Las montañas del solar ibérico han estado sometidas, histórica y
prehistóricamente, a todo tipo de actividades humanas para aprovechar sus
recursos naturales. Hasta tal punto, que los hábitats prístinos probablemente
sólo existan en nuestra imaginación.
Los seres humanos han explotado
los ambientes de montaña durante milenios. Así que fue un complejo entramado de
actividades de muy diversa índole (carboneo, ganadería, repoblaciones, caza,
pesca, agricultura) el que dio forma a los ecosistemas montañeses tal cual
llegaron hasta los años cincuenta. Los montes fueron durante siglos focos de
actividad preindustrial, un lugar donde producir hielo, cal o combustible en
forma de carbón vegetal. La imagen que ahora tenemos los paseantes del siglo
XXI, para quienes las montañas parecen destinadas al ocio dominical, dista
mucho del aspecto que debieron tener en tiempos pasados. A menudo trato de
imaginarme la sierra de Tramuntana mallorquina tan sólo un siglo atrás o
incluso menos, llena de personas que a diario acudían temprano a sus puestos de
trabajo, como ahora se hace en las oficinas citadinas. Pero toda esa febril
actividad forestal de arrieros con sus carros y mulas, de pastores, carboneros,
resineros y caleros, cesó de golpe con la llegada del turismo y de la industria.
En Mallorca ese punto de
inflexión se dio hace sólo cincuenta o sesenta años, cuando llegó el turismo en
masa. La industria se instaló un poco antes en la Península , ya que las
minas asturianas de carbón mineral, explotadas a partir del siglo XIX por
capital extranjero, marcaron la diferencia (en Mallorca sólo había unas
pequeñas minas de lignitas que perduraron hasta los años 80). El abandono
súbito de la vida rural, con la correspondiente concentración de nuestros
padres y abuelos en grandes ciudades industriales, trajo consigo un profundo
cambio en los sistemas agrosilvopastorales. Los mismos que habían seleccionado la
fauna y flora que llegó hasta la era industrial. De este modo, terrenos antaño ganados
al bosque para abrir pastos se han visto ahora reclamados de nuevo por el
bosque, que ha aumentado mucho en densidad (1). Esta evolución del paisaje ha
de conllevar necesariamente beneficios para algunas especies animales y
vegetales, al igual que perjuicios para otras. Por ejemplo, parece que las
mariposas de los prados abiertos están de capa caída (2), mientras que corzos y
lobos consiguen expandirse.
Gallos salvajes y cambios en el paisaje
Sin embargo, aves tan
genuinamente forestales como los urogallos demuestran, con su ligero declive en
el Pirineo, que unas masas forestales más densas no son buenas para ellos (3).
Los urogallos son originarios de la taiga del norte de Europa, donde las
coníferas se encuentran bastante separadas unas de otras. Los bosques
pirenaicos, hasta donde llegaron los urogallos empujados por los hielos de las
glaciaciones pleistocenas, han sido siempre subóptimos para la especie. Aún
menos óptimos desde que el abandono del campo ha favorecido el aumento de la
densidad. En bosques tan densos entra muy poca luz para el arándano, un importante
recurso alimenticio, directo e indirecto, para los urogallos.
El aumento de la vegetación limita
asimismo su capacidad de huída frente a los depredadores (3), lo cual es
especialmente importante ahora que son más numerosos los de mediano tamaño, como
zorros y mustélidos. Aparte de que afortunadamente se haya relajado la persecución
de estos carnívoros, es indudable que han salido favorecidos por la falta de
depredadores apicales, capaces de regular sus poblaciones de forma natural, y también
por el alimento suplementario que proporcionan las actividades humanas. Aunque
la mayor cantidad de alimento se encuentra en los vertederos, tampoco son
despreciables los restos de caza mayor, a menudo procedentes de especies
exóticas, como el gamo. En consecuencia, ahora que se han
desmontado casi por completo los sistemas tradicionales de explotación,
constatamos hasta qué punto estaba imbricada la fauna y la flora que ha llegado
nuestros días en el entramado rural. La presencia humana era ubicua, desde las
humildes montañas litorales hasta las altivas cumbres de los Pirineos y ubicuas
están siendo las consecuencias de su abandono, como no podía ser de otra
manera.
Cabras, flores, quemas y endemismos
En la montaña mallorquina, que es
la que tengo más a mano, se da una situación muy particular relacionada con el
abandono de la vida rural. La sierra de Tramuntana, una prolongación insular del
sistema Bético, alberga una importante cantidad de endemismos vegetales. En
torno al 10% de la flora mallorquina está formada por plantas endémicas de las Baleares, cifra similar a la que
se registra en las otras grandes islas del Mediterráneo occidental. Estos
endemismos han coexistido históricamente con las quemas de “càrritx” (Ampelodesmos mauritanica) para abrir
pastos al ganado y con el ramoneo de cabras asilvestradas y cerdos. De entrada,
podría pensarse que ambos factores representan un impacto, una amenaza para los
endemismos vegetales, y que sería deseable suprimirlos. Sin embargo, el asunto
merece estudiarse con mayor detalle.
