martes, 22 de noviembre de 2011

Las apariencias engañan


Hay hábitats que son buenos y que ofrecen pistas de calidad, digamos, pistas honestas. Estos ambientes se llaman zonas fuente, porque en ellas el balance neto entre los factores que tienden a aportar individuos a una población (natalidad e inmigración) y a restarlos de ella (la mortalidad y la emigración) es positivo. Son el sitio perfecto donde estar si lo que quieres es maximizar tu eficacia biológica. Hay también hábitats que son malos y que ofrecen pistas indicadoras de baja calidad igualmente honestas. Estas zonas se llaman sumideros; son malos sitios donde estar pero si se va a ellas no es al menos por engaño, sino porque no hay otro remedio, porque las circunstancias fuerzan a ello (p.ej. por saturación de los hábitats buenos). Por el contrario hay hábitats buenos que ofrecen pistas de calidad engañosas; vaya, que parecen malos a primera vista, normalmente debido a cambios rápidos en muchos casos atribuibles a la acción humana. Estas zonas se llaman “recursos infravalorados” porque, a pesar de su alta calidad, no suelen ser escogidos (1). Finalmente hay hábitats que son malos de verdad pero que ofrecen pistas falsas indicadoras de gran calidad, lo que los hace parecer buenos a primer golpe de vista debido, habitualmente, a la introducción por parte de nuestra especie de elementos de confusión. Estos hábitats se llaman “trampas ecológicas” y son un caso particular de un fenómeno más amplio conocido como “trampas evolutivas”. Lo ecológico siempre anida dentro de lo evolutivo. Para que un hábitat cumpla estrictamente la definición de trampa ecológica, un individuo debe tener la posibilidad de escoger entre un hábitat bueno y uno malo y, a pesar de ello, hacer una mala selección, debido a las pistas engañosas. Y además este individuo ha de experimentar una reducción de su eficacia biológica, ya sea por problemas en la supervivencia o en la reproducción a consecuencia de su elección. Las trampas ecológicas actúan, en efecto, a escala del individuo pero pueden acabar teniendo consecuencias a escala de la población, si muchos o todos los individuos de la población caen en la trampa. Un caso ilustrativo de trampa ecológica viene de un estudio que realizamos recientemente (2) en el que probábamos que las fochas comunes prefieren los acotados de caza de aves acuáticas de la Comunidad Valenciana frente a los humedales sin caza, fundamentalmente porque el aporte suplementario de comida (cantidades industriales de grano de diversos tipos) por parte de los cazadores les hace percibir los cotos cinegéticos como sitios de alta calidad, sin serlo realmente ya que a menudo el engaño les cuesta la vida. Y lo que es más, debido a que las fochas comunes y las fochas cornudas gustan de agruparse en bandos mixtos en invierno, las minoritarias cornudas, procedentes de un proyecto local de reintroducción de la especie, acaban muriendo también a manos de los cazadores. En este caso la trampa ecológica interactúa con una carga evolutiva (la formación invernal de bandos mixtos) para complicar aún más las cosas y generar un grave problema de conservación. Aportar grano para cazar acuáticas es, por tanto, jugar con demasiada ventaja (algo así como pescar de noche con luz) y, de hecho, es una actividad prohibida en numerosos países, e incluso en alguna comunidad autónoma del estado español como Andalucía. Poner ejemplos de un “recurso infravalorado” es más complicado, ya que este concepto ha sido recientemente propuesto y los ecólogos andan ahora a la caza y captura de este tipo de situaciones. Pero quizás el mejor ejemplo sea el de un espantapájaros en un campo de trigo. Las apariencias engañan. La presencia del tradicional espantapájaros difunde un mensaje de riesgo que es falso en última instancia ya que el cereal está perfectamente accesible a pesar del guardián de pega.

Las fochas comunes caen en una trampa ecológica al acudir a los acotados de caza donde se aportan enormes cantidades de grano para atraerlas y cazarlas. A su vez las fochas cornudas son víctimas de la caza al agruparse en invierno en bandos mixtos con las comunes debido al lastre evolutivo del gregarismo (Foto internet).

