miércoles, 30 de mayo de 2012

Conocer lo que se dice conocer...

Me sorprende que podamos vivir con tan poca información sobre el entorno que nos rodea. O incluso sobre el entorno que nos constituye, es decir, nuestro propio organismo. Podemos pasarnos la vida entera sin saber cómo funciona el complejo sistema circulatorio sanguíneo o cultivando patatas sin tener ni idea de lo que es en realidad un tubérculo. Eso me hace pensar que el conocimiento no es imprescindible y que solamente aporta una capa de belleza adicional a nuestra forma de percibir la realidad.

¿Qué tienen en común una buganvilla y la espectacular cola de un pavo real? A primera vista, nada. Pero, si ahondamos un poco, veremos que los aparentes pétalos de la buganvilla no son tales, sino brácteas modificadas, brácteas híper-desarrolladas que cubren una flor por otro lado bien exigua. En cuanto a la cola del pavo real, es un abanico formado por las plumas supracoberteras caudales, que en la mayoría de las aves pasan desapercibidas, aunque en este caso estén agigantadas. Ambos ejemplos de falsos “pulgares del panda” nos muestran que podríamos pasarnos toda una vida cuidando buganvillas o pavos reales en un jardín, llamando flor o cola a lo que no lo es y, sin embargo, tampoco pasaría nada. Sólo estaríamos perdiéndonos el disfrute de una capa de belleza que enriquecería intelectualmente nuestras vidas.
Recuerdo el día en que le dije a un buen amigo, acostumbrado a criar higueras desde la infancia, que los higos no son en realidad un fruto sino un conjunto de frutos, una infrutescencia. Cada uno de esos pequeños granitos que sentimos en la boca al masticarlos (aquenios) son los verdaderos frutos de la higuera, que proceden a su vez de diminutas flores, todos ellos rodeados por una envoltura carnosa que da lugar a la estructura del sícono que conocemos comúnmente como “higo”. Algo similar sucede en el caso de las fresas, cuya estructura se denomina eterio.

La aparente chapuza del ojo humano
Conocer, lo que se dice conocer, conocemos las cosas muy superficialmente, aunque pensemos lo contrario. Si preguntáramos a alguien si sabe lo que es un ojo humano diría que sí, claro. Convivimos con nuestros ojos a diario y son ellos los que nos permiten percibir buena parte del mundo exterior. Pero apenas los conocemos en profundidad y en parte es lógico que así sea, porque aprehender el conocimiento es más difícil de lo que parece. Un asunto que siempre me ha cautivado de la estructura del ojo humano es que ha evolucionado doblando el tejido óptico de nuestros lejanos ancestros desde fuera hacia dentro, como si le diéramos la vuelta a un guante de fregar. Justo lo contrario de lo que ocurre, por ejemplo, con los ojos de los cefalópodos, como calamares y pulpos.
Es indiscutible que tan peculiar cambio se produjo en algún momento de la evolución de nuestra especie, ya que el nervio óptico discurre por el interior del ojo y hace sombra a la retina, lo cual es un absurdo que obliga al cerebro a corregir constantemente esa aberración. Y, por otra parte, las baterías de conos (receptores del color) y bastoncillos (receptores de luminosidad) de nuestro ojo no miran hacia fuera, que es de donde procede la luz que nos traslada la información del mundo exterior, sino que están orientados hacia dentro, dirigidos hacia la retina ubicada en el fondo del ojo. Un aparente sinsentido, vaya. Nadie, que yo sepa, ha dado una explicación adaptativa convincente a semejante disposición contra natura. De hecho, nuestro ojo suele emplearse como ejemplo de un “mal diseño” de la naturaleza.
Yo también creo que no tiene explicación ahora, pero sí la tuvo antes y me atrevo a aventurar una posible razón histórica de ese actual sinsentido morfológico, aunque sea como ejercicio mental. Todos sabemos que muchos mamíferos nocturnos, como los felinos y los cánidos (aunque también murciélagos, caballos, bóvidos y cetáceos), tienen ojos que brillan en la oscuridad cuando son iluminados. Este fenómeno se debe a que todos esos animales cuentan con una capa de tejido reflectante que se denomina técnicamente “tapetum lucidum” en el fondo del ojo, ya sea por delante o por detrás de la retina. Algo así como el reflector que colocamos en nuestras bicicletas para ser vistos. La ventaja de dicho tapete es que aprovecha al máximo la luz disponible y la pone a disposición de las células fotosensibles (conos y bastoncillos) para que transmitan información al cerebro a través del nervio óptico. Nuestra especie no tiene tapetum lucidum, pero sí lo tenían nuestros antepasados prosimios (más técnicamente: primates estrepsirrinos) como los lémures de Madagascar, los loris asiáticos y los gálagos y potos africanos, todos ellos de hábitos nocturnos (1). Bien podría ser que más adelante, cuando la mayoría de los primates haplorrinos (grupo compuesto por monos aulladores, titíes, macacos, papiones, orangutanes, gorilas, chimpancés y humanos, además de por los tarsios) abandonaron la vida nocturna, el tapetum lucidum desapareciese. No por un uso o desuso de los órganos a la lamarckiana, claro está, sino por economía de la naturaleza. De este modo, quien ahorra en estructuras puede dedicar energía extra a la reproducción y la supervivencia, lo que aumenta su eficacia biológica (la famosa fitness), que es la regla que mide el éxito evolutivo a largo plazo. Así pues, nos encontramos con que nuestro ojo es ahora una especie de antigua antena parabólica, con el receptor (la batería de bastoncillos ya presente en los primates nocturnos, más la batería de conos que permite apreciar el color a los primates diurnos) apuntando hacia abajo para recibir la radiación electromagnética, pero desprovista de la parábola reflectora (el tapetum) que reflejaría la luz en dirección contraria a su procedencia. Eso sí, hemos adquirido una nueva estructura, la fóvea, que mejora nuestro enfoque y agudeza visual.



