martes, 22 de noviembre de 2011

Desde un Cadillac sin frenos


A partir de que la humanidad abandonara la caza y la recolección como principal estrategia para obtener alimento, las presiones ejercidas sobre los recursos naturales han ido en aumento. Nuestra capacidad para transformar el entorno es más rápida que nunca. Ahora nos enfrentamos además a un nuevo escenario dominado por el cambio climático, que no sabemos bien a donde nos lleva.

En la Odisea de Homero una de las peripecias más dificultosas de los navegantes griegos fue el encuentro con Polifemo, en la isla de los cíclopes. Sólo la astucia de Odiseo les permitió escapar de la cueva del monstruo de un solo ojo. Curiosamente, el mito de Polifemo podría atribuirse a que perdurara en la tradición oral la presencia de elefantes enanos en Sicilia hasta el Neolítico (1). En realidad, todas las grandes islas mediterráneas como Chipre, Malta, Córcega, Cerdeña, Sicilia e incluso otras de menor tamaño contaban hasta entonces con versiones enanas de la megafauna paleolítica, previamente extinguida en el continente con ayuda del hombre a lo largo del Pleistoceno. Sin embargo, estos últimos bastiones isleños de la megafauna europea, similar a la que aún perdura en las sabanas africanas, llegaron rápidamente a su fin con la irrupción de nuestra especie.

En tiempos más recientes, un papel parecido al de las islas mediterráneas lo ha jugado el desierto del Sahara, debido a su difícil acceso. Si bien en época romana se capturaban fieras en el norte de África para alimentar a los hambrientos anfiteatros, la megafauna norteafricana acabó siendo extinguida casi por completo a lo largo de estos últimos 2.000 años de historia. Salvo en las arenas del desierto, donde subsistió hasta los años cincuenta del siglo pasado. Como nos recuerda José Antonio Valverde en sus memorias (2), la llegada del coche al desierto representó el final del oryx, del antílope mohor y del addax, así como de avestruces, hienas y guepardos, especies que poblaban el Sahara hasta entonces. De toda esta gran fauna, en el Sahara occidental hoy tan solo sobreviven pequeños grupos de gacelas dorcas que, por su escasa talla, resultaron menos apetecibles y más difíciles de localizar.

El pueblo saharaui conserva aún su interés histórico por la carne de aquella megafauna, sustituida ahora por dromedarios, importados desde Arabia durante la expansión medieval del islam. No obstante, todavía son deseables las pocas hubaras y gacelas que subsisten, mientras que los animales de pequeña talla carecen de importancia cinegética para los antiguos nómadas del Sahara Occidental. La megafauna marina de la zona, con la foca monje a la cabeza, se ha salvado en gran medida de la escabechina porque los nómadas del desierto llegaron al mar muy recientemente y, por lo tanto, los pescadores no han desarrollado la tradición de perseguir a sus competidores. Todo esto resulta difícil de entender para un pueblo como el nuestro, que perdió contacto con la mayor parte de la megafauna hace milenios y desarrolló toda una economía de subsistencia en torno a pequeñas y abundantes presas como el conejo, la liebre, la perdiz, la codorniz o la paloma. Para la especie humana, capaz de idear armas de caza sofisticadas, probablemente haya sido más eficiente perseguir a las especies de mayor tamaño y, dentro de ellas, a los individuos más grandes, lo cual no es común entre los depredadores apicales terrestres y marinos, que suelen dirigirse hacia las tallas modales, las más abundantes en cualquier población, por pura economía. Quizá por eso seguimos fantaseando con las tallas y aún tiene tirón la caza y la pesca de trofeos.

Avidez humana
Durante los últimos 40.000 ó 50.000 años no hemos dejado de extinguir una megafauna tras otra, a medida que íbamos colonizando nuevos territorios (3, 3'). Allí donde llegamos, arrasamos (especialmente en las islas), o damos el puyazo final a faunas en decadencia. Tras acabar con la gran fauna terrestre le llegó el turno a los recursos marinos. Por ejemplo, cuando se descubrió la riqueza del banco sahariano, allá por los años cincuenta del siglo XX, las flotas internacionales acudieron a la llamada del oro y en sólo unas décadas sobreexplotaron las poblaciones de besugos, merluzas, corvinas, sepias, pulpos, sardinas, calamares, caballas, langostas, jureles y alachas (4). La imagen que acompaña a estas líneas muestra a uno de los aproximadamente cien barcos de las flotas de arrastre y cerco varados en la bahía de Cansado (Mauritania), tras arrasar los recursos marinos disponibles. La visión de estos cadáveres de hierro refleja de forma sobrecogedora el proceder de nuestra especie ante los recursos naturales: explotar sin control hasta la extenuación, confiando en que una innovación tecnológica nos sacará de apuros. Hoy en día faenan en el banco sahariano, entre Nouadhibou (Mauritania) y cabo Bojador (al sur de El Aaiún), unos 300 barcos de arrastre dotados de congeladores, que tienen como objetivo principal los cefalópodos (sepias, calamares, chopitos, pulpos). Estos barcos calan entre diez y doce arrastres al día, en contraste con los dos o tres del Mediterráneo, y generan unas 1.000 toneladas diarias de descartes en un área de 225.000 kilómetros cuadrados (un rectángulo de 750 x 300 kilómetros). Incluso la pesca artesanal, a bordo de coloridos cayucos de origen senegalés, ha seguido el mismo patrón que las flotas industriales. En 1998 se capturaban unas 40.000 toneladas anuales de pulpo mediante la importada técnica de la pulpera, mientras que hoy en día ya sólo se pueden extraer unas 7.000 u 8.000 toneladas, a pesar de que el número de barcas no ha dejado de aumentar.

