domingo, 20 de noviembre de 2011

Ese invento llamado conservación


La actual crisis de la biodiversidad se debe al efecto acumulado de nuestra actividad depredadora durante los últimos 100.000 años. Es obvio que, desde el advenimiento de la industrialización y la superpoblación humana, las tasas de depredación se han acelerado enormemente, pero es demasiado simple culpar sólo a los últimos decenios o siglos de historia. El cambio global tiene raíces mucho más profundas.

El invento de la conservación es una reacción in extremis. Ahora que le hemos visto las orejas al lobo –al lobo de una forma de vivir insostenible y al lobo de nuestra dudosa capacidad para persistir en el planeta– empezamos a reaccionar con medidas para controlar la tradicional rapacidad humana. Al parecer nunca antes en la historia de la humanidad hemos tenido nada semejante a unas normas estrictas de explotación no abusiva (“sostenible”) de la biosfera (1); excepto honrosas excepciones, claro (2). Nos comportamos como se comportaría cualquier otra especie animal o vegetal con nuestra capacidad de controlar la producción primaria del planeta. Lo que nos ha venido salvando hasta ahora de ser víctimas de nuestra propia rapiña es que éramos pocos y teníamos escasos medios a nuestro alcance. A veces también cuenta la casualidad, como cuando la depredación humana iba dirigida a pollos de aves longevas (verdaderos depósitos de grasa) más que a los adultos, lo que hubiera resultado insostenible a corto plazo.

El problema actual viene de seguir aferrándonos a unas normas que han funcionado bien durante milenios, con poblaciones humanas pequeñas, ahora que abarrotamos el mundo. Esas normas, tan prácticas antaño, nos llevan a quedarnos cada vez más solos, rodeados quizá de soja, ratas y cucarachas, nuestras especies asociadas de mayor éxito. Por ejemplo, seguro que os habéis planteado alguna vez por qué la Iglesia Católica se opone al control de la natalidad, incluso en contra de la mayoría de sus fieles. Mi respuesta racional particular forma parte de la explicación global que formulaba más arriba. Para una sociedad semita, pastora y nómada, que vivía en los desiertos de Oriente Próximo cuando fueron escritos los libros que componen el Viejo Testamento, era absolutamente deseable y adaptativo crecer y multiplicarse con celeridad. Esa regla tuvo éxito durante miles de años, pero no sirve cuando hay 7.000 millones de seres humanos sobre el planeta. Por tanto, seguir aplicando una norma válida para pequeñas poblaciones en un mundo superpoblado es sencillamente suicida. Pero reconocer que ya estamos en esa encrucijada y que se impone un cambio de normas parece complicado y lento de encajar.

Lo mismo sucede con la economía global. Como defendía Garret Hardin hace unas décadas en la llamada “tragedia de los comunes”, la explotación de un recurso comunitario con miras únicamente al beneficio personal lleva a la destrucción del recurso, con perjuicio tanto para el individuo como para la colectividad a largo plazo. A plazos más cortos se genera bipolarización y mientras unos pocos individuos monopolizan el recurso otros muchos padecen escasez. La “tragedia de los comunes” se parece sospechosamente a las consecuencias del sistema económico en vigor. Puede que no se dé en sociedades pequeñas, que nunca llegan a superar la capacidad de carga del sistema, pero en sociedades superpobladas como la nuestra es simplemente inevitable.

Ritmos de explotación
De todos modos, conviene aclarar que la denominada “sexta extinción en masa”, sólo atribuible a nuestra actividad sobre el planeta y no a alguna catástrofe de tipo geológico o astronómico, no se explica únicamente por nuestra reticencia a cambiar las normas y abandonar la falsa seguridad del pasado. Antes también nos pasábamos de la raya. A un ritmo infinitamente menor que el actual, pero nos pasábamos. Según Niels Eldredge, ese pasado se remonta a unos 100.000 años atrás, cuando nuestra especie salió del continente africano. Hablando con propiedad, una explotación sostenible es aquella en la que sólo se recolecta el excedente de reemplazamiento de una población. Si una población crece a un ritmo del 14% anual sería sostenible (podría mantenerse en el tiempo) cosechar hasta el 14% de sus individuos. No más. Ligeros excesos sobre este porcentaje de “sobrantes” no se notan en cortos periodos de tiempo, pero se van acumulando y su efecto aparece a largo plazo, al cabo incluso de cientos o miles de años. Pues bien, la crisis de la biodiversidad actual tiene sus raíces en ese pequeño exceso acumulado durante milenios.



Cráneos de Myotragus balearicus. En las islas es más patente el fenómeno de la extinción por causas humanas (Foto Pere Bover)
 Desde luego, el grado en el que nos hemos sobrepasado ha cambiado a lo largo del tiempo. Desde que salimos de África (100.000 años) hasta que inventamos la agricultura intensiva (10.000 años) el exceso debió ser reducido. Con la expansión de la agricultura el salto pasó a ser sustantivo y se mantuvo hasta la Revolución Industrial del siglo XIX. Después de la industrialización la depredación de recursos volvió a incrementarse y ha vuelto a hacerlo abruptamente en décadas recientes con la Revolución Tecnológica. Un buen ejemplo es el de la explotación del atún rojo en el Mediterráneo. La pesca tradicional con almadrabas se considera habitualmente sostenible, porque sabemos que viene siendo practicada desde hace unos pocos miles de años. Por tanto, se atribuye el riesgo de extinción comercial de la especie a la pesca abusiva, basada en la tecnología, de estas últimas décadas. No cabe ninguna duda de que la pesca altamente tecnificada es del todo insostenible, pero solemos pasar por alto que los atunes ya estaban de capa caída hacia los años ochenta del siglo pasado, antes de que esta nueva etapa diera comienzo. Así pues, la explotación internacional del atún rojo en el Mediterráneo podría ser la puntilla que remata velozmente a un toro ya herido por el estoque –y perdón por el símil taurino– tras miles de años de pesca continuada. En todo caso, es cierto que lo que antes nos llevaba siglos o milenios esquilmar ahora lo hacemos en cuestión de décadas y que tenemos acceso a regiones que habían estado libres de actividad humana, como las grandes profundidades abisales, o se habían visto muy poco afectadas, como las selvas tropicales. Digamos que nunca hemos sido maestros en sostenibilidad y que siempre hemos tratado de extraer del medio todo lo posible en función de los avances técnicos de cada época.