La estructura actual de nuestros ojos, cuyos conos y bastoncillos apuntan incomprensiblemente hacia el interior, en lugar de hacia la fuente de luz, podría explicarse, metafóricamente, como la pérdida de la parábola reflectora (nuestro tapetum lucidum) en esta antena de telecomunicaciones. La razón hay que buscarla en el pasado, cuando nuestros antepasados abandonaron la vida nocturna (foto: Alejandro Martínez-Abraín).


La razón de que se haya perpetuado en el tiempo ese ojo sin parábola concentradora de haces y con el receptor del revés es, simplemente, que funciona. Con problemas, sobre todo para ver en la penumbra, pero lo suficientemente bien como para evitar presiones selectivas que actúen en su contra. Al contrario de lo que solemos pensar, las soluciones evolutivas por selección natural no son óptimas, porque partimos de lo que hay disponible, no de cualquier conjunto de elementos necesario para que el resultado final sea el idóneo. Es decir, se reutilizan las piezas disponibles (o los genes que las controlan) para construir otras nuevas. Y así llegamos al presente y nos encontramos con la aparente chapuza de nuestro ojo, que no entenderíamos sin viajar al pasado para trazar el curso de los acontecimientos. De confirmarse la hipótesis que planteo, el ojo humano podría convertirse en un nuevo ejemplo de cómo lo que observamos en el presente es engañoso, ya que no tiene en cuenta los “fantasmas” del pasado, un tema en el que incidió como nadie el enorme Stephen Jay Gould. En cualquier caso, tenga sentido o no la hipótesis, sólo el hecho de pensar en cómo evolucionó nuestra cámara óptica, esa que permite luego al cerebro fabricar modelos de la realidad, ya es un ejercicio muy edificante.

Pérdida de vello corporal
Tampoco solemos reparar en que somos unos monos desnudos. Aparte de, muchos de nosotros, despigmentados. Aunque gracias a Desmond Morris (2) hemos tenido que reflexionar más al respecto, no es algo que nos llame la atención, ni siquiera si vemos un grupo de chimpancés o de gorilas en cautividad. Simplemente, lo damos por sentado. Si nos comparamos con ellos, es un hecho que nuestra especie tiene el vello corporal reducido a su mínima expresión. La antropología sugiere que la pérdida de vello corporal puede ser uno más de los rasgos neoténicos de nuestra especie, en cuya evolución ha tenido mucho peso la retención de características juveniles ancestrales por ralentización de los ritmos de desarrollo somático respecto al desarrollo germinal. Si vemos la foto de un gorila recién nacido, comprobaremos con sorpresa que casi no tiene pelo, excepto en la cabeza, como nosotros (3). Esta característica fue probablemente bienvenida en nuestro tránsito de la selva tropical africana a la sabana, ya que nos permitió regular mejor nuestra temperatura en un nuevo medio más soleado y aireado.
También se me ocurre proponer que el desarrollo del bipedismo no supuso una desventaja para el transporte de las crías en el homínido lampiño. Lo digo porque las crías de los primates forestales cuadrúpedos se sirven habitualmente del vello corporal profuso de sus progenitores para mantenerse unidos a ellos en los desplazamientos. Sin embargo, con la liberación de la mano, el vello corpóreo pierde mucha importancia. En concreto, toda la que gana la propia mano. Así pues, la pérdida de vello probablemente se debe a un mecanismo neoténico, fue favorable en el ambiente soleado y aireado de la sabana y no fue eliminada por una menor supervivencia de nuestros descendientes, ya que coincidió en el tiempo con los albores del bipedismo y la liberación de la mano. Así que, tras el simple gesto de darle la mano a un niño, podría esconderse todo un complejo entramado de heterocronías, selecciones direccionales y efectos neutrales casi al unísono, como en una gran orquesta.

Conocer es la salsa de la vida
Como ya hemos visto, el conocimiento no es imprescindible para sobrevivir, ni para que nuestra economía diaria sea más boyante. Pero, para aumentar su felicidad, invito al lector a tener presente que habita la superficie de un viejo bólido planetario de unos 6.000 trillones de toneladas de peso y 4.500 millones de años de antigüedad, que se mueve en torno a una estrella mediana llamada Sol y se desplaza a nada menos que 30 kilómetros por segundo.
A mí, personalmente, me parece muy triste que conozcamos mejor la mecánica de nuestros coches que el motivo por el que nuestras manos y pies cuentan con cinco dedos, o la causa de que seamos propensos a las hernias inguinales o padezcamos hipo. Tampoco parece que nos interese demasiado el origen de nuestros pulmones o el de los huesecillos del oído interno. Ni siquiera la razón de que sólo conservemos vello sobre la cabeza después de haberlo perdido en el resto del cuerpo. Como todos los enamoramientos, el del saber no es imprescindible para vivir claro, ¡pero hace de la vida una aventura mucho más interesante!


Bibliografía

(1) Mosterín, J. (2011). La naturaleza humana. Espasa Libros S.L. Barcelona.
(2) Morris, D. (2003). El mono desnudo. Ciencia de Bolsillo. Barcelona.
(3) Martínez-Abraín, A. (2011). Avanzar desacelerando. Quercus, 300: 6-7.

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