Solemos
considerar el engaño y la trampa como un rasgo típicamente humano. Pero son
conductas que ya estaban en la naturaleza mucho antes de que llegáramos
nosotros. Eso sí, les hemos dado un carácter propio al engañar de forma deliberada,
no por instinto. Aunque no somos los únicos. Otros mamíferos sociales, como los
delfines, también hacen trampas deliberadamente. Cuando son entrenados para
recoger objetos del fondo de los tanques en los que viven en cautividad, a
cambio de una recompensa, acaban partiendo los objetos en trocitos pequeños y
escondiendo los trozos para así recibir numerosas recompensas.
Bien
pensado, ser un listo, un vivo, un avispado, un jeta o un tramposo es una
estrategia vital como otra cualquiera. Aunque no parecería
de entrada que el engaño pueda ser una estrategia que pueda mantenerse en el
tiempo (que sea evolutivamente estable), sí se da con cierta frecuencia dentro
de las poblaciones de una misma especie. Pero, el Lazarillo de Tormes sólo
puede sobrevivir en un entorno de gente mayoritariamente honrada. Si la mayor
parte de la población juega a la trampa, la situación se vuelve inestable: no
hay personas honradas a las que robar.
Pensemos,
por ejemplo, en una población de abejas que incluyera un porcentaje de individuos
totalmente inofensivos, aunque siguieran teniendo la coloración negra y
amarilla del abdomen como advertencia aposemática. Esa pequeña trampa sería
viable sólo mientras no fuera muy frecuente dentro de la población, ya que si
los depredadores descubren que las abejas no son peligrosas, a pesar de lo que
indican sus colores, el sistema defensivo se vendría abajo. Supongamos que para
las avispas tramposas resultase ventajoso no producir veneno porque con ello aumentase
su descendencia, pues podrían destinar a la procreación la energía destinada antes
a defenderse. Con el tiempo, las abejas tramposas se volverían más abundantes.
Pero la trampa acabaría por descubrirse y volvería a descender el porcentaje de
avispas tramposas y a aumentar el de las peligrosas. Así pues, la selección
natural mantendría el engaño en porcentajes bajos.
Otra
cosa muy distinta es lo que ocurre con los dípteros sírfidos que, siendo inofensivos,
imitan en su aspecto (mimetismo batesiano) a abejas y avispas que sí son
peligrosas. Una trampa de éxito absoluto. La selección natural no reduce ahora
el número relativo de tramposos en la población, ya que avispas y abejas (ajenas
a la trampa) siguen siendo peligrosas. Los depredadores identifican las bandas
amarillas y negras como una advertencia honesta de peligro, ya sea en avispas
(verdaderamente peligrosas) o en moscas (tramposas). El truco es difícil de
descubrir y además no afecta negativamente a las especies imitadas.
Ejemplar
juvenil de cuco posado en una zona esteparia del interior de Valencia. Si hay
una especie que merece tildarse de tramposa, sin duda es ésta (foto: Marta
Romero Gil).
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El engaño de los
cucos
Algo
parecido pasa con los cucos (Cuculus
canorus). Todos los cucos europeos son tramposos y ponen los huevos en
nidos ajenos, engañando a más de cien especies distintas de pajarillos. La
trampa se mantiene en el tiempo porque cortocircuita la conducta reproductora
de otras aves que no pueden pagarles con la misma moneda, es decir, parasitándolos
a ellos. Un engaño sofisticado, ya que el huevo del cuco imita los colores y el
diseño del de la especie parasitada. Además eclosiona rápido, de manera que los
cuclillos puedan deshacerse de los legítimos ocupantes del nido. Como es bien
sabido, tienen el reflejo instintivo de arrojar por la borda (del nido)
cualquier cosa que se coloque sobre su dorso, incluidos los huevos y pollos de
la especie parasitada.
¿Cómo
ha podido evolucionar algo así? En primer lugar, dado que los huevos que
producen huésped y hospedador son muy similares, ¿hay poblaciones de cucos
especializadas en ciertas especies hospedadoras? O, por el contrario, ¿es un
individuo capaz de parasitar a un amplio espectro de especies adaptando el
fenotipo (coloración, tamaño y diseño del huevo) a cada caso? La primera opción
es más parsimoniosa y parece ser la verdadera (1).
Imagina
un pasado en el que una hembra ancestral de cuco, que ponía huevos de color X,
fue depositándolos en nidos de diferentes especies. La artimaña fracasó en
todos menos en el de la especie hospedadora adecuada, es decir, aquella cuyos
huevos eran lo suficientemente parecidos a los del cuco como para que no se percibiera
el engaño. A partir de ahí, la fijación a ese hospedador debió de ser sobre
todo cultural, es decir, aprendida. Y año tras año esos cucos deben afinar en la
imitación de la puesta ajena, en una carrera armamentista con su huésped. Quién
sabe si en este acople de grano fino pueden intervenir mecanismos epigenéticos.
No me extrañaría lo más mínimo.
En
el mundo hay otros cucos que parasitan los nidos de su misma especie, si bien
en este caso no son parásitos obligados sino facultativos, pues también crían a
sus propios pollos. Algo así como las anátidas o las gaviotas que aprovechan un
descuido de la pareja vecina para colarles un gol. Un parasitismo más
oportunista y mucho menos sofisticado cuya frecuencia está regulada por
selección natural: si todos los individuos de la población fueran parásitos de
cría sería un caos; simplemente no funcionaría y la frecuencia de los cucos
normales aumentaría de nuevo.
