martes, 31 de julio de 2012

Los hijos de los hijos de los hijos

La herencia genética de cada especie puede marcar pautas que, aunque tuvieron éxito en el pasado, quizá ahora resulten inadecuadas. No obstante, muchas especies cuentan con un cierto grado de flexibilidad genética y cultural que les permite desarrollar rápidamente nuevos hábitos con los que afrontar los cambios ambientales.

Nómadas del viento
¿Recordáis Nómadas del viento, aquella película francesa que triunfó en los cines en el año 2001? Estuvo incluso nominada para los Oscar al mejor documental. Iba narrando, con imágenes impactantes, la aventura de la migración de las aves a través de cuarenta países de la geografía mundial. Recuerdo una secuencia que me llamó especialmente la atención: unas cigüeñas blancas (Ciconia ciconia) posadas sobre las dunas del desierto del Sáhara. Puede que fuera algún artefacto debido al uso de aves troqueladas para la filmación, pero el caso es que me hizo pensar que los migrantes transaharianos de los últimos 6.000 años lo tienen mucho más crudo para sobrevivir a tamaña aventura que sus antepasados. Repasemos el curso histórico de los acontecimientos.
La actual era glacial comenzó hace unos 40 millones de años, en pleno Eoceno (segunda época del periodo Cenozoico), cuando Australia se separó de la Antártida. Se inició entonces la corriente circumpolar antártica que propició la formación de un casquete de hielo en el Polo Sur y puso punto final en el Hemisferio Sur a la larga edad dorada de clima tropical que imperaba en la mayor parte del planeta. Mucho después, a finales del Plioceno (último periodo del Cenozoico), hace unos 2’5 millones de años, el clima volvió a empeorar y dieron comienzo las glaciaciones pleistocenas del Cuaternario, que esta vez afectaron al Hemisferio Norte. Hace entre 80.000 y 10.000 años la Tierra estaba inmersa en el último (cuarto hasta la fecha) periodo de las glaciaciones cuaternarias, conocido como Würm. Imaginemos las cigüeñas que viviesen hace 80.000 años en centroeuropa. La mayoría de las que tuviesen el “lógico” –por económico– hábito de ser sedentarias debieron perecer con la llegada de los fríos extremos. Sin embargo, unos cuantos individuos con hábitos más aventureros optaron por una vía aparentemente suicida: embarcarse en un largo viaje rumbo al sur para huir del mal tiempo y de la escasez de comida asociada, una consecuencia de la variabilidad genética que existe en todas las poblaciones animales con reproducción sexual. Aquellos individuos acertaron casualmente y sobrevivieron, al contrario que el grueso de la población, que probablemente pereció. Sus hijos heredaron, necesariamente por vía genética, la tendencia a desplazarse hacia el sur después de la reproducción, así que también lograron sobrevivir y dejar descendencia. Las cigüeñas de hoy en día son las hijas de las hijas, de las hijas, de las hijas… de aquellas pocas cigüeñas fundadoras del exitoso hábito de migrar y siguen comportándose igual que sus lejanos ancestros, incluso aunque estemos inmersos desde hace 10.000 años en un periodo interglaciar de clima suave. Eso sí, en el marco general de una glaciación, de raíces eocenas y pliocenas, que aún mantiene casquetes de hielo en los dos polos del planeta.


Cigüeña blanca (Ciconia ciconia) en vuelo. La razón de que los seres vivos no tengan otro afán que perpetuarse se debe simplemente a que son hijos de los hijos, de los hijos… de individuos que tuvieron esa misma pulsión en el pasado. Los que no la tuvieron simplemente no dejaron descendencia y su recuerdo se perdió en el tiempo. Lo mismo puede decirse del hábito de emprender migraciones estacionales (foto: José Santamaría).

