lunes, 14 de noviembre de 2011

La poesía del conocimiento


No sé si será culpa de la “crisis” económica o de la pérdida de valores éticos asociada al periodo de engañosa abundancia que nos llevó a  ella, pero el caso es que asistimos a un retorno del empleo de explicaciones para-científicas de la realidad, especialmente entre la juventud. La ciencia pasa ahora por un periodo de baja credibilidad popular (aunque de máximo uso de sus producciones tecnológicas), coincidiendo curiosamente con la época de mayor esplendor histórico del conocimiento.

¿Le resta la ciencia magia a la realidad?

Este es uno de los argumentos más recurrentes: las explicaciones científicas le roban magia a la vida y la magia nos ayuda a vivir. Supongo que quien afirma algo similar no se ha parado nunca realmente a ahondar en lo que la ciencia ha descubierto hasta la fecha. El conocimiento actual de la biología no puede estar más cerca de la idea mística de que todos los seres vivos que hay sobre el planeta son un todo emparentado entre sí (y con el mundo mineral), ya adelantada por algunas religiones varias veces milenarias. No es ya que estemos muy cercanamente emparentados con los primates sino que los seres humanos somos poco más que peces modificados. Hay pocos elementos esenciales en el ser humano que no estuvieran ya presentes en los peces cartilaginosos de los mares de hace cientos de millones de años. Nuestras manos y pies no son sino aletas modificadas y hasta tal punto es esto cierto que los mismos genes que controlan la forma de las aletas de la raya son los mismos que controlan la estructura de nuestras manos y pies. Toma uno de estos genes humanos para las manos, trasládalo a una raya y obtendrás una modificación en la forma de las aletas. Las causas de la estructura de nuestros ojos, de nuestros oídos, de nuestro cráneo, del aparato circulatorio, de la ilógica disposición de nuestros nervios craneales, hasta la razón de nuestra propensión al hipo y a las hernias, se puede trazar hasta los anfibios y los peces (1). Este mensaje, basado únicamente en evidencias de muy diversa índole (paleontológica, embriológica, genética), es enorme y sobre todo hermosísimo. No sólo es cierta la unidad de todos los seres humanos, por descendencia común, sino nuestra hermandad con las restantes formas vivas, desde los primates a las medusas o a las bacterias a lo largo de un viaje que se remonta 3.500 millones de años atrás. Nuestras células eucariotas no son sino el resultado de la captación de diversos tipos de bacterias que han acabado trabajando en conjunto. Las mitocondrias y los cilios y los cloroplastos son antiguas bacterias de vida libre que ahora trabajan por el bien del conjunto celular. Así que nuestro cuerpo (y el de las plantas) es, de alguna manera, una gran colonia bacteriana, cuyas células se mantienen unidas en un todo pluricelular mediante sustancias como el colágeno inventadas por los propios procariotas miles de millones de años atrás. ¿Puede haber algo más mágico, integrador y bello que esto?

Para mi la poesía y la ciencia abordan los mismos problemas trabajando a niveles jerárquicos (o sea de ordenamiento) diferentes, lo que convierte a ambas disciplinas en entidades no mutuamente excluyentes. Por ejemplo. La ciencia nos explica que el aire húmedo que llega desde el mar a las altas cordilleras costeras de California o de Perú o a los volcanes de las islas Canarias acaba descargando su humedad en forma de lluvia. Eso se debe a que las cordilleras provocan el ascenso de las nubes en altura, lo que provoca la expansión adiabática del vapor de agua y con ello su enfriamiento (el enfriamiento no se debe a la ganancia de altura como solemos pensar sino a la expansión de las moléculas al ganar altura por reducción de la presión atmosférica), de modo que a partir de un tamaño crítico la gota de agua acaba precipitando en forma de lluvia. Esa misma lluvia sobre las vertientes costeras explica la presencia de desiertos en la ladera opuesta, orientada hacia tierra firme. Hermoso ¿no? Una explicación así no está reñida en absoluto con el verso de Machado:

¡Llueve, llueve; tu neblina
que se torne en aguanieve,
y otra vez en agua fina!

Lo singular de la poesía es que observa la realidad, la pasa por los tamices del  complejo pensamiento humano y de nuestras sensaciones más primarias, y lanza un resultado que no trata de explicar la realidad de manera absoluta sino tan sólo la realidad instantánea y relativa del poeta. Juega con imágenes y metáforas, hibrida conceptos, confunde ideas, y engendra un producto nuevo. Por contra, las explicaciones para-normales no asumen su papel de explicaciones al margen de la realidad. Inventan, como la poesía, pero invaden sin derecho el terreno de la racionalidad (es la perversa “mística de lo oscuro” a la que se refiere el entrañable Peter Matthiessen, que tanto daño ha hecho a la mística milenaria que tiene una visión intuitiva muy cercana a la de la ciencia actual) (2). De ahí los conflictos. Para mi esto queda perfectamente ejemplificado por la tremenda incorrección de la frase: “No creo en la ciencia”. La ciencia precisamente es una disciplina en la que creencia pretende no jugar ningún papel y en eso se diferencia de otros modelos de explicación de las cosas. Eso hace de la para-ciencia algo no hermoso: es su falta de respeto, algo que ni remotamente le sucede a la poesía, cargada de magia pero sabedora del lugar que ocupa como explicación artística del mundo y sin pretensiones de suplantar a nadie.