Tras el abandono de las terrazas
ganadas al bosque para plantar olivos, almendros y algarrobos, el “càrritx” lo ha
invadido todo y ahora hay ciertos endemismos, como el eléboro (Helleborus lividus), que sobreviven
envueltos en un mar de gramíneas. ¿La quema del càrritx podría beneficiar a los
eléboros? O, por el contrario, ¿colonizan los eléboros, que prefieren los
sitios umbríos, zonas más soleadas cuando crecen a la sombra del càrritx? No
creo que nadie tenga las respuestas, así que valdría la pena hacer algunos experimentos
en parcelas sometidas a fuegos controlados y comparar los resultados con otras
que se hayan dejado tal cual.
Aparte están las cabras
asilvestradas, con sus dientes y sus heces. En las primeras fotos que acompañan
a este escrito se ve claramente un hecho común a tres plantas: el azafrán borde (Crocus cambessedesii), la quitameriendas (Merendera filifolia) y la bellorita (Bellis sylvestris): todas ellas crecen a menudo rodeadas por abundantes
excrementos de cabra. Es posible, por lo tanto, que una retirada de las cabras
asilvestradas tuviera consecuencias inesperadas para las plantas pratenses
amantes de suelos nitrificados. El efecto de las cabras en la isla es
especialmente interesante si pensamos que durante más de cinco millones de años
la vegetación de Mallorca estuvo regulada por la abundante presencia del
pequeño bóvido Myotragus balearicus, que al parecer se extinguió con la
llegada de los primeros humanos hace poco más de 4.000 años (4, 5). Por ello
cabe esperar que las plantas endémicas hayan desarrollado mecanismos de defensa
frente a la herbivoría, ya sea en forma de compuestos tóxicos o a través de su
capacidad para colonizar ambientes donde no llegue el diente de la cabra, como
las paredes verticales. Al tiempo que muchas de ellas se benefician del abonado
que proporcionan los excrementos.
Sin duda, muchas plantas son
rupícolas por necesidad y no por gusto. Si crecen en grietas de acantilados, en
condiciones muy apartadas del óptimo imaginable, es porque no les queda otro
remedio. Aquí también habría que llevar a cabo experimentos con parcelas donde
no pudieran entrar los herbívoros para dilucidar qué especies salen
beneficiadas y cuáles perjudicadas por la presencia de los ramoneadores, y en
qué densidades.
Usos tradicionales y gestión del espacio protegido
Uno de los errores más graves que
se cometen al gestionar espacios protegidos en la región mediterránea (y fuera
de ella también) es interrumpir a rajatabla los usos tradicionales, con la sana
intención de preservar mejor la biodiversidad. Lo más recomendable es, seguramente,
que un espacio protegido tenga un poco de todo. Por ejemplo, habría que crear
mosaicos con comunidades vegetales en distintos grados de madurez. En este
sentido, tratar de que todo esté en estado clímax es tan poco realista como
deseable. Si pudiéramos comparar la actual diversidad biológica de los espacios
protegidos de montaña con la existente hace varias décadas, antes de su
protección, probablemente nos encontraríamos con la desagradable sorpresa de
que el balance fuera negativo. A mi primo Pipo Sierra, experto naturalista del
rural gallego, le gusta recordarme que el Parque Nacional da Peneda-Gerês, el
único de esta categoría que existe en Portugal, se declaró sobre todo para
conservar cinco o seis parejas de águila real y que, cuarenta años después, la
especie se ha extinguido. Imagino que muchos lectores recuerdan casos similares.
El bucardo del Pirineo sería uno paradigmático.
Trabajar en esta línea de
investigación aplicada, en la frontera entre la muerte súbita del motor que
gestionaba nuestros ecosistemas forestales y el mantenimiento futuro de la
biodiversidad heredada, debería estar entre las prioridades de nuestras
administraciones públicas, ONG y entidades privadas con intereses en
conservación. Habría que hacerlo, además, desde una perspectiva que nos permita
aprovechar todo lo positivo de la experiencia pasada, para no caer en los
mismos errores. Perseguir lobos para salvar ovejas no puede ser ya el modelo a
seguir, sino uno más integrador en el que haya hueco para todos. No es extraño
que el turismo de montaña, bien enfocado, se perfile como una de las alternativas
más claras a la pérdida de renta que lleva asociada la conservación.
Agradecimientos
A Llorenç Sáez y Xavi Rotlán, por
la información sobre el porcentaje de endemismos en la flora mallorquina. A
Josep Antoni Alcover, que revisó un borrador del escrito.
Bibliografía
(1) Ameztegui,
A. y otros autores (2010). Land-use changes as major drivers of mountain
pine (Pinus uncinata Ram.) expansion
in the Pyrenees . Global Ecology and Biogeography, 19: 632-641.
(2) Stefanescu,
C. y otros autores (2005). Butterflies highlight the conservation value of
hay meadows highly threatened by land-use changes in a protected Mediterranean
area. Biological Conservation, 126:
234-246.
(3) Fernández-Olalla,
M. y otros autores (2012). Assessing different management scenarios to
reverse the declining trend of a relict capercaillie population: a modelling
approach within an adaptive management framework. Biological Conservation, 148: 79-87.
(4) Bover,
P. y Alcover, J.A. (2003). Understanding Late Quaternary extinctions: the
case of Myotragus balearicus (Bate,
1909). Journal of Biogeography, 30:
771-781.
(5) Alcover,
J.A. (2008). The first Mallorcans: prehistoric colonization in the western Mediterranean . Journal
of World Prehistory, 21: 19-84.
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