Antiguo barco pesquero varado en la bahía de Cansado (Mauritania). Durante la segunda mitad del siglo XX una numerosa flota internacional se consagró a la tarea de diezmar el muy productivo banco sahariano (foto: X. Carlos Brito).

Cambio obligado
Pero la innovación técnica más relevante de nuestra historia reciente ha sido sin duda la agricultura. Al parecer, nuestra especie conocía la horticultura a pequeña escala (probablemente practicada por mujeres) pero hasta la extinción de la megafauna pleistocena no nos vimos forzados a intensificar el cultivo de plantas para sobrevivir. El hombre del Paleolítico vivía en pequeñas tribus redistribuidoras, sin jefes, recolectando y cazando, manteniendo en números sostenibles el tamaño de los grupos mediante infanticidio y guerras. El abandono de esta vida simple y bastante contemplativa vino motivada por el cambio climático que delimita el final de la última glaciación cuaternaria y da origen al Holoceno. De hecho, algunos autores sugieren que el Génesis no es otra cosa que la narración, por los pueblos semitas de hace 5.000 años, del tránsito de la caza-recolección-horticultura a la agricultura y ganadería a gran escala, de nuestro abandono del “paraíso”, del comienzo del trabajo intensivo y, con ello, de gran parte de lo que caracteriza a las sociedades humanas actuales: las clases sociales, el reparto del trabajo, la propiedad privada, las enfermedades infecciosas y las religiones basadas en la figura masculina o en el sol.

En nuestro descargo cabe reseñar que no hicimos ese tránsito por gusto. Durante decenas de miles de años vivimos de una manera sostenible que nos vimos forzados a abandonar al escasear la proteína animal. De hecho, algunos pueblos, como los aztecas del actual México, desarrollaron religiones caníbales, como adaptación a esta escasez de alimento de origen animal (5).

Una nueva tesitura
Tras 10.000 años de cultura agrícola y ganadera, hemos provocado cambios enormes en el paisaje y en la composición de las comunidades, ya sean animales o vegetales, si bien no siempre con pérdida absoluta de diversidad. Por ejemplo, los mosaicos paisajísticos del mediterráneo posiblemente han incrementado la diversidad regional en muchos lugares (1). Finalmente, con el advenimiento de las revoluciones industrial y tecnológica estamos abandonando un sistema de vida que se ha demostrado funcional y sustentable durante los últimos miles de años, para embarcarnos en una aventura llena de incógnitas. Dice Joaquín Sabina, en una de sus canciones, que vivimos en unos tiempos veloces como un Cadillac sin frenos, y no le falta razón. Vamos a toda vela con rumbo desconocido. Es cierto que siempre hemos explotado nuestro entorno hasta la extenuación, excepto en casos contados (6), pero si antes íbamos andando, o sobre carros tirados por bueyes, ahora nos movemos a una velocidad endiablada. Avanzamos improvisando a cada paso, sin modelo alguno de referencia, y fingiendo que lo tenemos todo bajo control porque confiamos en que la tecnología aporte soluciones para todos nuestros problemas una vez más.

Un cambio climático en el final del Pleistoceno nos sacó del “paraíso terrenal” y nos llevó a construir este mundo superpoblado y estratificado en el que vivimos. Sabemos que las anomalías climáticas que se han sucedido en los últimos miles de años (ya en el Holoceno) se correlacionan muy bien con periodos de malas cosechas, hambrunas, guerras y caídas de la población (7). Ahora vivimos de nuevo un momento singular de nuestra historia, ya que iniciamos nuestra andadura por otro periodo de anomalía climática. Todo lo aprendido del pasado, gracias a la actividad científica, debería ponerse sobre la mesa para no repetir los mismos errores y para que no se paguen tan altos precios. De momento, convendría no subestimar las consecuencias que tendrá dicha anomalía climática y levantar el pie del acelerador de nuestro descontrolado Cadillac, aunque sólo sea porque yendo despacio se ven venir los obstáculos y se encajan mejor los golpes. Me pregunto si sabremos ser tan astutos como el intrépido Odiseo o no.


Bibliografía

(1) Blondel, J. (2007). On humans and wildlife in Mediterranean islands. Journal of Biogeography. Disponible en DOI: 10.1111/j.1365-2699.2007.01819.x.
(2) Valverde, J.A. (2004). Memorias de un biólogo heterodoxo, 3: Sahara, Guinea y Marruecos. Quercus, V&V. Madrid.
(3) Flannery, T. (2002). The eternal frontier: an ecological history of North America and its peoples. Grove/Atlantic, Inc. Melbourne (Australia).
(3') Burney, D.A. y Flannery, T.F. (2005). Fifty millennia of catastrophic extinctions after human contact. Trends in Ecology and Evolution 20: 395-401.
(4) González, L.M. y M’Barek, H.O. (2004). Un recorrido por la historia natural del Guerguerat y la península de Cabo Blanco. Ministerio de Medio Ambiente. Madrid.
(5) Harris, M. (1987). Caníbales y reyes. Alianza Editorial. Madrid.
(6) Diamond, J. (2006). Colapso: por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen. Debate. Madrid.
(7) Zhang, D.D. y otros autores (2007). Global climate change, war, and population decline in recent human history. Proceedings of the National Academy of Sciences, 104: 19.214-19.219.

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