Mucha gente que llega al mundillo de la conservación de la naturaleza
se sorprende al descubrir que buena parte de los indicadores ambientales, tanto
ibéricos como europeos, han seguido una tendencia positiva durante las últimas
décadas. La razón es que aún se mantiene la inercia de los mensajes
catastrofistas lanzados en los años sesenta y setenta, cuando se pasó de golpe
de una sociedad rural, agraria y ganadera, a otra urbana e industrial. Sin
embargo, el naturalista avezado sabe bien que no es así.
Ciertamente, la lista de los avances
es enorme: la destrucción de humedales costeros ha sido detenida, se han creado
infinidad de espacios protegidos –incluidas redes europeas que en España atañen
a un 5% del territorio–, ya no se arrasan bosques autóctonos para plantar
cultivos madereros, las aguas fecales e industriales son separadas y depuradas,
y nadie usa plaguicidas tan nocivos como el DDT o aquellos fluorocarbonos que
dañaban la capa de ozono. Además, se ha potenciado la agricultura ecológica, el
reciclaje de residuos sólidos y las energías limpias. La gasolina con plomo
está prohibida e incluso se ha avanzado mucho en resolver el problema del
plumbismo debido a la munición de caza. También se han impulsado innumerables
proyectos para reintroducir fauna amenazada, la ley obliga a reducir los
impactos de las obras de infraestructura, se han restaurado zonas degradadas y
los ríos ya no se repueblan con especies exóticas, al tiempo que se trata de controlar
a las ya establecidas y las nutrias ganas territorios perdidos.
En fin, no creo necesario seguir
enumerando ejemplos para apoyar la tesis de que llevamos al menos veinte años
mejorando en conjunto (con sus más y sus menos) la maltrecha situación en la
que dejamos la naturaleza europea tras nuestro abandono del sistema agrosilvopastoral
tradicional de supervivencia. No quisiera que esta introducción se convirtiera
en una larga argumentación al estilo de El
origen de las especies de Darwin o Colapso
de Jared Diamond (1). En los primeros capítulos de ambas obras sus autores aportan
pruebas más que suficientes para vislumbrar que lo que defienden es cierto. De
hecho, cada lector podría añadir alguna contribución del movimiento
conservacionista a la lista del primer párrafo.
El precio global de la conservación local
La cuestión que realmente me
interesa abordar aquí es a qué coste hemos conseguido todos esos avances. La
duda me asaltó un buen día en el puerto de Castellón. Nos disponíamos a navegar
hacia las islas Columbretes y en uno de los muelles había unas montañas enormes
de arcillas que estaban siendo desestibadas de un no menos enorme carguero allí
amarrado. Alguno de nuestros tripulantes me comentó que aquellos conos de
arcilla estaban destinados a proporcionar materia prima a la industria de la
cerámica castellonense y que procedían de Marruecos. Entonces cobró sentido
para mí que fuera posible compaginar la protección de las principales sierras locales
–Calderona, Espadà, Desert de les Palmes, Penyagolosa, Tinença– con la
existencia de un elevadísimo número de empresas azulejeras ávidas de arcillas.
El material no provenía de explotar las canteras locales, sino las marroquíes.
Es decir, se trataba de un daño exportado. Lo que se denomina, con uno de esos eufemismos
hoy tan en boga, “externalizar el coste ambiental”, una nueva expresión del conocido
acrónimo americano NIMBY: Not in my backyard, o sea,
“No en mi patio trasero”. En otras palabras, nadie se niega a que se depreden
los recursos, siempre y cuando no se haga dentro de su territorio. Así pues, la
batalla de conservar los espacios naturales castellonenses está ganada, pero la
guerra de conservar la naturaleza en el Paleártico Occidental está perdida, al
menos de momento.
Ahora vivo en Mallorca y aquí me
he encontrado con situaciones muy parecidas. Gracias a las campañas del Grupo
de Ornitología Balear (GOB), del que soy orgulloso miembro, se consiguió
paralizar la urbanización de numerosos espacios naturales de alto valor, como
la playa de Es Trenc o la isla de Sa Dragonera, en los años del auge turístico.
Sin embargo, hemos de ser conscientes de que aquello sólo fue una batalla
ganada contra los grandes especuladores hoteleros, ya que éstos simplemente
trasladaron sus destrozos a otros enclaves más o menos lejanos: el Caribe, las
costas del Magreb o la península mexicana de Yucatán, por poner algunos
ejemplos.
