martes, 25 de abril de 2017

Evolución pinball

Me gusta comprobar cómo avanza nuestro conocimiento sobre los mecanismos que intervienen en la evolución biológica. La manera de entender los complejos procesos que generan adaptación y radiación de especies ha cambiado mucho desde los tiempos de Darwin.

He decidido inventarme este término del título, “evolución pinball”, porque creo que aquellas máquinas recreativas, hoy pasadas de moda, eran una buena metáfora visual del funcionamiento de la evolución. Muchas veces me he preguntado si la vida, en el fondo, prefiere cambiar continuamente o quedarse quieta. La respuesta no es sencilla, pero ahora lo veo un poco más claro. Imaginad que todas las opciones posibles de cambio de una especie, ya sea anatómico o de conducta, estuvieran representadas por el plano inclinado de una máquina de pinball. Ese sería el “morfoespacio” o el “psicoespacio” disponible para innovar. Nosotros lanzamos la bola de acero y ella se mueve más o menos libremente por el espacio bidimensional, chocando con numerosos obstáculos. A veces cae en uno de esos huecos que dan puntos y allí se queda hasta que algo nuevo sucede.

Bien, las especies hacen algo muy parecido. En periodos de intensas alteraciones ambientales entran en un estado transitorio de cambio, simbolizado en la máquina de juegos por el resorte que pone la bola en juego, fuera de su seguro escondite. Si consideramos que las bolas son individuos, tratarían de adaptarse al nuevo medio local, es decir, estaríamos ante un cambio micro-evolutivo. Pero si pensamos que las bolas son especies, estarían buscando una nueva solución ecológica al problema de persistir sobre el planeta, generarían nuevas especies y entonces el cambio sería macro-evolutivo.

Huecos y cimas confortables
Bueno, admito que la realidad es un poco diferente, porque deberíamos incluir la posibilidad de que las bolas excaven sus propios huecos, es decir, que construyan sus propios nichos ecológicos. La bola-especie cae en el hueco para quedarse durante mucho tiempo. En la historia de la vida, ese tiempo es de varios millones de años. Sólo algún tipo de perturbación que afecte a tan prácticos orificios hará que la bola se ponga de nuevo en movimiento, o sea, hará que las especies se conviertan en nuevas especies.
La imagen es parecida a la del famoso paisaje adaptativo del genetista estadounidense Sewall Wright (1889-1988). Según Wright, las especies aspiran a un óptimo adaptativo (cima), pero para alcanzarlo tiene que pasar por zonas menos favorables (valles). Pero la máquina de pinball ofrece una imagen más afortunada, porque es difícil permanecer en equilibrio sobre picos y además se sale de ellos de manera espontánea (por gravedad) y no forzada. En el fondo, la visión conceptual es casi opuesta a la de Wright. Yo creo que la norma es el reposo. La biología quiere que las cosas sigan como están mientras funcionen. “Lo mejor es enemigo de lo bueno”, como dice el refrán. Eso sí, quedarse en el mismo sitio no implica inacción, ya que el equilibrio es dinámico, no estático. Al igual que la Reina Roja en Alicia a través del espejo, que corría y corría para quedarse en el mismo sitio.

Los celacantos (Latimeria chalumnae) apenas han cambiado en varios cientos de millones de años. Las especies son soluciones evolutivas al problema de la existencia. Cuando una solución funciona se mantiene estable hasta que cambian las condiciones del medio. Prueba de ello son los fósiles vivientes, como el celacanto, que viven sin cambiar en entornos estables y libres de depredadores, como las profundidades marinas. De las aletas lobuladas, como las del grupo de los celacantimorfos, se derivaron las manos y pies de los primeros tetrápodos terrestres de los que nosotros procedemos (Foto: Internet).

Dinámica, pero discreta
Pero la naturaleza es sabia (por vieja, no por otra cosa) y se guarda un as en la manga. El as de cambiar sustancialmente si es necesario. El estatismo no implica en realidad incapacidad de respuesta. Es sólo economía, parsimonia o si queréis “pereza”. Cuando la bola es expulsada de su refugio los mecanismos genéticos que actúan no son los habituales. Resulta que de todo nuestro ADN sólo el 2% codifica para la síntesis de proteínas. El restante 98% (el antiguamente llamado ADN basura) es material genético que nos han ido aportando los microbios, verdaderos dueños de este planeta, a través del tiempo profundo. Pero ese ADN está muy lejos de ser basura inservible. En realidad, la mayor parte se compone de genes saltarines (transposones), antiguos virus y retrovirus que nos parasitaron en el pasado. Cuando las cosas se ponen feas en el medio exterior, los virus ven peligrar la supervivencia de sus hospedadores (por ejemplo, la nuestra) y se activan para arreglar las cosas. También, en parte, por su propio bien (1). De alguna manera, podría decirse que los genes no son egoístas, como tan enconadamente defiende Richard Dawkins, sino, en todo caso, ¡los antiguos virus y retrovirus!

En concreto, estos transposones abandonan sus posiciones habituales y saltan a otras situadas dentro de la porción activa del ADN, la que codifica la síntesis de proteínas. Generan con ello una enorme diversificación del genoma, crean genes nuevos y afectan a sus secuencias reguladoras (los interruptores generales). Como resultado, los organismos cambian, y lo hacen a velocidades relativamente rápidas. Así consiguen nuevas adaptaciones y también pueden constituirse en nuevas especies.

