Tenemos una
fuerte tendencia a pensar que el ser humano es malo por naturaleza. Malo para
los demás seres humanos y un cáncer para la biosfera. Intentaré argumentar que no
es tan así. Tenemos una percepción sesgada de nosotros mismos debido a añejas cargas
históricas, lecturas equivocadas de las evidencias científicas y un profundo
desconocimiento de nuestra propia especie.
Los
españolitos hemos nacido y crecido en el seno de una civilización dominada por
la cultura judeocristiana. Llevamos la culpa a cuestas y hemos de pasar por el
rito bautismal para limpiarla. Mal comienzo. La culpa se denomina “pecado
original” y lo cometieron Adán y Eva al probar la fruta del árbol del conocimiento.
En primer lugar, defenderé que el relato del Génesis narra de manera metafórica
el tránsito del Paleolítico al Neolítico en Oriente Próximo hace unos 5.000
años (1). Y, en segundo lugar, que dicho tránsito no se hizo de forma voluntaria,
por mucho que discrepe Harari en su exitoso libro sobre nuestra especie (2). Nos
vimos forzados a intensificar la agricultura por la llegada del buen tiempo en
el periodo interglaciar, que nos dejó sin grandes extensiones de pastizales y,
por ende, sin proteína animal.
Nadie
en su sano juicio hubiera querido “ganarse el pan con el sudor de su frente” cuando
podía salir a recoger y cazar por ahí fuera. Por tanto y para empezar, nunca
hubo un pecado. Todo el camino que hemos andado como especie lo hemos hecho de
la mano del clima, que es quien realmente manda aquí. Las grandes transiciones
de nuestra historia (abandono de la selva, adquisición de una mente simbólica,
salida de África, decadencia de la caza-recolección, grandes guerras y
revoluciones) han venido todas determinadas por el clima.
Cuestiones
históricas
Ya
tenemos aquí al ser humano del Neolítico, víctima del clima y cavando la tierra,
primero con palos y luego con arados. Ahora bien, el paso al Neolítico ¿representó
la destrucción de la diversidad biológica del anterior paraíso? Solemos
decantarnos por un sí. Sin embargo, cada vez resulta más patente que el ser
humano sólo fue la puntilla de la gran fauna de mamíferos del Pleistoceno y que
la agricultura sustituyó el papel funcional de los grandes herbívoros robando
espacio al bosque. Por eso los mosaicos agrosilvopastorales del Mediterráneo
han preservado hasta nuestros días la diversidad faunística anterior al
Holoceno. Sí es cierto que, aunque hemos preservado la variedad de formas y
generado otras nuevas por domesticación, hemos perjudicado a las especies
forestales y favorecido a las que viven en espacios abiertos. También hemos
reducido las abundancias.
Pero
donde más se nota nuestra mano es en las islas. Muchas especies pleistocenas procedentes
del continente encontraron allí refugio hasta la llegada de los primeros
humanos. Las islas son un caso especial porque albergan un bajo número de
especies y en escasa abundancia absoluta, a pesar de su alta densidad local. Un
hecho típico en zonas aisladas y de pequeño tamaño. Allí, en comparación con el
continente, los efectos negativos humanos se amplifican. A ello hay que añadir
el carácter manso de la fauna isleña debido a la ausencia de depredación. En
las islas sí podríamos decir que hemos sido “malos”, en el sentido de llevar a
sus formas exclusivas hasta la extinción. Simplemente en ellas cometimos el
error de aplicar las mismas estrategias de explotación que en el continente. En
las islas es muy difícil o directamente imposible que las bajas sean
reemplazadas desde poblaciones fuente. De hecho la mayor parte de las especies
de vertebrados extintos en los últimos milenios (o siglos) son isleñas. Nosotros
no somos especies isleñas y nos comportamos como si siguiéramos en el
continente. Una equivocación cometida archipiélago tras archipiélago, a lo
largo y ancho de la faz de la Tierra.
Pero
en los continentes, donde se encuentra la mayor parte de la fauna, la historia es
diferente. Las poblaciones de muchas especies rebotan a
partir de pequeños núcleos relictos, en lo que podríamos llamar “efecto goma”,
que se estira y se encoge según las circunstancias (mientras haya de dónde
estirar).
Mala lectura de
las evidencias
Siempre
hemos pensado que los neandertales, los verdaderos dueños del solar
europeo, eran los humanos del frío, de las estepas abiertas, y que la entrada en
Eurasia de nuestra especie, tras la última salida de África, fue la causa de su
extinción. Sin embargo, ahora vamos aprendiendo que probablemente no fue así.
En primer lugar, los neandertales no habitaban en frías estepas sino en bosques
(3). Sus grandes narizotas, antaño interpretadas como una cámara para calentar
el aire, emergen ahora como todo lo contrario: estructuras de disipación del
calor. Los neandertales cazaban en la espesura del bosque, cuerpo a cuerpo.
Eran humanos muy fornidos que sufrían gran cantidad de traumatismos y morían a
edades tempranas al enfrentarse con sus presas. Se extinguieron hace 30.000
años, tras convivir con nuestros ancestros durante 10.000 años e incluso hibridar
con ellos. Su extinción está vinculada con la desaparición de los bosques a
raíz de la última glaciación. Su verdadero hogar era el sur de Europa y no el frío
norte, donde sólo llegaron explorando. Las últimas poblaciones subsistieron refugiadas
en las cuevas del sur de la península Ibérica, comiendo peces, focas, delfines
y moluscos (4). Así pues, no fuimos los humanos modernos los que provocamos la
extinción de nuestros parientes cercanos. Simplemente al humano de la sabana (y
sus armas) le fue mejor en los espacios abiertos por el frío glaciar. Otra culpa gorda que quitarnos de encima. Y ya
van dos.
