miércoles, 23 de noviembre de 2011

De vuelta a El Origen

Sucesivas ediciones de El Origen de las Especies fueron revisadas por Darwin para ampliar conceptos o responder a las numerosas reacciones que provocó su obra en la Inglaterra victoriana.

Darwin se pasó más de veinte años (desde su regreso del viaje del Beagle en 1836 hasta la publicación de El Origen en 1859) trabajando en una gran obra a la que él se refería como “el gran libro” (the big book). Tras recibir la famosa carta de junio de 1858 firmada por Wallace, en la que sorprendentemente su compatriota relataba a Darwin el hallazgo de un mecanismo evolutivo casi idéntico a la selección natural, éste se vio forzado a, primero, promover un anuncio público y conjunto del descubrimiento ante la Linnean Society de Londres y, segundo, a redactar una especie de resumen apresurado y denso de su gran libro. Ese resumen, escrito por necesidad, con prisas y a disgusto, fue lo que se acabó conociendo como El origen de las especies por medio de selección natural o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida.

En vida de Darwin llegaron a publicarse hasta seis ediciones de El Origen y en cada una de ellas el autor introdujo numerosos cambios para añadir puntualizaciones que no había podido hacer debido a las prisas de la primera edición y, sobre todo, para defenderse de las críticas que iban surgiendo por el camino. Por ejemplo, en la frase final de la primera edición de El Origen, aquella de “hay grandeza en esta visión de la vida” que popularizara Stephen Jay Gould, no hay referencia alguna a un creador que insuflase su aliento en ninguna fase del proceso de transmutación de las especies, pero esa figura sí aparece en ediciones posteriores. En cualquier caso, la adición que resultó más dañina, con diferencia, para la correcta comprensión del mensaje darwinista tuvo lugar en la quinta edición de El Origen (1869), de la que se imprimieron 2.000 copias. Por influencia de Herbert Spencer, sociólogo británico del XIX, Darwin incluyó por primera vez la desafortunada idea de que la selección natural consiste en la supervivencia de los más aptos (“the survival of the fittest”). Desde ese momento la definición de selección natural se convirtió en una tautología lógica, ya que si los más aptos son los que sobreviven y la selección natural es la supervivencia de los más aptos, tenemos que colegir que la selección natural es la supervivencia de los supervivientes, lo cual es como no decir nada.

Pura contingencia
En realidad, Darwin no concibió originalmente la selección natural en términos absolutos (definibles con superlativos como “the fittest”) sino en términos relativos (definibles mediante comparativos como “fitter than”). Esto es así porque las condiciones ambientales cambian continuamente y, por tanto, los que hoy son los mejores, en relación a unas particulares condiciones espacio-temporales, mañana pueden pasar a ser los peores. Por selección natural no surgen adaptaciones óptimas al entorno, sino que solamente se ven beneficiados aquellos individuos, entre todos los disponibles, que cuentan con las características adecuadas para sobrevivir y reproducirse mejor dadas unas presiones selectivas concretas. Insisto, bajo condiciones locales muy concretas y transitorias (aquí y ahora). Por culpa de este malentendido histórico se ha desarrollado toda una corriente de pensamiento filosófico y sociológico conocida como Darwinismo Social, cuyo padre es precisamente Herbert Spencer, que llevó a justificar numerosas perversiones y tropelías como el sexismo, el racismo o el nazismo. En nuestros días, esta errónea concepción del darwinismo (que olvida su carácter relativo) sigue generando malos entendidos, incluso entre los ecólogos del siglo XXI.

Por ejemplo, como nos recuerda Gould, nuestras plantas autóctonas no pueden considerarse biológicamente mejores que las exóticas bajo ningún criterio científico. Nuestras especies nativas llegaron primero o evolucionaron aquí (por una serie de accidentes históricos encadenados) y fueron capaces de prosperar, pero eso no significa que sean óptima o globalmente las mejores para vivir en estos lares de entre todas las posibles. Tan sólo fueron “mejores que” otras, en su día, para medrar en estas tierras, bajo unas condiciones ecológicas locales particulares que, en cierta medida, son producto de las contingencias históricas y del caos. El paisaje ecológico está en realidad lleno de huecos, de picos adaptativos en términos de Sewall Wright, en los que muchas especies que evolucionaron lejos de aquí pueden encajar mejor que ninguna de las ya presentes en nuestro solar.


La exclusión de especies nativas por parte de especies exóticas invasoras (aquí Carpobrotus sp.) es una prueba de que la selección natural no actúa como un mecanismo de optimización (Foto del autor)
Otra teoría de la relatividad
¡Qué visión tan distinta de la defensa de lo autóctono como mejor! ¡Qué lejos del rechazo a lo extranjero como peor! La única defensa de lo nativo, que no es poco, viene de la seguridad de saber cómo se comportan las especies autóctonas, mientras que el comportamiento de las especies alóctonas es mucho más impredecible. Parafraseando a Gould, emplear plantas autóctonas para los jardines de las ciudades mediterráneas no es una reivindicación nacionalista sobre el carácter óptimo intrínseco de las lavandas y los tomillos frente a las plantas foráneas. Únicamente tiene la ventaja práctica de saber de antemano que las vamos a poder mantener sanas a bajo coste y sin problemas inesperados. Claro que todo esto es así, si –y sólo si– admitimos que el mecanismo darwiniano (la evolución por selección natural), desarrollado originalmente en un marco intraespecífico (microevolutivo), como generador de adaptaciones al medio dentro de las poblaciones, es válido cuando nos movemos a escala supraespecífica (macroevolutiva).
En consecuencia, en este 150 aniversario de la publicación de la obra magna de la biología, el mejor homenaje que podríamos hacerle a Darwin es navegar de vuelta a El Origen y leer sus primeras ediciones, donde un Darwin apresurado pero espontáneo nos hizo llegar sus ideas libres del peso que la conservadora sociedad británica del XIX haría caer sobre ellas posteriormente. Y, por favor, antes de usarlas meditemos acerca de lo peligrosas que pueden resultar las palabras: “bueno” y “malo”, categorías absolutas muy distintas a las relativas “mejor” y “peor” ya que estas expresiones relativas son ampliamente reversibles ante los cambios ambientales que caracterizan los dinámicos ecosistemas de nuestro planeta.

Agradecimientos
A mis compañeros del Grupo de Ecología de Poblaciones del Imedea y a Carlos Herrera por sus comentarios críticos.

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