jueves, 24 de noviembre de 2011

Compromisos y conflictos

Como en el caso de los animales y las plantas, la longevidad, la sexualidad y la capacidad reproductora del animal humano han sido determinadas por una serie de compromisos y conflictos de naturaleza ecológica

No hay duros a cuatro pesetas. Puede que esta expresión ya no signifique mucho para los lectores más jóvenes de Quercus, pero viene a decir que en la vida pocas cosas salen gratis. Lo mismo que sucede en el día a día de la vida humana, ocurre también en el funcionamiento de la naturaleza. Todo se basa en un toma y daca, en un complejo entramado de compromisos entre ganar y perder en el intento. Según las leyes físicas de la termodinámica no es posible fabricar un “móvil perpetuo”, un imaginario aparato capaz de funcionar eternamente sin aporte externo de energía, más allá del impulso inicial. En este mundo no se puede ganar sin asumir un coste asociado. El coste, desde luego, ha de ser menor que el beneficio porque, de otro modo, haría tiempo que la actividad en cuestión habría desaparecido. Pero lo importante es retener que siempre habrá un coste ineludible.

Reproducirse ahora o sobrevivir a largo plazo
Imaginemos un ave longeva, como el albatros errante, intentando reproducirse en una isla de los lejanos mares australes. Incubar un huevo durante casi tres meses representa un importante desgaste fisiológico. Ante una inclemencia meteorológica que ponga en riesgo el aporte de alimento, la mejor opción sería abandonar la incubación esa temporada y esperar a que en años venideros haya más suerte con los agentes atmosféricos. Dado que el albatros va a vivir muchos años resulta más provechoso para él garantizar su propia supervivencia que empecinarse en sacar adelante a su único pollo en un año determinado, ya que, a buen seguro, habrá otras muchas oportunidades para intentarlo. Sin embargo, para una avecilla menos longeva (pongamos un jilguero como ejemplo) el balance de costes y beneficios es muy diferente, ya que a lo largo de su corta vida tendrá pocas oportunidades para legar sus genes a la descendencia y, por lo tanto, le merecerá la pena arriesgar más la propia vida en cada intento de reproducción.

Algo similar ocurre con el tamaño de la puesta entre las aves. La mayoría podría sacar adelante más pollos de los que, en promedio, logra criar cada temporada, según se desprende de los experimentos que consisten en añadir huevos extra a los nidos. Sin embargo, los esfuerzos se pagan tarde o temprano y, así, a un año de reproducción excelente podría seguir otro pésimo (o incluso la muerte) a consecuencia de lo anterior. Por consiguiente, las aves ajustan el número de huevos que ponen (y el de pollos que saldrán adelante) en función del esfuerzo de crianza que son capaces de soportar sin perjudicarse de manera sustancial a medio o largo plazo.

La longevidad de depredadores y presas
Es difícil que los animales que suelen ser presas de otros consigan vivir muchos años.  Y si los componentes de una población suelen sufrir altas tasas de mortalidad extrínseca (causada por depredación, competencia, enfermedades, parásitos o accidentes fortuitos) son una mala materia prima para que la longevidad se vea favorecida por selección natural. Sencillamente, la selección no podrá ejercer su activo papel de escoba y barrer a los individuos que porten mutaciones con efectos deletéreos programados para actuar a años vista, porque se mueren antes por otras causas externas. Es este compromiso entre mortalidad extrínseca y longevidad el que explica que mientras que los ratones de campo viven como máximo 4-6 años, los murciélagos del género Pipistrellus, cuyo tamaño es similar, tengan esperanzas de vida el doble de largas (8-16 años). Los murciélagos no suelen ser presas habituales de nadie, gracias a su vida nocturna y también a los ambientes donde se reproducen (fisuras, cuevas). De hecho, llegaron a la noche y a las cuevas huyendo de la depredación diurna y se vieron recompensados con un estilo de vida opuesto al de los roedores diurnos. Así que los murciélagos no tienen nada de “ratas aladas”, por mucho que el dicho popular (y su nombre común de “ratones ciegos”) se empeñe en ello. Hacen una baja inversión reproductora por temporada, pero tienen muchas oportunidades de criar a lo largo de su dilatada vida.

Al murciélago hortelano, Eptesicus serotinus, se le ha registrado una longevidad de 19 años, pero tiene una masa corporal inferior a la de un ratón de campo, Apodemus sp., que tan sólo vive 6 años (Foto Antonio Guillén)

Pero ser depredador tampoco es un chollo. Los depredadores apicales, situados en la cumbre de la pirámide ecológica, son a menudo territoriales y compiten entre sí causándose heridas (como nos recuerdan las peleas de gatos en cualquier callejón) y sufren accidentes en las arriesgadas persecuciones de sus presas. Si tuviera que elegir entre ser un búfalo o un león, diría que se vive más cómodamente siendo un herbívoro gigante, a pesar de los eventuales ataques de los leones. El caso es que los grandes carnívoros son menos longevos de lo que cabría esperar por su tamaño. Las especies más favorecidas en este sentido son las que han descubierto innovaciones anatómicas que las blindan ante la depredación en estado adulto (como las tortugas terrestres y marinas, los erizos, las lapas o los armadillos) o las que han llegado a colonizar ambientes libres de depredación, como las aves marinas oceánicas o los peces de lagos sin depredadores.
Además, tanto en la naturaleza como en las relaciones humanas, no sólo son comunes los compromisos sino también los conflictos de intereses: lo que es bueno para ti no siempre es bueno para mí. Este tipo de conflictos se producen a todas horas. Por ejemplo, los progenitores quieren deshacerse de sus vástagos cuanto antes, pero las crías prefieren permanecer junto a sus padres todo el tiempo que sea posible.


