lunes, 3 de julio de 2017

¿El estigma de la biosfera?

Tenemos una fuerte tendencia a pensar que el ser humano es malo por naturaleza. Malo para los demás seres humanos y un cáncer para la biosfera. Intentaré argumentar que no es tan así. Tenemos una percepción sesgada de nosotros mismos debido a añejas cargas históricas, lecturas equivocadas de las evidencias científicas y un profundo desconocimiento de nuestra propia especie.

Los españolitos hemos nacido y crecido en el seno de una civilización dominada por la cultura judeocristiana. Llevamos la culpa a cuestas y hemos de pasar por el rito bautismal para limpiarla. Mal comienzo. La culpa se denomina “pecado original” y lo cometieron Adán y Eva al probar la fruta del árbol del conocimiento. En primer lugar, defenderé que el relato del Génesis narra de manera metafórica el tránsito del Paleolítico al Neolítico en Oriente Próximo hace unos 5.000 años (1). Y, en segundo lugar, que dicho tránsito no se hizo de forma voluntaria, por mucho que discrepe Harari en su exitoso libro sobre nuestra especie (2). Nos vimos forzados a intensificar la agricultura por la llegada del buen tiempo en el periodo interglaciar, que nos dejó sin grandes extensiones de pastizales y, por ende, sin proteína animal.

Nadie en su sano juicio hubiera querido “ganarse el pan con el sudor de su frente” cuando podía salir a recoger y cazar por ahí fuera. Por tanto y para empezar, nunca hubo un pecado. Todo el camino que hemos andado como especie lo hemos hecho de la mano del clima, que es quien realmente manda aquí. Las grandes transiciones de nuestra historia (abandono de la selva, adquisición de una mente simbólica, salida de África, decadencia de la caza-recolección, grandes guerras y revoluciones) han venido todas determinadas por el clima.

Setos, prados y bosques en Asturias. Las fórmulas tradicionales de explotación agrosilvopastoral sustituyeron el papel funcional de la gran fauna de herbívoros del Pleistoceno y generaron un paisaje en mosaico que ha preservado la diversidad biológica. (Foto del autor)

Cuestiones históricas
Ya tenemos aquí al ser humano del Neolítico, víctima del clima y cavando la tierra, primero con palos y luego con arados. Ahora bien, el paso al Neolítico ¿representó la destrucción de la diversidad biológica del anterior paraíso? Solemos decantarnos por un sí. Sin embargo, cada vez resulta más patente que el ser humano sólo fue la puntilla de la gran fauna de mamíferos del Pleistoceno y que la agricultura sustituyó el papel funcional de los grandes herbívoros robando espacio al bosque. Por eso los mosaicos agrosilvopastorales del Mediterráneo han preservado hasta nuestros días la diversidad faunística anterior al Holoceno. Sí es cierto que, aunque hemos preservado la variedad de formas y generado otras nuevas por domesticación, hemos perjudicado a las especies forestales y favorecido a las que viven en espacios abiertos. También hemos reducido las abundancias.

Pero donde más se nota nuestra mano es en las islas. Muchas especies pleistocenas procedentes del continente encontraron allí refugio hasta la llegada de los primeros humanos. Las islas son un caso especial porque albergan un bajo número de especies y en escasa abundancia absoluta, a pesar de su alta densidad local. Un hecho típico en zonas aisladas y de pequeño tamaño. Allí, en comparación con el continente, los efectos negativos humanos se amplifican. A ello hay que añadir el carácter manso de la fauna isleña debido a la ausencia de depredación. En las islas sí podríamos decir que hemos sido “malos”, en el sentido de llevar a sus formas exclusivas hasta la extinción. Simplemente en ellas cometimos el error de aplicar las mismas estrategias de explotación que en el continente. En las islas es muy difícil o directamente imposible que las bajas sean reemplazadas desde poblaciones fuente. De hecho la mayor parte de las especies de vertebrados extintos en los últimos milenios (o siglos) son isleñas. Nosotros no somos especies isleñas y nos comportamos como si siguiéramos en el continente. Una equivocación cometida archipiélago tras archipiélago, a lo largo y ancho de la faz de la Tierra.

Pero en los continentes, donde se encuentra la mayor parte de la fauna, la historia es diferente. Las poblaciones de muchas especies rebotan a partir de pequeños núcleos relictos, en lo que podríamos llamar “efecto goma”, que se estira y se encoge según las circunstancias (mientras haya de dónde estirar).

Mala lectura de las evidencias
Siempre hemos pensado que los neandertales, los verdaderos dueños del solar europeo, eran los humanos del frío, de las estepas abiertas, y que la entrada en Eurasia de nuestra especie, tras la última salida de África, fue la causa de su extinción. Sin embargo, ahora vamos aprendiendo que probablemente no fue así. En primer lugar, los neandertales no habitaban en frías estepas sino en bosques (3). Sus grandes narizotas, antaño interpretadas como una cámara para calentar el aire, emergen ahora como todo lo contrario: estructuras de disipación del calor. Los neandertales cazaban en la espesura del bosque, cuerpo a cuerpo. Eran humanos muy fornidos que sufrían gran cantidad de traumatismos y morían a edades tempranas al enfrentarse con sus presas. Se extinguieron hace 30.000 años, tras convivir con nuestros ancestros durante 10.000 años e incluso hibridar con ellos. Su extinción está vinculada con la desaparición de los bosques a raíz de la última glaciación. Su verdadero hogar era el sur de Europa y no el frío norte, donde sólo llegaron explorando. Las últimas poblaciones subsistieron refugiadas en las cuevas del sur de la península Ibérica, comiendo peces, focas, delfines y moluscos (4). Así pues, no fuimos los humanos modernos los que provocamos la extinción de nuestros parientes cercanos. Simplemente al humano de la sabana (y sus armas) le fue mejor en los espacios abiertos por el frío glaciar.  Otra culpa gorda que quitarnos de encima. Y ya van dos.