También
leemos mal las evidencias sobre el calentamiento global. Que hay calentamiento
y que es de origen antrópico genera pocas dudas hoy en día. Sin embargo, que consideremos
por ello execrable al ser humano ya es harina de otro costal. Al parecer, la
quema de bosques entre el Neolítico y el siglo XIX ha evitado la llegada de la
siguiente glaciación que el planeta nos tenía preparada (5). Eso no significa
que nos hayamos librado de pasar frío, porque una de las consecuencias más
probables del calentamiento global es que se altere la corriente termohalina
que mueve el calor de los trópicos hacia las latitudes templadas. Si eso
ocurriera, nuestra especie se enfrentaría súbitamente a unos cuantos siglos de
enfriamiento, hasta que los casquetes polares se recuperaran y volviera a
establecerse la circulación marina del calor. Pero ahí es nada que hayamos
cambiado la duración media de una glaciación (unos 100.000 años) por unos
siglos de frío. Eso lo hemos hecho nosotros, “los hacedores del clima”, como
nos llama Tim Flannery, y a buen seguro tiene repercusiones muy positivas para
innumerables formas de vida que aman el calor y la humedad en este planeta (la mayoría). Hay
que andarse con mucho cuidado antes de declarar al ser humano malvado en los
juicios de la vida.
Desconocimiento
de nuestra propia especie
Hasta
hace poco se ha venido usando a los chimpancés como modelo de nuestro último
ancestro común con los primates antropoides. Otro grave error (6), pues los chimpancés
son unos primates muy agresivos y estamos convencidos de que somos como ellos.
Dos descubrimientos han demostrado que estábamos equivocados. En primer lugar,
nuestro último ancestro común con los antropoides fue al parecer Ardipithecus ramidus, un primate arbóreo
y ya bípedo. Pero su bipedismo era hijo de la escalada, de la necesidad de
trepar por los troncos, no de desplazarse por la sabana. Además, Ardi era poco agresivo, al menos en
cuanto al emparejamiento, ya que machos y hembras tenían colmillos de igual
talla (8). Al igual que los monógamos gibones actuales.
Por
otro lado tenemos a los bonobos, parientes cercanos de los chimpancés de los
que se separaron hace un par de millones de años debido a la barrera que levantó
el río Congo. Los bonobos rehúyen el conflicto y se reconcilian con facilidad.
Su comportamiento tiene seguramente mucho que ver con la naturaleza neoténica
de su evolución, un rasgo que comparten con nosotros: son cachorros toda la
vida, cachorros con capacidad reproductora. Los seres humanos mantenemos el
mismo grado de parentesco con chimpancés y con bonobos, de manera que tenemos la
capacidad de comportarnos como cualquiera de los dos. Y, en efecto, así es.
Somos capaces de las maldades más atroces y de increíbles gestos de altruismo.
Somos buenos y malos a la vez, pero no más una cosa que la otra. Nuestra mente,
que gusta de las soluciones dicotómicas, lleva mal esa ambigüedad y a poco que
la cultura presione nos decantamos por una de las dos opciones y no por la suma o interacción de ambas. Nuestra cultura nos considera originariamente malos, hace caso omiso de
los actos cotidianos de generosidad e ignora la existencia de una moralidad
natural espontánea en la naturaleza (7).
Seguramente
esto tiene mucho que ver con lo práctico que les resulta a las miles de
religiones del planeta erigirse como inventores de la moralidad, como gestores
del bien y del mal, y como redentores de nuestra maldad innata, siempre y
cuando sigamos una serie de preceptos. Me alegra haber vivido lo suficiente para
darme cuenta de que el mal no anida en nosotros, al menos no más que el bien, y
que nuestro camino desde el Paleolítico ha venido marcado por las poderosas
fuerzas de la hidrosfera, la litosfera y la atmósfera. Somos tan víctimas como
pueda serlo cualquier otra especie. Vivir no es fácil y no tenemos un libro de
instrucciones a nuestra disposición. A cada paso hemos tenido que improvisar,
dentro de los grados de libertad que el planeta nos permitía. Llevamos aquí como especie 200.000
años y el Planeta aún sigue abarrotado de vida. Incluso cada vez somos más
conscientes de lo que debemos hacer para que siga siendo así.
Mi
visión del futuro es optimista y dejo las teorías apocalípticas para los
pesimistas que se apoyan en tradiciones culturales, información sesgada y escaso
conocimiento de nuestra especie. No es culpa de nadie: el cerebro evolucionó
para sobrevivir en los ecosistemas africanos, no para conocernos mejor a
nosotros mismos. Lo cual ha sido, por cierto, uno de los grandes logros de la
modernidad.
Bibliografía
(1) Quinn, D. (1992). Ishmael: an adventure of the mind and spirit. Bantam Books. New
York.
(2) Harari, Y.N. (2014). Sapiens: a brief history of human kind.
Harvill Secker. London.
(3) Rosas, A. (2010). Los Neandertales. CSIC-Catarata. Madrid.
(4) Stringer, B.C. y otros autores (2016). Neanderthal
exploitation of marine mammals in Gibraltar. Proceedings of the National Academy of Sciences, 105: 14.319-14.324.
(5) Ganopolsky, A. y otros autores (2016). Critical
insolation-CO2 relation for diagnosing past and future glacial inception. Nature, 529: 200-203.
(6)
De Waal, F. (2013). El bonobo y los diez mandamientos: en busca
de la ética entre los primates. Tusquets. Barcelona.
(7)
De Waal, F. (2011). La edad de la empatía. ¿Somos altruistas por
naturaleza? Tusquets. Barcelona.
(8)
Rosas, A. Los primeros homínidos. CSIC-Catarata, Madrid.
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