Me acababa de comprar una bicicleta de montaña ese mismo día. Por la
tarde, salí a estrenarla y a mitad de camino se me aflojó la tuerca del sillín.
Era casi imposible pedalear sentado, ya que el asiento se inclinaba adelante y
atrás a su antojo. Paré al llegar a una fuente, en medio de la nada, y al poner
el pie en el suelo golpeé un objeto metálico cuyo característico sonido se dejó
sentir al chocar contra una roca. Me agaché por curiosidad y descubrí, para mi
sorpresa, que era ¡una llave fija oxidada justo del calibre que necesitaba para
apretar la tuerca del sillín!
Ante experiencias reales como la esbozada
en la entradilla, la mente humana tiende a pensar inmediatamente en la
existencia de predestinaciones y destinos. No la culpo, es lo más intuitivo (en
el sentido de explicar lo que percibimos antes de hacer uso del cerebro
pensante) y lo más parsimonioso (el camino más fácil y económico). Pero, en la
compleja naturaleza, las explicaciones intuitivas y sencillas rara vez resultan
ser verdaderas. La manera científica de pensar cuando encontramos una aguja en
un pajar es recordar cuántas veces hemos necesitado una solución inmediata a un
problema y no ha llegado tan rápidamente. Es decir, para que el análisis sea
correcto, en el modelo hemos de introducir tanto los ceros como los unos.
Un razonamiento similar podría explicar
por qué parece que todo está dispuesto en este universo para permitir la
existencia de vida, tal cual la conocemos, en el planeta Tierra. Pequeños
cambios en los parámetros físicos universales harían de la vida un fenómeno
imposible. Por eso hay cosmólogos que plantean como explicación que existen
millones de sistemas planetarios donde la vida no puede desarrollarse e incluso
múltiples universos, algunos de los cuales permiten la vida y otros no (1).
Nosotros viviríamos en uno de ellos, precisamente en el que todos los
parámetros son adecuados para la vida. Desde esta perspectiva –y sin dejar de
ser un fenómeno absolutamente digno de admiración– la vida no tendría ningún
secreto, pues sería algo inevitable. Cuando tenemos en cuenta los ceros, los
unos dejan de parecer un milagro. Son eventos poco probables, pero pueden
suceder.
Con lagartijas o sin ellas
Todo esto viene a cuento porque vengo
pensando desde hace algún tiempo, quizás con mucho retraso, que las
proposiciones de la ciencia son muy poco intuitivas, lo que podría explicar su difícil
asimilación. Cuenta Darwin en su autobiografía que, de pequeño, ¡no se
explicaba que todo el mundo no quisiera ser ornitólogo! Tal era su fascinación
por la naturaleza. A mí, salvando el abismo, me ha pasado algo parecido con la
ciencia. Pensaba que la explicación científica de la realidad era la intuitiva
y que cualquiera estaría contentísimo con ella, dado su poder explicativo y la
robustez del método empleado. Pero no siempre es así. Pensad, por ejemplo, en
lo poco intuitivo que es imaginar, cuando observamos una puesta de sol, que no
es nuestra estrella la que baja, sino que somos nosotros los que nos
desplazamos hacia arriba respecto a la línea del horizonte. Tampoco es
intuitivo reconocer que la vegetación no es en realidad de color verde. La clorofila
absorbe todo el espectro de la luz menos el azul y el amarillo, cuyo reflejo
combinado hace que parezca verde a nuestros ojos.
Pensando en la teoría evolutiva,
creo que las tesis de Lamarck (aunque erróneas en sentido estricto) resultan
mucho más intuitivas que las de Darwin. La idea de evolución por selección es
muy sencilla (y correcta), pero tremendamente contraria a la intuición. Tuve
ocasión de comprobarlo durante el Año Internacional Darwin de 2009, cuando di
varias charlas sobre evolución por los institutos de enseñanza secundaria de las islas Baleares. A pesar de esforzarme en explicar el mecanismo evolutivo darwiniano
de manera sencilla, poniendo ejemplos hasta la saciedad, no tuve la impresión
de que todos los alumnos captaran el proceder pasivo de la selección natural, sino
que la idea (errónea) de cambio proactivo de Lamarck seguía campando
cómodamente en sus mentes.
Pero supongo que cada uno tendrá
sus sesgos personales en este asunto tan subjetivo de la intuición. Yo, por
ejemplo, reconozco que he tardado años en darme cuenta de que la ausencia de
lagartijas en algunos islotes de las islas Columbretes (Castellón) puede
explicarse tanto por haber escapado estos de la colonización, como por extinción
diferencial debido a quién sabe qué contingencias históricas. Los islotes ahora
vacíos pudieron haber estado poblados en el pasado, convirtiendo los unos en
engañosos ceros. Aunque suene a trabalenguas, la ausencia de evidencia no es
evidencia de la ausencia. Para ser concluyentes habría que explorar el registro
fósil de dichas islas para ver si encontramos restos de antiguos pobladores,
suponiendo que la probabilidad de preservación de huesos fósiles de lagartija sea
alta en tales medios.
