jueves, 24 de noviembre de 2011

Las vitrinas del museo

Tanto las obras de arte como los animales nos ocultan información cuando se reúnen en un museo, pues quedan al margen del contexto espacial y temporal del que proceden. No obstante, el ojo avezado sabrá interpretar una parte de esa historia perdida. Del mismo modo, algunas especies vivas traslocadas conservan rasgos que nos ayudan a inferir las condiciones ambientales de su lugar y tiempo de origen.

Los cuadros que cuelgan en las paredes de las pinacotecas son muchas veces solitarios fantasmas que yacen fuera de contexto. Tradicionalmente las obras de arte se hacían a propósito para adornar sitios concretos, de modo que tanto las dimensiones como la temática venían determinadas por su lugar de destino. Así, el retrato de un rey estaría pensado para colgar en un sitio concreto de una sala palaciega y un cuadro con motivos religiosos en un rincón particular de los muros de un convento.

El historiador del arte que contempla un cuadro aislado en el museo no sólo obtiene información sobre las características del cuadro, sino que puede deducir información sobre el entorno de origen de la obra, que pasa desapercibida al observador lego. De manera similar, el naturalista que observa con mirada detectivesca los árboles de un jardín botánico o los animales de las vitrinas de un museo, puede ver mucho más allá de la pieza individual y obtener información sobre el escenario de procedencia de la especie.
Si pudiéramos ver los restos fósiles de Argentavis, que sepamos, el ave voladora más grande que haya existido nunca, podríamos razonar que sus 80 kilos de peso y 7 metros de envergadura no sólo son el récord superior de dimensiones anatómicas aviares, sino que mantener un buitre de esa talla implica la necesaria presencia de carroñas animales de enorme tamaño. Y, de hecho, así sucedía, ya que Argentavis se encargaba de eliminar las carroñas de la gran megafauna del Mioceno superior americano. ¡No tendría sentido contar con un buitre de las dimensiones de un ultraligero en una región y una época incapaces de proporcionar presas acordes con su tamaño!


Esqueleto de Dodo (Raphus cacullatus) un ave Columbiforme extinguida cuyo gigantismo e inaptitud para el vuelo hablan de la ausencia de depredadores terrestres en sus islas de origen en el océano Índico (Foto del autor en el Museo de Historia Natural de Viena)

En la misma línea de pensamiento podemos preguntarnos por las inmensas dimensiones de la secuoya roja californiana, el ser vivo más grande del mundo, con sus más de cien metros de altura. ¿Por qué habría un árbol de ser tan grande? La respuesta está en la ecología pasada de la especie. Las secuoyas son reliquias de los tiempos anteriores a la caída del meteorito que marca el tránsito entre el Cretáceo y el Terciario y, probablemente, su enorme talla responde a una estrategia para evitar a los grandes dinosaurios herbívoros. Por tanto, nuestro asombro al contemplar una secuoya puede ser doble, ya que a sus enormes dimensiones se une la admiración de imaginar a un saurio gigante apoyado a dos patas sobre el tronco decenas de millones de años atrás.

Viaje imaginario a los trópicos
Hace unos días paseaba por las calles de Esporles, mi pueblo adoptivo en Mallorca, y al atardecer contemplaba las plantas de los jardines. Las flores de algunas de ellas, como las encarnadas de los hibiscos y las moradas de las ipomeas, pliegan sus corolas delicadamente con la llegada de la noche. No deja de sorprender el simple hecho de que unas flores respondan a estímulos luminosos circadianos (de periodo diario) o el mecanismo por el que ejecutan esa tarea, pero es mucho más estimulante preguntarse por qué diantre esas flores se toman semejante molestia. Probablemente la razón última no esté ligada a las condiciones meteorológicas de los medios que ocupan estas plantas actualmente. Las causas hay que buscarlas en las zonas de origen de ambas especies. Los grandes y rojos hibiscos (poco visibles para los insectos) son probablemente polinizados por pájaros y su retiro nocturno seguramente garantiza que consumidores clandestinos del néctar (polillas nocturnas, murciélagos) las dejen sin presentes que ofrecer a sus legítimos polinizadores durante el día. Un tranquilo paseo por la calle se puede convertir en un viaje mental hasta Asia o América, imaginando el contexto en el que debió de surgir originalmente esa respuesta floral a la caída de la luz.


