viernes, 18 de noviembre de 2011

Avanzar desacelerando

En el cuaderno 290 de Quercus, publicado en abril de 2010, desarrollaba la idea de la generación de innovaciones evolutivas mediante cambios en la función de estructuras o genes ya preexistentes. La misma idea –transferencia o metamorfosis de función– fue explicada con mayor detalle por Carlos M. Herrera en el número 293, correspondiente a julio de 2010. Hoy vuelvo por esos pagos para rendir homenaje a un apasionante mecanismo que genera materia prima para grandes cambios evolutivos mediante el reciclaje o la reutilización de estructuras heredadas de nuestros ancestros, simplemente mediante una alteración en los ritmos de desarrollo.

Darwin y Wallace, Wallace y Darwin dieron sin duda en el clavo al postular su teoría de evolución por selección natural. Por muy obvia que nos parezca ahora, hasta mediados del siglo XIX la humanidad no fue capaz de formular una explicación racional a la enorme diversidad de formas vivas que pueblan el planeta. Sin embargo, estos dos grandes naturalistas carecían de la abundante información genética y embriológica acumulada en los últimos 150 años. Pero, incluso si tenemos en cuenta todos esos avances, Darwin y Wallace siguen invictos a la hora de explicar la micro-evolución, los cambios adaptativos que se producen en el interior de las poblaciones locales.
No obstante, al extrapolar su lento mecanismo de acumulación gradual de cambios genéticos para explicar la macro-evolución (la evolución de las especies) otros procesos que cuentan con mayor apoyo de las evidencias quedaban un tanto al margen, como es el caso de la metamorfosis de función (ya propuesta por el propio Darwin como alternativa a la aparición de órganos irreductiblemente complejos). Lo cual, dicho sea de paso, no resta valor a la selección natural, ya que lo único que hace es matizar el ritmo (rápido/lento) y el modo (continuo/puntuado) del cambio en los linajes evolutivos por selección natural.

Salamandras adultas con rasgos juveniles
Juvenil de gallipato (Pleurodeles waltl) Foto: Vicente Sancho
A la hora de generar grandes novedades evolutivas los caminos de la vida son a veces sorprendentemente sencillos. Aunque, claro está, es fácil hablar a toro pasado, reconstruyendo las rutas de la historia. En un libro ya antiguo, Ontogenia y filogenia (1), quizá de los menos conocidos pero probablemente de los mejores del autor, Stephen Jay Gould desarrolla la idea que hoy me servirá de hilo conductor en estas reflexiones. Es tan sencilla como hermosa: la propia “ontogenia” (es decir el proceso de desarrollo de un organismo desde el óvulo fecundado hasta el estado adulto) puede ser fuente de innovaciones filogenéticas (es decir, de nuevos taxones que van desde la especie a otras categorías “superiores”). ¿Qué quiere decir todo esto exactamente? Imaginemos el proceso de ontogénesis de una rana. Para pasar del estado de huevo al de adulto ha de transitar antes por el estado juvenil de renacuajo o larva. Si por alguna razón se diera un cambio, de tal modo que el estadio juvenil ralentizara su desarrollo somático respecto al germinal, de modo que alcanzase la madurez sexual conservando su apariencia larvaria, tendríamos de golpe una novedad evolutiva: una rana adulta, pero con cola de renacuajo.


Adulto de gallipato. Foto:Vicente Sancho 
Pues bien, este mecanismo es el que dio lugar a la salamandras mexicanas conocidas como ajolotes (Ambystoma mexicanum). En cierta manera, podría decirse que los ajolotes son anfibios sin terminar. Pero también podríamos darle la vuelta a la tortilla y preguntarnos ahora cómo sería un ajolote si se desbloquease ese interruptor del desarrollo. De hecho, algunos investigadores dieron ese paso hace ya muchas décadas (2). En concreto, tal experimento fue llevado a cabo de forma independiente en Alemania y en el Reino Unido, inyectando hormonas de crecimiento a un ajolote. El resultado fue una “salamandra adulta” nunca vista hasta entonces. Si esa inyección de hormonas se hubiera producido de manera espontánea el resultado hubiera sido una nueva especie que quizá representase un nuevo género. Es curioso cuán lejana resulta esta visión de la ontogenia, como generadora de novedades, con respecto al clásico concepto de recapitulación de Haeckel, según el cual el desarrollo embrionario es un recorrido por las diferentes etapas de la historia filogenética de cada organismo. También es sorprendente lo contrapuesto a esta idea que resulta el concepto evolutivo de la Reina Roja, que postula que las especies han de estar cambiando continuamente para poder quedarse en el mismo sitio, una imagen que Leigh Van Valen tomó prestada de Alicia a través del espejo de Lewis Carroll. En realidad, mediante la neotenia uno logra avanzar reduciendo el ritmo de desarrollo, siempre y cuando esa desaceleración no incluya también a los procesos reproductivos, claro.