Pausas y acelerones
Esto concuerda muy bien con los rápidos cambios observados en la forma y el tamaño del pico en los pinzones de Darwin, cuando el régimen de sequías da paso a lluvias frecuentes en las islas Galápagos. También se aprecia en la forma y la conducta de los guppies en las islas de Trinidad y Tobago, según si en sus ríos hay o no depredadores de estos peces. Y también en el famoso ejemplo de las polillas del abedul que cambiaron de color debido al hollín de la revolución industrial inglesa (2).  Y no sólo eso sino que podríamos explicar también el sorprendente éxito de algunas especies introducidas (3) o de las que colonizan espacios antropizados. En  el plano macro-evolutivo, encaja con la teoría del equilibrio puntuado (o interrumpido) de Stephen Jay Gould y Niles Elredge, según la cual el registro fósil no nos engaña al mostrar que las especies permanecen inmutables durante largos periodos de tiempo geológico y cambian luego de forma relativamente súbita. El organismo es capaz de responder ante las nuevas presiones ambientales. No de una manera dirigida, pero sí aumentando (millones de veces) la velocidad del cambio. Al final acaba operando la selección natural y, con un poco de suerte, alguna de las nuevas propuestas de vida sale a delante. Si no, entra en escena la extinción, ya sea de poblaciones locales o de especies enteras.

Dicho de otro modo, el proceder de los transposones es pasar desapercibidos hasta que una crisis los despierta y reactiva. Al igual que los seres humanos, que espabilamos y nos volvemos más creativos cuando las cosas se complican. Los virus y retrovirus se ponen rápidamente en marcha para que pueda proseguir su vida feliz como parásitos. Sin embargo, visto desde el punto de vista del organismo, los genes saltarines pueden ser considerados mecanismos propios de su resiliencia (capacidad de adaptación) o de cómo gestiona las perturbaciones ambientales. Se me ocurre que la feraz radiación de planes corporales que tuvo lugar en el Cámbrico o la enorme diversificación de los picos de las aves tras el evento catastrófico que eliminó a los dinosaurios (4) pudo deberse a que justo en ese momento el genoma de los seres multicelulares se vio invadido por virus. También es posible que la crisis global que marcó el final del Cretáceo despertase a los elementos saltarines. Me da la impresión de que la aceleración de las tasas de diferenciación en poblaciones insulares no tiene sólo que ver con efectos fundacionales y de aislamiento genético, sino con el estrés de colonizar un nuevo medio, con periodos de hiperactividad de los elementos transponibles.

Respuesta al cambio
Hay varias lecciones que se derivan de todo esto. La más trascendental quizá sea que nuestro organismo es una colonia de formas vivas. No sólo alojamos enormes cantidades de bacterias en la piel y los intestinos, no sólo nuestras mitocondrias son antiguas bacterias de vida libre, sino que nuestro ADN está dominado por virus y retrovirus . Una segunda lección es que los cambios rápidos, tanto micro como macro-evolutivos, son posibles y los genes saltarines no son el único medio de conseguirlos. Pueden deberse a una alteración en las secuencias que regulan la actividad de los genes o de los ritmos relativos al desarrollo embrionario. Incluso son posibles por medio de poliploidía, sobre todo en el caso de las plantas.

Una tercera y última lección, es que los cambios genéticos pueden provocarse desde el exterior. Cabe recordar en este sentido que los transposones están a menudo silenciados por grupos metilo y que las metilaciones y desmetilaciones responden a pistas ambientales. A veces ellos mismos se silencian, porque no les conviene que cambie el status quo. Da la impresión de que tanto la epigenética como los cambios en secuencias reguladoras no son sino mecanismos al servicio de estos virus parásitos que nos gobiernan desde dentro de una manera relativamente egoísta (5, 6). Lo antiguo gobernando a lo nuevo. Lo simple generando complejidad. Tiene sentido.
Como colofón, las propuestas evolutivas defendidas por Lamarck no parecen tan descabelladas como ha pretendido el neodarwinismo durante décadas. Ante tanta diversidad de mecanismos que generan cambio evolutivo, Darwin debe de estar revolviéndose de placer en su tumba de Westminster.

Bibliografía

(1) Moalem, S. (2007). Survival of the sickest: the surprising connections between disease and longevity. Harper Collins Publishers. New York.
(2)   Van’t Hof, A.E. y otros autores. (2016). The industrial melanism mutation in British peppered moths is a transposable element. Nature 534: 102-107.
(3) Stapley, J. y otros autores. (2015). Transposable elements as agents of rapid adaptation may explain the genetic paradox of invasive species. Molecular Ecology 24: 2241-2252.
(4) Cooney, C.R. y otros autores (2017). Mega-evolutionary dynamics of the adaptive radiation in birds. Nature. DOI: 10.1038/nature21074.
(5) Rey, O. y otros autores. (2016). Adaptation to global change: a transposable element-epigenetics perspective. Trends in Ecology and Evolution 31:514-526.
(6) Belyayev, A. (2014). Bursts of transposable elements as an evolutionary driving forcé. Journal of Evolutionary Biology 27: 2573-2584. 

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