jueves, 25 de octubre de 2012

La intuición derrotada


Me acababa de comprar una bicicleta de montaña ese mismo día. Por la tarde, salí a estrenarla y a mitad de camino se me aflojó la tuerca del sillín. Era casi imposible pedalear sentado, ya que el asiento se inclinaba adelante y atrás a su antojo. Paré al llegar a una fuente, en medio de la nada, y al poner el pie en el suelo golpeé un objeto metálico cuyo característico sonido se dejó sentir al chocar contra una roca. Me agaché por curiosidad y descubrí, para mi sorpresa, que era ¡una llave fija oxidada justo del calibre que necesitaba para apretar la tuerca del sillín!

Ante experiencias reales como la esbozada en la entradilla, la mente humana tiende a pensar inmediatamente en la existencia de predestinaciones y destinos. No la culpo, es lo más intuitivo (en el sentido de explicar lo que percibimos antes de hacer uso del cerebro pensante) y lo más parsimonioso (el camino más fácil y económico). Pero, en la compleja naturaleza, las explicaciones intuitivas y sencillas rara vez resultan ser verdaderas. La manera científica de pensar cuando encontramos una aguja en un pajar es recordar cuántas veces hemos necesitado una solución inmediata a un problema y no ha llegado tan rápidamente. Es decir, para que el análisis sea correcto, en el modelo hemos de introducir tanto los ceros como los unos.

Un razonamiento similar podría explicar por qué parece que todo está dispuesto en este universo para permitir la existencia de vida, tal cual la conocemos, en el planeta Tierra. Pequeños cambios en los parámetros físicos universales harían de la vida un fenómeno imposible. Por eso hay cosmólogos que plantean como explicación que existen millones de sistemas planetarios donde la vida no puede desarrollarse e incluso múltiples universos, algunos de los cuales permiten la vida y otros no (1). Nosotros viviríamos en uno de ellos, precisamente en el que todos los parámetros son adecuados para la vida. Desde esta perspectiva –y sin dejar de ser un fenómeno absolutamente digno de admiración– la vida no tendría ningún secreto, pues sería algo inevitable. Cuando tenemos en cuenta los ceros, los unos dejan de parecer un milagro. Son eventos poco probables, pero pueden suceder.


Encontrarse una vieja llave oxidada, justo cuando más la necesitas, parece un golpe del destino o un acto de brujería. Pero la cosa cambia si pensamos en la de veces que hemos necesitado algo urgentemente y no lo hemos encontrado. En ciencia, los ceros son tan importantes como los unos.


Con lagartijas o sin ellas
Todo esto viene a cuento porque vengo pensando desde hace algún tiempo, quizás con mucho retraso, que las proposiciones de la ciencia son muy poco intuitivas, lo que podría explicar su difícil asimilación. Cuenta Darwin en su autobiografía que, de pequeño, ¡no se explicaba que todo el mundo no quisiera ser ornitólogo! Tal era su fascinación por la naturaleza. A mí, salvando el abismo, me ha pasado algo parecido con la ciencia. Pensaba que la explicación científica de la realidad era la intuitiva y que cualquiera estaría contentísimo con ella, dado su poder explicativo y la robustez del método empleado. Pero no siempre es así. Pensad, por ejemplo, en lo poco intuitivo que es imaginar, cuando observamos una puesta de sol, que no es nuestra estrella la que baja, sino que somos nosotros los que nos desplazamos hacia arriba respecto a la línea del horizonte. Tampoco es intuitivo reconocer que la vegetación no es en realidad de color verde. La clorofila absorbe todo el espectro de la luz menos el azul y el amarillo, cuyo reflejo combinado hace que parezca verde a nuestros ojos.

Pensando en la teoría evolutiva, creo que las tesis de Lamarck (aunque erróneas en sentido estricto) resultan mucho más intuitivas que las de Darwin. La idea de evolución por selección es muy sencilla (y correcta), pero tremendamente contraria a la intuición. Tuve ocasión de comprobarlo durante el Año Internacional Darwin de 2009, cuando di varias charlas sobre evolución por los institutos de enseñanza secundaria de las islas Baleares. A pesar de esforzarme en explicar el mecanismo evolutivo darwiniano de manera sencilla, poniendo ejemplos hasta la saciedad, no tuve la impresión de que todos los alumnos captaran el proceder pasivo de la selección natural, sino que la idea (errónea) de cambio proactivo de Lamarck seguía campando cómodamente en sus mentes.

Pero supongo que cada uno tendrá sus sesgos personales en este asunto tan subjetivo de la intuición. Yo, por ejemplo, reconozco que he tardado años en darme cuenta de que la ausencia de lagartijas en algunos islotes de las islas Columbretes (Castellón) puede explicarse tanto por haber escapado estos de la colonización, como por extinción diferencial debido a quién sabe qué contingencias históricas. Los islotes ahora vacíos pudieron haber estado poblados en el pasado, convirtiendo los unos en engañosos ceros. Aunque suene a trabalenguas, la ausencia de evidencia no es evidencia de la ausencia. Para ser concluyentes habría que explorar el registro fósil de dichas islas para ver si encontramos restos de antiguos pobladores, suponiendo que la probabilidad de preservación de huesos fósiles de lagartija sea alta en tales medios.