Nubes orográficas en la sierra Tramuntana de Mallorca. La niebla tiene una explicación mecanicista pero eso no le resta a la bruma un ápice de su poesía (Foto del autor)

¿Es la ciencia la causante de todos los males modernos?

Este es otro socorrido eslogan de los amantes de la “mística oscura”. La ciencia en realidad es sólo un método. Un método de exploración del mundo basado en las evidencias, en hechos, en lugar de en creencias. La ciencia no es ni buena ni mala en sí misma. Son buenos o malos los usos que de ella se hacen, que es muy distinto. No creo que sea justificación adecuada decidir que no debemos iniciar o continuar una línea de investigación pensando en la posibilidad de que una mente malintencionada vaya a realizar un uso indebido de la misma. Prefiero ser positivo, confiar más en el ser humano, y pensar que van a ser muchos los usos positivos de un descubrimiento. También los usos de un mito pueden resultar beneficiosos o perjudiciales dependiendo del uso que se haga de ellos. Curiosamente a menudo los que critican a la ciencia como generadora de problemas no renuncian a sus productos tecnológicos: los automóviles, los aviones, los aparatos de aire acondicionado, los hospitales, los frigoríficos, los ordenadores o los teléfonos portátiles.

Al parecer, según los últimos descubrimientos neurológicos, la sensación espiritual de trascendencia es una propiedad de nuestro cerebro, una especie de subproducto inevitable de la evolución de un neocórtex muy pensante. Un subproducto que además puede tener secundariamente el efecto positivo de reducir el estrés neuronal al proporcionar explicaciones para todas nuestras dudas existenciales. Es bueno saber que la idea del alma y de la trascendencia radican dentro de nosotros mismos y son productos (involuntarios) de nuestra historia como especie altamente pensante. Si nos ayudan en el día a día de nuestras complejas vidas, bienvenidas sean, siempre y cuando sepamos evitar que entren en conflicto con el terreno al que pertenece a la razón. La naturaleza nos ha dotado de un cerebro extraordinario y debemos usarlo y usarlo bien, en el camino de la búsqueda de la felicidad. Los enormes avances biológicos en materia de genética o microbiología de las enfermedades infecciosas no pueden barrerse de un plumazo haciendo valer un supuesto “destino” del paciente o un problema de flujo de “energía universal” atascada en alguno de nuestros supuestos siete “chacras”. Habría que empezar recordando que la energía es en realidad nada más que un concepto; un concepto inventado por la física para explicar la potencialidad de un sistema material para realizar un trabajo. La energía no existe separada de la materia. Así, una piedra que se encuentra sujeta en nuestra mano a dos metros del suelo cuenta con una energía potencial mayor que una que descansa sobre la superficie del suelo. Nosotros hemos dotado de energía potencial a la piedra al elevarla mediante la energía mecánica de nuestro brazo, que a su vez ha empleado reservas químicas (ATP) de nuestros músculos, sintetizadas (es decir enlazadas contra-corriente) a partir de elementos más simples procedentes del alimento ingerido por nosotros, el cual se desarrolló en última instancia gracias a la radiación electromagnética emitida por el sol (consecuencia de la fusión de átomos de hidrógeno), que hizo posible en la fotosíntesis la escisión de la molécula de agua, cuyos electrones fueron empleados para dar lugar a complejas cadenas de azúcares que nosotros ingerimos en forma de tejido vegetal. 

Me parece una lástima que confiemos en un cefalópodo o en un cocodrilo para predecir el resultado de una final de una competición de fútbol o de unas elecciones. De los pulpos me parecen mucho más apasionantes sus ojos, en los que el nervio óptico no hace sombra a la retina, al contrario que en los de los seres humanos, que se construyen durante el desarrollo como un guante del revés, causando un trabajo extra a nuestro cerebro para que sea posible una correcta visión. Espero que aún quede por ahí algún niño que, como todos nosotros, de mayor quiera ser naturalista, a pesar de lo difícil que se lo estamos poniendo.


(1)   Schubin, N. 2008. Your inner fish: a journey into the 3.5-billion year history of the human body. Pantheon books, New York.
(2)   Matthiessen, P. 1978. El leopardo de las nieves. Penguin books.

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