La evolución del
parasitismo obligado
De
hecho, la gran mayoría de las especies de la familia Cuculidae no son parásitas
de cría. Al principio debía haber cucos que parasitasen de manera facultativa
las puestas de otras especies, como hacían con las de sus congéneres. Pero la
opción heteroespecífica tuvo tanto éxito que acabó extendiéndose en la
población hasta fijarse por completo. Es decir, hasta estar presente en el 100%
de sus individuos, reducir la variabilidad de este rasgo a cero y generar la
conducta que conocemos de parásitos de cría obligados. Como decíamos, el engaño
funciona de maravilla con el ajeno, con el diferente, con el que no puede pagarte
con la misma moneda, pero no con el igual. Tanto es así que los cucos parasitan
a especies que están filogenéticamente muy lejanas de ellos. Esta es una
cuestión clave: los Cuculiformes son no-paseriformes
(un conjunto de grupos de ves filogenéticamente antiguos) y normalmente parasitan
a paseriformes (un grupo de radiación mucho más reciente). Y eso a pesar de la
enorme diferencia de tamaño, que de entrada haría pensar que tal parasitismo
sería inviable, por lo evidente del engaño. Menos agresiva es la estrategia de
los críalos (Clamator glandarius), un
segundo cuco europeo especializado en parasitar los nidos de córvidos, sobre
todo de urracas. Sin embargo, los críalos no expulsan a los pollos del nido, sino
que lo comparten, y lo más curioso es que a menudo los protegen debido a que su
fuerte olor repele a los depredadores potenciales (2). Esta ventaja traslada la
relación desde el parasitismo al mutualismo, al menos en algunas ocasiones.
El día a día de
un tramposo
Imaginad,
por curiosidad, la ajetreada vida de un cuco en época reproductora. En primer
lugar, más que unos listos son unos buenos espías sociales, por mucho que se
consideren una especie solitaria. Han de pasarse el día observando a los pajarillos
de su comunidad para ver quién anda ocupado en construir el nido y seguirlo
hasta que se presente el momento oportuno de endosarle su huevo, a escondidas y
de forma rápida. Algo que pueden repetir hasta en 25 nidos durante una sola temporada.
El huevo parásito es especialmente resistente a los golpes, quizá para evitar
que se rompa al dejarlo caer (3). Pero si es descubierto el hospedador no
dudará en destruirlo. En tal caso, el cuco puede eliminar a su vez la puesta
completa de la especie hospedadora. No se trata exactamente de un acto de
venganza (concepto humano), sino que con este comportamiento contribuye a que no
se propaguen los genes que permiten el reconocimiento de la trampa entre la
población de hospedadores. De algún modo, siembra para el futuro, para el suyo
y el de sus descendientes. Es la hipótesis del comportamiento “mafioso” que
defienden los hermanos Soler (4).
Resulta
curioso que los cucos no se impregnen de la identidad ajena al ser criados por
otras aves. Sorprendentemente, cuando llegue la hora de reproducirse, buscarán una
pareja de su propia especie. Conservan en todo momento su identidad de cucos y
no intentan reproducirse con, pongamos, el acentor o el carricero que los haya
criado. De otra forma, claro está, la trampa no serviría de nada. Por el
contrario, los padres adoptivos nunca dudan de que aquel gigante sea de su
estirpe y lo alimentarán con todo empeño, como un ejército de liliputienses que
cebara a Gulliver.
En
fin, que si hay un hueco, una debilidad, un vacío legal en la naturaleza, alguien
lo acabará encontrando. Es lo que pasa en las sociedades humanas con esos
ciclomotores de cuatro ruedas que tantos problemas de tráfico generan. ¡Son
motos tramposas, todos lo sabemos, pero de momento ahí siguen! También es buen
ejemplo el de las aves capaces de imitar el canto de otras especies (y, de
rebote, el ruido de los artificios humanos). Una habilidad que por algo habrá evolucionado
y muchas veces se utiliza con fines engañosos. Por ejemplo, para apoderarse de
los recursos de otros al lanzar una falsa señal de alarma. Ya lo decía mi madre:
¡No hay nada como saber idiomas!
Agradecimientos
A
Alicia Montesinos, en recuerdo de un memorable paseo por el alcornocal de Sierra
Calderona hablando de plantas y parásitos. A Jaume Terradas, por
revisar el trabajo y alentarme a seguir escribiendo más “detectives”. A
Vittorio Baglione, por revisar un borrador del manuscrito.
Bibliografía
(1)
Avilés, J.M. y colaboradores (2006).
Rapid increase in cuckoo egg matching in a recently
parasitized reed warbler population. Journal
of Evolutionary Biology, 19: 1.901-1.910.
(2) Canestrari, D. y otros autores (2014).
From parasitism to mutualism: unexpected interactions between a cuckoo and its
host. Science, 343: 1.350-1.352.
(3) Antonov, A. y otros autores (2008). Does
the cuckoo benefit from laying unusually strong eggs? Animal Behaviour, 76: 1.893-1.900.
(4) Soler, M. y otros autores (1995). Magpie
host manipulation by great spotted cuckoos: Evidence for an avian mafia? Evolution, 49: 770-775.
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