Un defecto muy humano
De todos modos, mi ejemplo favorito
de intuición dudosa es la facilidad con la que pasamos por alto la profundidad
del tiempo geológico y, en consecuencia, la historia de la vida. Cuando
llegamos al mundo nos encontramos con un planeta abarrotado de vida, lo que nos
transmite la falsa impresión de que siempre ha sido así o de que se ha
dispuesto de ese modo para nosotros. Abrimos los ojos y vemos a las tortugas
marinas comiendo medusas como si fueran estirpes coetáneas, cuando el origen de
los cnidarios se remonta a unos 600 millones de años mientras que los quelonios
no aparecieron hasta el Jurásico, es decir, 450 millones de años después.
Además, en aquellos remotos tiempos las tortugas marinas no eran como las de
hoy, sino que alcanzaban tallas enormes, posiblemente en respuesta a la
presencia de otros reptiles depredadores gigantes. El caparazón de algunas de
esas tortugas, como las del género Archelon,
llegaba a medir cuatro metros de longitud, el doble del de una tortuga laúd actual,
que es la mayor de nuestros mares.
Asimilar la profundidad del
pasado no es nada intuitivo y hemos de estar eternamente agradecidos a los
fósiles, ya sean petrificados o incluso vivos, como celacantos, nautilos, ginkgos,
equisetos, cicas, tuátaras, cangrejos herradura, hoazines y un largo etcétera.
Todos ellos nos permiten constatar, con manos y ojos incrédulos, que el planeta
es muy antiguo y que los cambios no han hecho más que sucederse a través del
tiempo. El linaje humano, por ejemplo, sólo lleva hoyando este planeta un par
de millones de años. Y me refiero al género Homo,
no a nuestra especie, el Homo sapiens,
que apenas tiene unos 200.000 años de antigüedad. Para hacernos una idea, los antílopes del género Myotragus colonizaron a
pie la isla de Mallorca hace cinco millones de años, tras la crisis del
Mesiniense que desecó el mar Mediterráneo. Es decir, cuando ellas llevaban ya
dos millones y medio de insularidad subtropical, ¡comenzaron a aventurarse los
primeros australopitecos en las sabanas de África oriental! Así de poca cosa
somos.
Culebras, vacas y establos
Tampoco es nada intuitivo pensar que
todavía hay mamíferos que ponen huevos (como el ornitorrinco y el equidna),
coníferas que pierden la hoja (como el alerce), pájaros que se orientan por
ecolocalización (como los guácharos de Suramérica) y aves venenosas al estilo
de los batracios (como el pitohui de Nueva Guinea). Algunas plantas se
alimentan de carne, hay avecillas como los colibríes que vuelan como insectos,
peces que vuelan y otros que cambian de sexo a lo largo de la vida. Y, sin
embargo, a pesar de esa enorme diversidad de estrategias vitales, la gente prefiere
imaginar fantasías como que las culebras maman leche de las vacas e incluso de
las mujeres encintas. Así me lo contó una querida paisana del rural gallego, ya
entrada en años: la señora Milagros de Fornelos de Montes, a la que tengo un
gran cariño. Juraba y perjuraba que lo había visto con sus propios ojos muchas
veces, la culebra trepando por las patas de la vaca y después mamando “mejor
que un becerro”, según sus palabras textuales. Escuchándola, tan convencida, resultaba
difícil dudar de su relato. Quizá las culebras acudían a los establos en busca
del calor que desprende la paja en fermentación o los propios animales, pero
nada más; las culebras son incapaces de succionar por la propia estructura de
sus mandíbulas. Sin embargo, esta explicación científica no satisfaría a la
señora Milagros ni a muchas otras personas, como sé que sucede con el argumento
de los unos y los ceros con el que empezaba estas reflexiones para explicar la
lógica de las casualidades.
Hay algo en nuestro cerebro que
prefiere las primeras impresiones, no reflexivas, y eso convierte a la ciencia
en una disciplina que va a contracorriente. A menudo pienso que los
investigadores del presente tenemos mucha suerte de haber dejado atrás los
tiempos del desdichado Giordano Bruno, condenado a la hoguera a los 52 años de
edad por proponer, con toda la razón del mundo, pero en contra de la intuición
general, que nuestro sol no es más que otra estrella de las muchas que pueblan
el firmamento nocturno, lo que iba además en contra de las enseñanzas religiosas del
momento. Quizá sea bueno tener presente que desentrañar la naturaleza y la
razón de la cosas es una tarea ardua, en la que con frecuencia se confunden las
causas y las consecuencias, y que conviene desconfiar por sistema de aquello que
nos dicta el sentido común. Para bien o para mal, la naturaleza carece de
sentido común y la intuición puede ser una consejera muy engañosa.
Bibliografía
(1) Bryson, B. (2004). Una breve
historia de casi todo. RBA Editores. Barcelona.
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