Del tiempo ecológico al evolutivo

El caso es que errores de percepción a la hora de leer las pistas de la naturaleza, similares a los antes descritos, podrían tener lugar a escalas de tiempo más largas y afectar no ya a la pervivencia de poblaciones sino de especies. En lo que llevamos de Holoceno (los últimos 10.000 años) se han sucedido unas 15 anomalías climáticas, ya sean enfriamientos o calentamientos del planeta. Casi se diría que las subidas y bajadas de temperatura, en periodos de varios siglos de duración, son la norma más que la excepción mirado con perspectiva. Las últimas anomalías fueron el óptimo climático medieval, que duró desde el siglo IX al XIII, y el posterior enfriamiento conocido como “Pequeña Edad del Hielo”, que se extendió desde el siglo XIV a mediados del XIX. Todos los neveros naturales que ahora se derriten en nuestras montañas, con el actual calentamiento (en mayor o menor proporción causado o coadyuvado por la actividad industrial humana), se formaron durante ese periodo frío y no son, por tanto, reliquias de la última glaciación cuaternaria que asolara gran parte del hemisferio norte durante casi 100.000 años. El caso es que las anomalías del Holoceno duran sólo unos cientos de años y bien pudieran actuar como pistas falsas de cambio climático a largo plazo. Si una especie, de corta vida y rápida tasa de multiplicación, se adaptase con celeridad a las nuevas condiciones de enfriamiento o calentamiento, en previsión de un serio recrudecimiento del clima, se equivocaría, al regresar a corto-medio plazo las condiciones originales o dirigirse el clima de manera decidida en dirección contraria. Durante la Pequeña Edad del Hielo, cuando el hemisferio norte se enfrió algo menos de un grado centígrado, muchas montañas de la Península e islas Baleares, y especialmente las montañas prelitorales valencianas, se llenaron de estructuras arquitectónicas, impresionantes para la época, conocidas como neveros artificiales, cavas, pou de neu, pou de gel, pozos neveros o ventisqueros (hoy las llamaríamos “fábricas”). Nacieron con el objetivo de acumular nieve y convertirla en hielo con destino a la medicina (por ejemplo para el tratamiento de fiebres causadas por el entonces común paludismo o por el cólera), la conservación de alimentos (especialmente del pescado desestibado en las lonjas costeras) o la fabricación de helados. En la imagen que acompaña estas líneas se ven las ruinas de uno de estos pozos de nieve que hablan de un breve pasado de gloria que tocó a su fin. La defunción de esta actividad tradicional (que quizás no tuvo mayores repercusiones económicas gracias a la coincidencia del final de la etapa fría con el comienzo de la revolución industrial) se suele atribuir a la invención de los modernos electrodomésticos pero, en honor a la verdad, habría que añadir que, aún en ausencia de neveras eléctricas, los neveros de las montañas habrían perdido su sentido a primeros del siglo pasado porque la Pequeña Edad de Hielo había tocado a su fin y ya no había nieve abundante que almacenar. Me tomo la libertad de emplear esta metáfora porque los esqueletos de los neveros ilustran muy gráficamente cómo una “adaptación” (en este caso cultural) puede acabar resultando una estrategia fallida debido a un error en la percepción de la profundidad del cambio que se avecina. Sin duda se habrían construido muchos menos neveros de haberse sabido de antemano que las nieves iban a acabarse pronto (¡aunque hoy en día seguimos llenando nuestras montañas de pistas de esquí, aún a sabiendas de que estamos inmersos en un periodo de calentamiento!). Solemos pensar en las especies que se extinguen por no estar adaptadas a los cambios climáticos pero… quién sabe cuántas especies se llevó consigo el final de la Pequeña Edad del Hielo debido a un “mal cálculo de probabilidades”.


Los neveros artificiales en ruinas (aquí el de Tossals Verds, Mallorca) son testigos del fracaso de una actividad económica importante al acabarse la Pequeña Edad de Hielo. Especies animales y vegetales que se adaptasen rápidamente al frío pudieron perecer con el inesperado retorno a un periodo cálido (Foto del autor).

Probablemente los individuos de muchas especies, aunque no de todas desde luego, cuenten con mecanismos para reconocer las pistas falsas o para salir de las trampas ecológicas una vez han caído en ellas, aunque aún se desconoce qué características hacen de un individuo de una especie dada un buen candidato para evitar una trampa o escapar de ella. Trazando de nuevo un paralelismo entre  escalas temporales, sería de esperar que muchas especies cuenten también con mecanismos de amortiguación (tales como la constancia en la supervivencia y productividad individuales) que las hagan permanecer inmutables a menos que las condiciones ambientales cambien de manera sustancial, evitando así las graves consecuencias de ser engañado por una naturaleza que en ocasiones puede ser muy tramposa.

Referencias

(1) Gilroy, J.J. & Sutherland, W.J. 2007. Beyond ecological traps: perceptual errors and undervalued resources. Trends in Ecology and Evolution 22: 351-356.

(2) Martínez-Abraín, A., Viedma, C., Bartolomé, M.A., Gómez, J.A. & Oro, D. 2007. Hunting sites as ecological traps for coots in southern Europe: implications for the conservation of a threatened species. Endangered Species Research 3:69-76.

No hay comentarios:

Publicar un comentario