Todas las crisis de recursos se han solventado históricamente con una huída tecnológica hacia delante. Somos en esencia los mismos seres humanos, con las mismas intenciones, pero con la peligrosa salvedad de que hemos aumentado muchísimo en número y contamos con unos medios de explotación extraordinariamente eficaces. Normas válidas para la caza y la pesca hace siglos o milenios carecen de sentido hoy en día, con enormes poblaciones humanas que deben abastecerse y medios tecnológicos punteros a nuestra disposición.

La verdadera cuenta atrás
A fecha de hoy, los taxónomos han descrito 1.750.000 especies y se estima que puede haber sobre el planeta entre 15 y 30 millones de especies. Aunque cada año se clasifican unas 25.000 especies nuevas para la ciencia (es decir, para el conocimiento humano acumulado), podemos estar destruyendo unas 30.000 en el mismo periodo de tiempo, la mayor parte antes de que lleguen a ser siquiera descritas. Aunque las cifras marean, todavía hay quien piensa que podrían ser mucho mayores.

Si damos por buena la estimación de 15 millones de especies vivientes, a ese ritmo de destrucción en diez años habrán desaparecido 300.000, en cien años 3 millones y en quinientos años 15 millones. O sea, ¡casi todas! Así de serias son las cosas. Puede que la crisis de la biodiversidad no llegue a afectarnos a nosotros, a nuestros hijos o a nuestros nietos, pero ¿qué son unos cientos de años? Nada. Estamos sembrando una catástrofe para nuestra propia especie a la vuelta de unos pocos siglos.

En cualquier caso todas estas estimas,  basadas en experimentros de fumigación de Terry Erwin, miembro de la Smithsonian Institution de Washington, en las selvas tropicales americanas, tienen un grado de incertidumbre enorme. Lo único que sí podemos decir con toda certeza es que estamos haciendo desaparecer selva tropical a un ritmo inaudito (unos 2 millones de hectáreas en la Amazonía brasileña anualmente entre 1990 y 2009) y que los trópicos concentran el grueso de la diversidad del planeta, por lo que, en mayor o menor grado, nuestra afección es mayúscula sin duda.

Durante los últimos 500 millones de años se han sucedido cinco grandes extinciones masivas. Nos han servido para marcar fronteras temporales a finales del Ordovícico, del Devónico, del Pérmico, del Triásico y del Cretácico. Todas se debieron a factores no relacionados con otras formas de vida. La peor fue la del Pérmico, hace unos 245 millones de años, cuando el 54% de todas las familias existentes se extinguieron. Imagino que los humanos no llegaríamos a tales extremos, ya que nuestra supervivencia como especie probablemente sea imposible con un grado de destrucción mucho menor. Para encontrar un episodio de extinción masiva con causa biológica hay que remontarse a los albores de la vida en nuestro planeta, varios miles de millones de años atrás, cuando las algas unicelulares que inventaron la fotosíntesis contaminaron la atmósfera terrestre con oxígeno y acabaron con la mayor parte de las especies anaerobias existentes hasta entonces.

En fin ¿qué más se puede decir? Somos una especie de reciente aparición, con sólo unos 200.000 años de historia a nuestras espaldas, y gracias a nuestra extraordinaria sapiencia nos las hemos ingeniado para poner en jaque a la diversidad biológica del planeta entero, que representa una historia acumulada, única e irrepetible, de miles de millones de años. No está mal para lo que fue una pequeña población marginal de primates bajados a la fuerza de los árboles de una selva tropical que se desvaneció por causas naturales hace poco más de dos millones de años en el África oriental. Parece que, después de todo, ser tan inteligentes no resulta adaptativo a largo plazo.

El movimiento a favor de la conservación, la solidaridad con los habitantes del futuro cercano, del que todos nosotros somos parte activa de una u otra manera, parece ser una esperanza. Una esperanza pequeñita, pero una luz al final del túnel en cualquier caso. Y siempre vale más tarde que nunca. Esperemos que se expanda en el futuro como un virus altamente contagioso, que se multiplique como una cepa de bacterias bien alimentada y que nuestros tatarabiznietos sigan teniendo la oportunidad de sentirse parte de esta hermosa aventura de la vida, que se remonta a una muy lejana noche de los tiempos.

(1) Boyd, R. 2008. Does an evolutionary perspective help understand environmental degradation? Trends in Ecology and Evolution 24: 71-72.
(2) Arrieta, J.M., Arnaud-Haond, S. and Duarte, C.M. 2010. What lies undeerneath: Conserving the oceans' genetic resources. Proceedings of the National Academy of Sciences 107: 1838-18324.

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