Medusa de la especie Pelagia noctiluca en aguas de las islas Baleares. Si no reparamos en ello, se diría que las tortugas marinas y las medusas que les sirven de alimento son estirpes coetáneas. Pero los cnidarios pueblan los mares desde hace 600 millones de años y los quelonios no aparecieron hasta 450 millones de años después (foto: Eduardo Infantes).

Un defecto muy humano
De todos modos, mi ejemplo favorito de intuición dudosa es la facilidad con la que pasamos por alto la profundidad del tiempo geológico y, en consecuencia, la historia de la vida. Cuando llegamos al mundo nos encontramos con un planeta abarrotado de vida, lo que nos transmite la falsa impresión de que siempre ha sido así o de que se ha dispuesto de ese modo para nosotros. Abrimos los ojos y vemos a las tortugas marinas comiendo medusas como si fueran estirpes coetáneas, cuando el origen de los cnidarios se remonta a unos 600 millones de años mientras que los quelonios no aparecieron hasta el Jurásico, es decir, 450 millones de años después. Además, en aquellos remotos tiempos las tortugas marinas no eran como las de hoy, sino que alcanzaban tallas enormes, posiblemente en respuesta a la presencia de otros reptiles depredadores gigantes. El caparazón de algunas de esas tortugas, como las del género Archelon, llegaba a medir cuatro metros de longitud, el doble del de una tortuga laúd actual, que es la mayor de nuestros mares.
Asimilar la profundidad del pasado no es nada intuitivo y hemos de estar eternamente agradecidos a los fósiles, ya sean petrificados o incluso vivos, como celacantos, nautilos, ginkgos, equisetos, cicas, tuátaras, cangrejos herradura, hoazines y un largo etcétera. Todos ellos nos permiten constatar, con manos y ojos incrédulos, que el planeta es muy antiguo y que los cambios no han hecho más que sucederse a través del tiempo. El linaje humano, por ejemplo, sólo lleva hoyando este planeta un par de millones de años. Y me refiero al género Homo, no a nuestra especie, el Homo sapiens, que apenas tiene unos 200.000 años de antigüedad. Para hacernos una idea, los antílopes del género Myotragus colonizaron a pie la isla de Mallorca hace cinco millones de años, tras la crisis del Mesiniense que desecó el mar Mediterráneo. Es decir, cuando ellas llevaban ya dos millones y medio de insularidad subtropical, ¡comenzaron a aventurarse los primeros australopitecos en las sabanas de África oriental! Así de poca cosa somos.

Culebras, vacas y establos
Tampoco es nada intuitivo pensar que todavía hay mamíferos que ponen huevos (como el ornitorrinco y el equidna), coníferas que pierden la hoja (como el alerce), pájaros que se orientan por ecolocalización (como los guácharos de Suramérica) y aves venenosas al estilo de los batracios (como el pitohui de Nueva Guinea). Algunas plantas se alimentan de carne, hay avecillas como los colibríes que vuelan como insectos, peces que vuelan y otros que cambian de sexo a lo largo de la vida. Y, sin embargo, a pesar de esa enorme diversidad de estrategias vitales, la gente prefiere imaginar fantasías como que las culebras maman leche de las vacas e incluso de las mujeres encintas. Así me lo contó una querida paisana del rural gallego, ya entrada en años: la señora Milagros de Fornelos de Montes, a la que tengo un gran cariño. Juraba y perjuraba que lo había visto con sus propios ojos muchas veces, la culebra trepando por las patas de la vaca y después mamando “mejor que un becerro”, según sus palabras textuales. Escuchándola, tan convencida, resultaba difícil dudar de su relato. Quizá las culebras acudían a los establos en busca del calor que desprende la paja en fermentación o los propios animales, pero nada más; las culebras son incapaces de succionar por la propia estructura de sus mandíbulas. Sin embargo, esta explicación científica no satisfaría a la señora Milagros ni a muchas otras personas, como sé que sucede con el argumento de los unos y los ceros con el que empezaba estas reflexiones para explicar la lógica de las casualidades.

Hay algo en nuestro cerebro que prefiere las primeras impresiones, no reflexivas, y eso convierte a la ciencia en una disciplina que va a contracorriente. A menudo pienso que los investigadores del presente tenemos mucha suerte de haber dejado atrás los tiempos del desdichado Giordano Bruno, condenado a la hoguera a los 52 años de edad por proponer, con toda la razón del mundo, pero en contra de la intuición general, que nuestro sol no es más que otra estrella de las muchas que pueblan el firmamento nocturno, lo que iba además en contra de las enseñanzas religiosas del momento. Quizá sea bueno tener presente que desentrañar la naturaleza y la razón de la cosas es una tarea ardua, en la que con frecuencia se confunden las causas y las consecuencias, y que conviene desconfiar por sistema de aquello que nos dicta el sentido común. Para bien o para mal, la naturaleza carece de sentido común y la intuición puede ser una consejera muy engañosa.


Bibliografía

(1) Bryson, B. (2004). Una breve historia de casi todo. RBA Editores. Barcelona.

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