En realidad, ni siquiera se ganó
la batalla de forma definitiva. Ahora, tras el salvaje recorte de avances
democráticos amparado en la crisis económica, los hoteleros –y los políticos que
los secundan– vuelven al ataque con la amenaza de un nuevo hotel en el entorno
de Es Trenc. Así de frágiles son nuestras conquistas. Este asunto de trasladar
las barbaridades a otros lugares me recuerda el resultado que suelen tener los
descastes en masa de gaviotas patiamarillas. La colonia bajo tratamiento ve reducido
su número en gran medida porque las aves se desplazan a otras colonias, con lo
que simplemente se llevan el problema a otro sitio. La solución a las grandes
densidades de gaviotas pasa por adoptar medidas que ataquen el problema de raíz,
fundamentalmente evitar que dispongan de comida sin límite en los vertederos a
cielo abierto o a través de los descartes de la pesca del arrastre. Los parches
sirven de poco.
Un mundo globalizado, para bien y para mal
Vivimos en un mundo absolutamente
globalizado. Pero es un desastre que sólo se haya globalizado la depredación de
los recursos y no su conservación. Es el mismo problema al que se enfrenta la
economía de la Unión Europea :
no puede funcionar el mercado único, incluso con una moneda única, sin una
fiscalidad de ámbito europeo. Hay que estar a las duras y a las maduras, si no,
no vale. El problema también se parece al de los paraísos fiscales: no cesarán
los desfalcos mientras el dinero pueda fluir libremente por el mundo a lugares
donde sea intocable. En otras palabras, o globalizamos
para todo, o es mejor que sigamos siendo unos provincianos. Mantener limpio
nuestro patio trasero a costa de ensuciar el del vecino (cercano o lejano) no
es una manera válida de proceder en este mundo que se nos queda pequeño. Un
caso especialmente grave es cuando la famosa “externalización del coste
ambiental” se hace dañando las zonas del planeta más ricas en biodiversidad, es
decir, los trópicos.
Recuerdo un ejemplo que viví en mis
propias carnes. A mediados de los años noventa, la Conselleria d’Obres de
la Generalitat
Valenciana andaba gestionando un horrendo paseo marítimo de la
época franquista, construido sobre el campo de dunas de las playas de El Saler,
frente a la Albufera
de Valencia. La demolición del paseo elevado de hormigón y la restauración de
las dunas fue una obra sumamente acertada y necesaria. Sin embargo, el remate
no lo fue tanto. En sustitución del adefesio de hormigón, se optó por construir
un paseo de madera detrás del primer campo de dunas. Hasta ahí todo suena a
ecológico si no fuese porque aquella madera era de origen tropical (ya que
aguanta mejor a la intemperie) y no venía certificada. A nadie pareció
importarle ese pequeño detalle. Pues bien, lo que hemos de entender es que no era
ningún “pequeño detalle” y que es injusto vestir a un santo con las ropas de otro;
sobre todo si el santo desvestido vive entre las latitudes 23ºN y 23ºS, es
decir, entre los trópicos de Cáncer y Capricornio, donde se agolpa la histórica
diversidad del planeta.
Claves para una gestión global
Mucho me temo que, como nos
recuerda Tim Flannery, para conseguir una gestión global de la biodiversidad
del planeta son necesarios cambios fundamentales en aspectos que no están muy
en manos de los conservacionistas (2). Nuestros esfuerzos deben dirigirse a
erradicar la pobreza y las guerras, desmontar los paraísos fiscales y crear sociedades
más justas, educadas e igualitarias. La globalización de la democracia
permitiría estabilizar el crecimiento demográfico en los países empobrecidos y superar
los desfasados tabúes de las religiones monoteístas en contra de la planificación
familiar; aunque no en contra de incrementar la esperanza de vida, que sí se
considera curiosamente “natural”. Sin esto, el proceso de “nimbyzación” –perdón
por la palabreja– seguirá adelante y conseguiremos mantener impolutas las
regiones del planeta más pobres en biodiversidad, mientras condenamos al
desastre los lugares verdaderamente repletos de vida, almacenes que empaquetan
la historia más antigua de un planeta que fue, en épocas no tan lejanas, casi todo
él tropical.
A José Manuel Igual, por sus buenos
consejos y sus ánimos.
Bibliografía
(1) Diamond, J. (2006). Colapso:
por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen. Debate. Barcelona.
(2) Flannery, T. (2011). Aquí en la Tierra.
Taurus. Madrid.
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