Las flores de la Ipomoea indica se cierran por la noche en los jardines mediterráneos, seguramente una respuesta adaptativa para evitar el consumo de néctar o polen por consumidores ilegítimos en sus zonas de origen del continente americano (Foto: Waleska Vázquez)

Los collares de semillas de árboles tropicales que podemos encontrar a la venta en cualquier mercadillo nos vienen a transmitir mensajes con contenido ecológico sobre los trópicos. Esas semillas han llamado la atención de los artesanos porque son grandes, coloridas y resistentes. El gran tamaño guarda relación con la cantidad de ayuda que conviene proporcionar a la plántula cuando germina, hasta que consiga abrirse camino por sí misma. Las selvas tropicales son lugares sombríos en los que el dosel arbóreo acapara la luz. Es una ventaja, por lo tanto, contar con abundantes reservas para hacer más sencillas las primeras etapas de crecimiento. Los llamativos colores de algunas semillas guardan posiblemente relación con su mecanismo de dispersión a través de la fauna vertebrada, que debe encontrarlas más atractivas cuando exhiben esas tonalidades. Por otra parte, la resistencia de las semillas, que las hace idóneas para perdurar largo tiempo como adorno en nuestros cuellos, tiene que ver con alejar la tentación que supondrá, para muchos consumidores ilegítimos, hacerse con el botín energético destinado a facilitar la germinación de las plántulas y evitar la podredumbre a causa de la abundante humedad y el elevado calor.

Cuestión de tamaño
El enorme tamaño de los esqueletos de ballena, expuestos a menudo en los museos de historia natural, invita a pensar si también tendría que ver con eludir a gigantescos depredadores marinos de tiempos remotos. Las ballenas no coexistieron con los grandes saurios marinos del Mesozoico. En realidad, compartieron un antepasado común con los artiodáctilos (hipopótamos, cabras, ciervos) hace 47 millones de años y evolucionaron, por tanto, después de que se extinguieran los grandes reptiles mesozoicos. En cualquier caso, aumentaron de tamaño una vez colonizaron el medio marino, pues sus ancestros terrestres eran mucho más pequeños. Así que la razón de tan gran talla ha de encontrarse en el mar y no tiene que ver con hipotéticos depredadores reptilianos de tiempos remotos.

Es posible que la presencia en los mares de feroces mamíferos depredadores, como las orcas, sea razón suficiente para explicar el gran tamaño de las verdaderas ballenas, las comedoras de krill. De hecho, las orcas son aún los principales depredadores de las crías de ballena azul. A menudo tenemos en cuenta que la megafauna herbívora de las sabanas abiertas africanas evolucionó a partir de ancestros forestales de menor talla, como defensa ante los grandes depredadores, pero solemos olvidar que en el mar se dan relaciones muy parecidas de indefensión que pueden fomentar carreras de armamento. A fin de cuentas, la mar abierta es un medio donde esconderse resulta tan difícil o más aún que en una gran planicie africana. De todos modos es fácil pensar en explicaciones alternativas, como la necesidad de ser de gran tamaño si se ha de vivir de filtrar plancton en el océano, ya que parece haber una convergencia hacia talles grandes entre grupos zoológicos marinos tan lejanos como los tiburones y las ballenas.

El porqué de los cinco lobitos
No quisiera dar con esto la impresión de que vivimos en un mundo en el que cualquier rasgo es consecuencia de una adaptación. Ese mundo “sobreadaptativo” (el del paradigma panglosiano en el que las narices parecen haber evolucionado para hacer de sustento a las gafas) no es el nuestro en realidad. Por ejemplo muchos rasgos se han visto favorecidos por la selección sexual. Nunca adivinaríamos por qué las aves del paraíso o los pavos reales tienen apéndices caudales tan exagerados, con el consiguiente coste asociado, sin atender a las preferencias de las hembras. Y en muchos casos los rasgos existen porque sí, sin más, como subproducto accidental del mantenimiento de otro rasgo que sí es vital para la supervivencia. El número de dedos de nuestras manos y pies es un ejemplo inmejorable. No tenemos cinco dedos porque ése sea el número óptimo para manejar ramas o piedras, ni las hembras humanas prefieren a los hombres con cinco dedos. Simplemente si el número de dedos fuera mayor, la funcionalidad de nuestros órganos reproductivos se vería alterada también, porque ambos caracteres están vinculados genéticamente, de modo que un ser humano con un número de dedos superior a cinco (y no cuentan los falsos dedos que son copia de uno de los cinco) no podría dejar descendencia y, por ende, no transmitiría ese rasgo a las generaciones futuras. El número de dedos es un rasgo neutro de la evolución. Muchos otros caracteres resultan transparentes para la selección natural porque no son vitales para cambiar la fecundidad o la supervivencia de los individuos y no alteran por tanto la frecuencia de los genes que los codifican en las poblaciones con el tiempo.

La naturaleza está constreñida en su capacidad creativa por el escenario ecológico (abiótico en primera instancia y biológico en segunda) en el que se desenvuelve la vida. La acción aditiva de todos estos factores, y las interacciones entre ellos, son los que hacen de los seres vivos eficaces estructuras para perdurar a largo plazo en los ambientes locales. Las visitas a los museos de historia natural nos pueden hacer reflexionar de manera clarividente al respecto, al ver a antiguos seres fuera de su contexto.

Agradecimientos

A José Manuel Igual, por sus constructivos y acertados consejos.

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