El primate que nunca crece del todo
Pero la neotenia (es decir, la retención de caracteres somáticos juveniles de nuestros ancestros por retraso en el desarrollo) también está detrás de nuestro origen como especie. Tanto los rasgos faciales como la inagotable curiosidad de los humanos proceden en realidad de la retención de características juveniles de los extintos ancestros que compartimos con chimpancés y bonobos, caracteres que hemos adquirido por un retraso en el desarrollo. En otras palabras: el más adulto de los humanos no deja de ser un niño (o una niña). Eso sí, un niño o una niña capaces de reproducirse.
Otras pruebas de nuestra neotenia por retardo en el desarrollo son, al menos, los siguientes rasgos: una cara de perfil aplanado, la escasez de pelo, la forma del oído externo, la posición central del foramen magnum, el peso relativamente elevado del cerebro, la persistencia de suturas craneales hasta una edad avanzada, la estructura de la mano y del pie, la forma de la pelvis, la posición centralmente orientada del canal sexual en las mujeres, la ausencia de cresta craneal y de arcos supra-oculares pronunciados, la delgadez de los huesos craneales, el pequeño tamaño de los dientes, la tardía aparición de nuestra dentadura, la no rotación del dedo pulgar del pie, el prolongado periodo de dependencia infantil y de crecimiento, nuestro gran tamaño corporal, nuestra alta longevidad o nuestra tardía edad de maduración sexual (1).
De vuelta al experimento de los ajolotes, esas singulares salamandras mexicanas, algunos autores han llegado a sugerir que los chimpancés y los gorilas actuales son en realidad gráciles y robustos australopitecos (3), respectivamente, que continuaron su interrumpido desarrollo y llegaron a dar formas no neoténicas. La imaginación vuela rápidamente para imaginarse a qué daría lugar nuestra especie si tal cosa sucediese. Probablemente revertiéramos a un estado cuadrúpedo, propio de nuestros ancestros, similar al de gorilas y chimpancés, nuestro cráneo sufriría numerosos cambios, quizá perdiéramos la capacidad de hablar y nuestro cuerpo se cubriría de abundante pelo. En definitiva, surgiría rápidamente una nueva especie que no nos resultaría nada atractiva. Esperemos que nunca se le ocurra a nadie manipular a los seres humanos de esa manera, más allá del ejercicio intelectual de Aldous Huxley en algunas de sus novelas (4), quien por cierto estaba bien informado de las correrías de su hermano mayor Julian.

Concluyendo
Por último, es fundamental resaltar que toda esta colección de rasgos neoténicos que caracteriza al ser humano no es sólo un subproducto de la heterocronía (cambios en la velocidad del desarrollo somático en relación al germinal, ya sean desaceleraciones o aceleraciones), sino que tiene un enorme valor pre-adaptativo. O, mejor dicho, un enorme valor exaptativo o co-optativo, entroncando con el lenguaje de los artículos anteriores. Proporciona una materia prima inestimable para la aparición de innovaciones evolutivas por cambio de función.
Por ejemplo, el bipedismo, de tan alto valor adaptativo en la historia de nuestra especie y que llevó a la evolución del cerebro por liberación de las manos para el uso de herramientas, no hubiera sido posible sin la disponibilidad previa de varios de estos rasgos neoténicos. Como decía Gould, si algo hay de esencial en la naturaleza humana es el lento progreso del curso de nuestras vidas.
En realidad, este mecanismo no es sólo un fenómeno accidental propio de ajolotes y humanos, sino que parece encontrarse detrás de la evolución de numerosos taxones zoológicos, incluido el propio subfilum de los vertebrados, por lo que debe considerarse uno de los principales motores de la evolución, capaz de generar innovaciones de manera relativamente rápida y no gradual, que quedarían sujetas a la acción posterior de barrido por la selección natural.

Agradecimientos
A Carlos M. Herrera, por sus atinados comentarios.

Bibliografía

(1) Gould, S.J. (1977). Ontogenia y filogenia. Editorial Crítica. Barcelona.
(2) Huxley, J. y De Beer, G.R. (1934). The elements of experimental embryology. Cambridge University Press. Cambridge (UK).
(3) Gribbin, J. y Cherfas, J. (1982). The monkey puzzle. The Bodley Head. London.
(4) Huxley, A. (1987). Viejo muere el cisne. Seix Barral. Barcelona.

No hay comentarios:

Publicar un comentario