonauta, unos cefalópodos con concha a modo de calamares acorazados, podemos hacernos una idea de cómo se desplazaban los amonites en los mares del Mesozoico.
Gracias también a que aún existen formas basales en la filogenia de los Actinopterigios, clase que incluye unas 27.000 especies de peces óseos, podemos saber que la vejiga natatoria, derivada embriológicamente del esófago, se empleó inicialmente tanto para respirar como para regular la flotación. De esta doble función se infiere que los pulmones de los vertebrados que colonizaron la tierra firme iniciaron su andadura como vejiga natatoria, aunque su uso fue exaptado o cooptado posteriormente; al igual que los CD, diseñados para almacenar información y usados secundariamente ¡¡¡¡para espantar pájaros de los árboles frutales!!! Gracias asimismo a los dipnoos, o peces pulmonados con aletas lobuladas, conocemos el tránsito de los peces a los anfibios de tierra firme.



Un CD, inicialmente diseñado para almacenar información, puede servir también para espantar pájaros. Del mismo modo, la vejiga natatoria fue cooptada desde su función original, controlar la flotabilidad de los peces, para sentar los cimientos de un aparato respiratorio útil en tierra firme.
En este sentido, hemos de agradecer a los celacantos, peces de aletas lobuladas, la posibilidad de remontarnos de golpe hasta los periodos Carbonífero y Devónico, hace 350-400 millones de años. Los celacantos se creían extintos desde hace 70-80 millones de años, pero en 1938 la ciencia se percató de que aún estaban siendo pescados en la costa oriental de Suráfrica. Parece que fue a partir de peces Sarcopterigios, como el celacanto, como se dio el paso desde las aletas a las patas, que permitieron la conquista del medio terrestre a nuestros ancestros tetrápodos. Es todo un lujazo tener entre nosotros un pez que apenas ha cambiado en cientos de millones de años, de manera que ahora podemos tocar con las manos unas aletas que, con el tiempo, acabarían derivando en esas mismas manos.
Los tiburones nos enseñan cómo eran los peces marinos hace 400 millones de años. Un montón de tiempo, con sus múltiples avatares, que no ha conseguido cambiarlos ni acabar con ellos. Sin embargo, en una millonésima parte de ese plazo nuestra especie los ha llevado al borde de la extinción, en gran medida debido a la mística obscura y el interés gastronómico que despiertan sus aletas.
Tortugas, iguanas y cocodrilos nos ofrecen pistas de cómo eran los reptiles ancestrales, hace 200 millones de años, antes de que un grupo de ellos diera lugar a los mamíferos y otro a los dinosaurios y las aves. Los ornitorrincos y los equidnas ilustran cómo fue el tránsito de reptiles a mamíferos.
Algunos antiguos branquiópodos han logrado llegar hasta nuestros días. Por ejemplo, las famosas tortuguetas (Triops cancriformis), pequeños crustáceos provistos de un exoesqueleto a modo de caparazón o escudo, que viven en nuestras zonas húmedas temporales, como los arrozales de la albufera de Valencia, y que prácticamente no han cambiado desde el Triásico, es decir, en los últimos 200 millones de años. Las no menos célebres cacerolas de las Molucas (Limulus polyphemus), de aspecto muy similar a las tortuguetas, pero parientes cercanas de los arácnidos, nos acercan a los trilobites del Paleozoico, ya que, a juzgar por los fósiles encontrados en rocas del Ordovícico, apenas han cambiado en 450 millones de años.

Los onicóforos tampoco han cambiado mucho en los últimos 500 millones de años, a juzgar por los extraordinarios fósiles marinos de Burgess Shale (Columbia Británica, Canadá). Hoy en día, los onicóforos son un filo de invertebrados que habitan en las selvas tropicales, donde cazan a sus presas lanzándoles chorros de una sustancia líquida que se hace pegajosa al entrar en contacto con el aire. Los fósiles del Cámbrico Inferior son todos marinos, lo que nos indica que los actuales onicóforos relictos deben parecerse mucho a las primeras formas invertebradas que abandonaron el mar y dieron lugar a los artrópodos modernos.

Finalmente, las secuoyas, las cicas y los helechos gigantes nos abren una ventana a la vegetación entre la cual triscaban los dinosaurios. Las cicas, con aspecto de palmera y capaces de vivir mil años, son hoy tóxicas para los mamíferos, pero resultaban un verdadero manjar para los dinosaurios vegetarianos. Todavía podemos verlas en los bosques tropicales de Asia, América, Oceanía y África, aunque las tenemos cultivadas en muchos de nuestros jardines. Pasar junto a un ejemplar de Cycas revoluta, aunque sea en un parque urbano, no debería dejarnos nunca impasibles.



Algunas cicas como esta Cicas revoluta son muy frecuentes en parques y jardines urbanos. Cuando pasamos junto a una de ellas no reparamos ya en que son plantas muy antiguas, contemporáneas de los dinosaurios

Nosotros, los habitantes del pasado
Otra vertiente de esa segunda oportunidad evolutiva la protagonizamos nosotros mismos, los humanos. Debido al imponente flujo de información actual solemos pensar que ya está todo perdido en conservación de la biodiversidad. Una sensación que puede llevar fácilmente al derrotismo. Sin embargo, basta con hacer un ejercicio mental para viajar al futuro e imaginar un planeta depauperado, sin selvas, sin arrecifes coralinos, sin megafauna, habitado sólo por bacterias, cucarachas y ratas. Si desde ese futuro imaginario se nos diera una segunda oportunidad y viajáramos al pasado (a nuestro presente) nos daríamos cuenta de que nosotros aún somos ¡¡¡los afortunados habitantes del pasado!!! Todavía vivimos en un planeta abarrotado de vida, con varios millones de especies y en el que es posible pasear por selvas, bosques caducifolios y de coníferas, desiertos, tundras, taigas y mares repletos de fauna y flora… Y de hongos, protozoos y bacterias. Nuestro planeta está lleno de vida. Buena prueba de ello es que, desafortunadamente, muchas especies se extinguen por nuestra culpa.

Los seres humanos del siglo XXI aún somos herederos del Eoceno. La fauna y la flora tropical que imperaba en casi todo el planeta en aquellos lejanos tiempos, hace unos 55 millones de años, aún está entre nosotros, aunque comprimida, compactada en un estrecho cinturón de 23 grados al norte y al sur del ecuador. Tenemos buena parte de la historia de la vida del planeta preservada en esa balsa de bosques y arrecifes. Muy pocas formas vivas han conseguido salir de aquel refugio de condiciones maternales: cálido y húmedo. ¡Y nosotros estamos aquí para verlo! Es absolutamente fantástico y está en nuestras manos que las generaciones futuras no digan de nosotros que fuimos los habitantes del pasado… ¡Aquellos afortunados!
Dudo que haya empresa más importante que preservar esa historia acumulada para que pueda ser contemplada y valorada como merece por nuestros descendientes. Incluidos los pueblos indígenas, últimos testigos de nuestro modo de vida ancestral, anterior a la intensificación de la agricultura. Una historia del planeta que, en diversas ocasiones, ha vuelto a arrancar casi desde cero por fenómenos naturales catastróficos.



2 comentarios:

  1. Un blog magnífic, Alejandro. Felicitacions i fins prompte!

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  2. Gràcies Pep, recorda enviarme el teu! Aferrades i fins prest!

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