Pero, ¿siempre hubo allí un desierto?
Regresemos ahora a la secuencia cinematográfica de las cigüeñas posadas en las dunas del Sáhara. Cuando sus antepasados de hace 15.000 años migraban sobre aquel desierto, una buena parte del Sáhara, concretamente sus franjas norte y sur, eran auténticos vergeles de vida, lugares húmedos donde los pastores locales llevaba a abrevar el ganado junto a la megafauna africana. Esta situación cambió sustancialmente hace 6.000 años, debido al desplazamiento en latitud de los rodillos de aire húmedo que se sitúan sobre los trópicos. Aquellos vergeles pasaron entonces a formar parte del desierto, cuyo núcleo se remonta a unos 3-4 millones de años de antigüedad, de manera bastante coincidente con formación del istmo de Panamá. Desde entonces, la zona inhóspita es mucho más amplia.
Las cigüeñas del documental bien podrían estar transmitiéndonos la idea de que estaban haciendo un alto en el camino donde realmente tocaba, según su programación genética procedente del lejano pasado, si bien ahora carecería de sentido. Esta trampa evolutiva, la de seguir migrando aunque no sea tan necesario y sobre terreno que se ha vuelto inhóspito, debe causar una enorme mortalidad entre los migrantes, mucho mayor que la de antaño, lo que debe influir en su dinámica de poblaciones. Dado que los animales, aunque sigan sujetos a codificación genética, cuentan con un margen de plasticidad cultural (además de genética), hay cigüeñas que se quedan a pasar el invierno en las zonas de cría, como todos sabemos. De hecho, es una tendencia creciente y rápida a medida que el planeta se calienta y aumentan las fuentes alternativas de alimento invernal, como los basureros.
Dicha conducta, en principio aberrante, puede convertirse a la larga en adaptativa y ventajosa, si los individuos que se quedan acaban sobreviviendo más que los que migran y también si se reproducen mejor. A medida que el desierto del Sáhara se siga ensanchando hacia el norte y hacia el sur la ventaja de los sedentarios será cada vez mayor. Una vez más, los raros de hoy en día serán la norma del mañana (recuerda un poco al cuento del patito feo ¿no?). Los hijos de los hijos de los hijos de las cigüeñas sedentarias de hoy serán las poblaciones sedentarias del futuro y los raros serán los que migren. Poco a poco se va dando vuelta al guante hasta que todo está del revés, como pasa en geología, ya que ahora encontramos montañas donde antaño hubo lagos o mares.

Una travesía cada vez más larga
Explicaciones similares pueden aplicarse, por ejemplo, a un mosquitero musical (Phylloscopus trochilus) que nos encontráramos en una isla en medio del Mediterráneo. Para un pajarito de sólo 8 ó 9 gramos de peso descubrir las ventajas de la residencia permanente en un bosque europeo de este periodo interglaciar, crecientemente caliente, probablemente sea una ventaja a largo plazo.
Pero la carga evolutiva de repetir el camino migratorio de sus ancestros no es sólo propia de las aves, claro, sino que se repite en todos los taxones sujetos a largos desplazamientos periódicos. Es curioso, por ejemplo, que un linaje tan antiguo como el de las tortugas bobas (Caretta caretta) no haya descubierto todavía la trampa geológica en la que se halla inmerso. ¡Ojo! Detrás de ese descubrimiento se esconde todo el proceso darwiniano de selección natural que he descrito antes para las cigüeñas. Quizás un comportamiento menos flexible sea un seguro de permanencia a muy largo plazo, si los cambios son de corta duración y por tanto engañosos. El caso es que las tortugas bobas que llegan al Mediterráneo desde sus lejanas colonias de cría en el Caribe lo siguen haciendo porque la distancia entre ambos continentes era más corta en el pasado, antes de que el Atlántico se abriera más y más por los dictados de la deriva continental de los últimos 150 millones de años. Lo que antaño era un corto viaje ha terminado por convertirse hoy en una larga aventura.
El desplazamiento de las tortugas es menos costoso que el de las aves no planeadoras, ya que los quelonios se dejan arrastrar por las corrientes marinas. Tanto es así que cuando los juveniles penetran en el Mediterráneo se quedan atrapados en su interior, ya que la corriente de entrada es superficial pero la de salida es de fondo, debido a la mayor densidad del agua mediterránea. Por su parte las tortugas verdes (Chelonia mydas) emprenden un largo viaje de 2.000 kilómetros, desde Brasil hasta la pequeña isla de Ascensión (la más remota del mundo, en medio del Atlántico), para reproducirse. Un esfuerzo que también estaría relacionado con la antigua disposición de los bloques continentales.
Un caso similar al de las tortugas podría explicar la titánica migración de las angulas desde el mar de Los Sargazos, en el Caribe, hasta nuestras costas. No obstante, el linaje de las anguilas sólo se conoce por sus formas fósiles desde el Mioceno Superior, hace unos 10 millones de años, cuando Pangea ya estaba muy escindida por el océano Atlántico, así que puede que tenga otra explicación más relacionada con la disposición de las corrientes marinas. El origen del linaje de las tortugas marinas sí coincidiría con la apertura del Atlántico, ya que lo quelonios llevan 200 millones de años sobre el planeta. Además se conocen fósiles de tortugas marinas desde hace al menos 65 millones de años. En cualquier caso, ha quedado patente, una vez más, que pensar sobre el pasado es a menudo la clave para entender los aparentes sinsentidos del presente.

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