También leemos mal las evidencias sobre el calentamiento global. Que hay calentamiento y que es de origen antrópico genera pocas dudas hoy en día. Sin embargo, que consideremos por ello execrable al ser humano ya es harina de otro costal. Al parecer, la quema de bosques entre el Neolítico y el siglo XIX ha evitado la llegada de la siguiente glaciación que el planeta nos tenía preparada (5). Eso no significa que nos hayamos librado de pasar frío, porque una de las consecuencias más probables del calentamiento global es que se altere la corriente termohalina que mueve el calor de los trópicos hacia las latitudes templadas. Si eso ocurriera, nuestra especie se enfrentaría súbitamente a unos cuantos siglos de enfriamiento, hasta que los casquetes polares se recuperaran y volviera a establecerse la circulación marina del calor. Pero ahí es nada que hayamos cambiado la duración media de una glaciación (unos 100.000 años) por unos siglos de frío. Eso lo hemos hecho nosotros, “los hacedores del clima”, como nos llama Tim Flannery, y a buen seguro tiene repercusiones muy positivas para innumerables formas de vida que aman el calor y la humedad en este planeta (la mayoría). Hay que andarse con mucho cuidado antes de declarar al ser humano malvado en los juicios de la vida.

Desconocimiento de nuestra propia especie
Hasta hace poco se ha venido usando a los chimpancés como modelo de nuestro último ancestro común con los primates antropoides. Otro grave error (6), pues los chimpancés son unos primates muy agresivos y estamos convencidos de que somos como ellos. Dos descubrimientos han demostrado que estábamos equivocados. En primer lugar, nuestro último ancestro común con los antropoides fue al parecer Ardipithecus ramidus, un primate arbóreo y ya bípedo. Pero su bipedismo era hijo de la escalada, de la necesidad de trepar por los troncos, no de desplazarse por la sabana. Además, Ardi era poco agresivo, al menos en cuanto al emparejamiento, ya que machos y hembras tenían colmillos de igual talla (8). Al igual que los monógamos gibones actuales.

Por otro lado tenemos a los bonobos, parientes cercanos de los chimpancés de los que se separaron hace un par de millones de años debido a la barrera que levantó el río Congo. Los bonobos rehúyen el conflicto y se reconcilian con facilidad. Su comportamiento tiene seguramente mucho que ver con la naturaleza neoténica de su evolución, un rasgo que comparten con nosotros: son cachorros toda la vida, cachorros con capacidad reproductora. Los seres humanos mantenemos el mismo grado de parentesco con chimpancés y con bonobos, de manera que tenemos la capacidad de comportarnos como cualquiera de los dos. Y, en efecto, así es. Somos capaces de las maldades más atroces y de increíbles gestos de altruismo. Somos buenos y malos a la vez, pero no más una cosa que la otra. Nuestra mente, que gusta de las soluciones dicotómicas, lleva mal esa ambigüedad y a poco que la cultura presione nos decantamos por una de las dos opciones y no por la suma o interacción de ambas. Nuestra cultura nos considera originariamente malos, hace caso omiso de los actos cotidianos de generosidad e ignora la existencia de una moralidad natural espontánea en la naturaleza (7).

Seguramente esto tiene mucho que ver con lo práctico que les resulta a las miles de religiones del planeta erigirse como inventores de la moralidad, como gestores del bien y del mal, y como redentores de nuestra maldad innata, siempre y cuando sigamos una serie de preceptos. Me alegra haber vivido lo suficiente para darme cuenta de que el mal no anida en nosotros, al menos no más que el bien, y que nuestro camino desde el Paleolítico ha venido marcado por las poderosas fuerzas de la hidrosfera, la litosfera y la atmósfera. Somos tan víctimas como pueda serlo cualquier otra especie. Vivir no es fácil y no tenemos un libro de instrucciones a nuestra disposición. A cada paso hemos tenido que improvisar, dentro de los grados de libertad que el planeta nos permitía. Llevamos aquí como especie 200.000 años y el Planeta aún sigue abarrotado de vida. Incluso cada vez somos más conscientes de lo que debemos hacer para que siga siendo así.

Mi visión del futuro es optimista y dejo las teorías apocalípticas para los pesimistas que se apoyan en tradiciones culturales, información sesgada y escaso conocimiento de nuestra especie. No es culpa de nadie: el cerebro evolucionó para sobrevivir en los ecosistemas africanos, no para conocernos mejor a nosotros mismos. Lo cual ha sido, por cierto, uno de los grandes logros de la modernidad.

 Bibliografía

(1) Quinn, D. (1992). Ishmael: an adventure of the mind and spirit. Bantam Books. New York.
(2) Harari, Y.N. (2014). Sapiens: a brief history of human kind. Harvill Secker. London.
(3) Rosas, A. (2010). Los Neandertales. CSIC-Catarata. Madrid.
(4) Stringer, B.C. y otros autores (2016). Neanderthal exploitation of marine mammals in Gibraltar. Proceedings of the National Academy of Sciences, 105: 14.319-14.324.
(5) Ganopolsky, A. y otros autores (2016). Critical insolation-CO2 relation for diagnosing past and future glacial inception. Nature, 529: 200-203.
(6) De Waal, F. (2013). El bonobo y los diez mandamientos: en busca de la ética entre los primates. Tusquets. Barcelona.
(7) De Waal, F. (2011). La edad de la empatía. ¿Somos altruistas por naturaleza? Tusquets. Barcelona.
(8) Rosas, A. Los primeros homínidos. CSIC-Catarata, Madrid.

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