Las salamanquesas acuden a las farolas a cazar insectos atraídos por la luz pero a la vez las farolas las hacen más vulnerables a ser descubiertas por depredadores nocturnos como rapaces nocturnas o gatos (Foto: Conxa Martínez)

La estrategia humana de emparejamiento
Para los primates no humanos, la estrategia reproductiva óptima consiste en que los machos copulen con el mayor número posible de hembras y que las hembras sean cubiertas por el mayor número posible de machos. De ahí que las hembras manifiesten externamente, mediante llamativos colores, los periodos en que son fértiles. La competición espermática juega, por tanto, un papel preponderante en este caso.
En la especie humana, sin embargo, machos y hembras tienen intereses que entran en conflicto. Para el hombre del Paleolítico, como para cualquier otro primate, lo ideal era fecundar varias hembras y después no ofrecer cuidado parental alguno. Para las mujeres la estrategia óptima era la monogamia, dado que el cuidado de los hijos en solitario era inviable y exigía que el hombre se involucrara en la crianza de la prole. Todo esto se debe a que nuestros hijos, a diferencia de los hijos de los otros primates, nacen varios meses antes de lo que le correspondería a nuestra especie por su tamaño y muy desvalidos, debido a que el factor limitante  en el parto consiste en que la gran cabeza del cachorro humano quepa por el estrecho canal pélvico. Quizás por ello las mujeres, a diferencia del resto de las hembras de primates, desconocen con exactitud sus periodos fértiles y no los muestran externamente de manera patente mediante colores, ruidos u olores. De esta manera consiguen que los machos tengan que permanecer a su lado de manera habitual para asegurarse de que son los padres de la criatura. En cualquier caso parece que la mejor descripción de la sexualidad de los machos de nuestra especie es también la de monógamos aunque con ligera tendencia a la poliginia, heredada de nuestros ancestros. Esta afirmación se apoya en que existe poco dimorfismo sexual entre hombres y mujeres (los hombres son más grandes y fuertes que las hembras en promedio pero no mucho comparado con el caso de los polígamos gorilas) y en que el tamaño de nuestros testículos en relación al tamaño corporal es pequeño con lo cual se colije que la competición espermática en nuestra especie no tiene gran importancia.

Así pues, son las hembras humanas, con su estrategia de ovulación oculta, sexo en privado y disponibilidad continua a lo largo del año –no sólo durante periodos concretos, como es norma entre los primates– las que hacen del hombre con tendencias polígamas un ser monógamo. Por eso ha estado tan mal vista la promiscuidad femenina hasta hace bien poco en nuestra sociedad (y lo sigue estando en muchas otras): porque un hombre se podía encontrar criando de por vida un hijo que no llevase sus genes; mientras que la promiscuidad masculina ha sido más tolerada, o incluso considerada como algo natural, no sólo porque no existe riesgo alguno para las mujeres en este sentido, sino porque además los hombres pueden obtener potenciales beneficios en forma de mayor transferencia de sus genes a la siguiente generación.

El escenario biológico ideal para un hombre del Paleolítico (es decir, un hombre biológicamente similar a nosotros pero con un bagaje cultural muy distinto) sería colarle un gol a una pareja ajena a la suya, pasando sus genes a la descendencia pero sin ofrecer a cambio cuidado parental alguno. Claro que para el hombre al que se trata de engañar la estrategia es la misma con lo cual todo los machos cuidan de cerca a sus hembras (monógamente) para asegurarse de que el engaño no llega a darse nunca. Afortunadamente, este conflicto histórico entre hombres y mujeres en lo tocante a las relaciones fuera de la pareja está llegando a su fin con la era tecnológica, desde el momento en que las mujeres pueden sacar adelante a sus hijos por sí mismas y escoger entre tener sexo destinado a la procreación o no. La tecnología deviene así en una contribución aún no bien ponderada del camino hacia la tan deseable igualdad entre hombres y mujeres. ¡Curiosidades de la vida! Probablemente, la violencia de género esté viviendo sus últimos coletazos en este mundo nuestro, tan industrializado, en paralelo con los últimos estertores de la era agrícola. Es de esperar que esta nueva cultura acabe por imponerse ante el peso biológico que inevitablemente arrastramos y que, de ahora en adelante, consigamos vivir con un conflicto menos ¡Ojalá ese cambio sea rápido!


Bibliografía

Diamond, J. (1999). ¿Por qué es divertido el sexo? La evolución de la sexualidad humana. Random House Mondadori. Barcelona.

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