En la actualidad,
buena parte de los seres humanos viven hasta una edad avanzada y dan muestras de
envejecimiento. Eso nos induce a pensar que ocurre lo mismo con la fauna
silvestre. Pero… ¿de verdad es así?
Lo
primero que tenemos que hacer es definir algunos conceptos que resultan
confusos. En la lengua de Cervantes, longevidad es cualidad de longevo y
longevo es el individuo que alcanza una edad muy avanzada. Así pues, longevidad
sólo se refiere a la larga vida de un individuo. Si, por el contrario, queremos
referirnos a toda una población hablaremos de esperanza de vida al nacer, que
es la cantidad de años que tienen por delante los miembros de un grupo nacidos
en el mismo año (cohorte) hasta su muerte. Un concepto lioso porque no es
equivalente al de esperanza matemática de vida al nacer, que es la probabilidad
de que una persona nacida en un año determinado muera a la edad que
establezcamos.. Por otro lado, la esperanza de vida se suele confundir con la
edad de senectud. Es decir, si decimos que la esperanza de vida de los humanos
en la Edad Media era de unos 50 años, esto no significa que la gente a los 50
años fuese ya vieja. Dado que es un promedio, 50 se puede obtener si un pequeño
porcentaje de personas llegaba realmente a viejos (pongamos, 80-90 años) y si
existía a la vez mucha mortalidad infantil o juvenil, como era el caso.
Simplemente, la mayoría de la gente no llegaba a vieja en la Edad Media, pero
no eran ancianos a los 50 años. A los 50 años estaban en plena forma por mucho
que tuvieran la cara quemada por el sol y las manos llenas de callos de trabajar
la tierra.
Cuesta
entender todo esto en la sociedad actual, cuando basta con echar un vistazo a
las esquelas de los periódicos para comprobar que la mayor parte de los
difuntos superan los 80 ó 90 años y son raras las muertes más tempranas. Lo más complejo de todo es que longevidad y senescencia son en realidad procesos
distintos que sin embargo suelen ir emparejados, excepto entre los pacientes de
envejecimiento prematuro. Lo contrario (ancianos juveniles) podría darse
también en teoría pero no ocurre hoy en día. Lo primero que deberíamos
comprender pues es por qué envejecemos si vivimos muchos años.
Genes con doble
efecto
La
selección natural ha hecho muy bien su trabajo evitando el envejecimiento en la
edad temprana. Los genes que nos mantienen en buena forma durante la edad
reproductora son como una moneda con una cara amable y un envés perverso. Nos
ayudan cuando somos jóvenes y dejan de hacerlo al superar la edad fértil. Por
selección natural, la manifestación de los efectos negativos de esos genes se
ha visto empujada muy hacia adelante en el curso de nuestra vida. Los efectos
del lado perverso se evidencian a una edad que era poco probable alcanzar de
manera natural. Antes te mataba una enfermedad infecciosa, un depredador, una
guerra o la caída de un árbol. Por regla general, los animales salvajes siguen
sin llegar a esa edad y, si alguno se acerca a ella y empieza a perder
funcionalidad fisiológica, muere pronto.
Así
pues, si la esperanza media de vida de los leones salvajes al nacer es de 12
años, un león que muera con 11 años y medio es un adulto en la plenitud de su existencia.
Si mantenemos a los leones en cautividad, libres de parásitos y enfermedades,
con comida asegurada y sin peleas entre ellos, pueden vivir mucho más. Hay registros
de leones que han vivido 27 años y entonces sí llegan a ancianos y manifiestan
los síntomas propios del envejecimiento. De hecho, podríamos definir un
concepto nuevo haciendo uso de este conocimiento biológico. Sería el de “longevidad
predicha”.
Pongamos
que ciertos individuos de una especie de loro alcanzan en cautividad los 40
años de edad. Si encontramos que la esperanza de vida al nacer en una población
salvaje de una segunda especie del mismo género es también de 40 años,
podríamos predecir que en condiciones ideales (las de cautividad) esta segunda
especie de loro sería necesariamente mucho más longeva. No podríamos precisar
mucho más, pero sí predecir que sería más longeva que la primera.
En
algunos animales salvajes se han detectado síntomas de deterioro físico relacionados
con una edad avanzada. Por ejemplo, las gaviotas viejas se reproducen peor que
las jóvenes. La explicación más plausible es que, como las gaviotas tienen el
alimento garantizado gracias a los sobrantes de nuestra civilización, como
basuras y descartes pesqueros, logran superar la que hasta hace poco era su habitual
esperanza de vida al nacer. Es decir, hoy en día una gaviota salvaje se parece
bastante a otra criada en cautividad. De ahí que llegue a vieja y se manifiesten
en ella síntomas de envejecimiento. Lo mismo podría decirse de otros animales
que emplean habitualmente los desechos humanos, como buitres, cigüeñas y lobos.
¿Es posible
aumentar la longevidad sin envejecer?
Si
vivimos más, algo deseable, ¿tenemos que pagar un peaje en forma de deterioro
físico y mental? ¿No hay manera de escapar a esa aparente ley y vivir más sin
envejecer? La respuesta es sí y ese es, además, uno de los grandes desafíos de
la ciencia para el futuro cercano. Volvamos a aquellos efectos perversos de los
genes a los que nos referíamos antes, programados para muy adelante en el curso
de nuestro desarrollo. Aparecen, sobre todo, porque nuestras células se oxidan.
Las mitocondrias, las fábricas de energía celular, dejan de estar bien selladas
y pierden parte del oxígeno que usan para quemar el alimento que ingerimos. Los
escapes acaban por deteriorar todo el citoplasma y, cuando eso ocurre, las
células ponen en marcha un dispositivo que desmonta los andamios celulares
ordenadamente y recicla el material, un fenómeno llamado apoptosis. Si eso les
pasa a muchas células, es un órgano entero el que empieza a funcionar mal, no
desempeña bien su función y a eso le llamamos envejecer.
Para
evitarlo tendríamos que prevenir la oxidación celular y hay dos maneras de
hacerlo. O bien comemos poco, las mitocondrias tienen menos que quemar y se
reducen los radicales libres que pueden oxidarnos. O bien comemos lo mismo pero
manipulamos la genética celular para que los efectos negativos se retrasen aún
más o no aparezcan nunca. No sabemos qué efectos secundarios podría tener esto
último. En cuanto a retrasar los efectos indeseables, imagino que tendríamos
que respetar el límite de Hayflick, es decir, el número máximo de años que un
individuo puede vivir y que viene marcado por el número de divisiones celulares
(mitosis) que tiene programadas al nacer. Ese número es variable y depende de
lo que nos hayamos cuidado durante la vida. Los que se cuidan más tiene una
edad biológica menor que otra persona nacida en el mismo año pero que haya
llevado una mala vida, por ejemplo bebiendo o fumando en exceso, sufriendo estrés
o padeciendo hambrunas.
El peor de nuestros
males
Con
cada división celular los extremos de los cromosomas (telómeros) se acortan y
dejan expuesto el ADN nuclear a los daños que puedan causar los agentes
externos. Ese es el reloj interno que determina nuestra longevidad máxima. Una
opción de la ciencia es constituirse en Penélope y averiguar cómo se reponen
los tapones de los cromosomas después de haberse perdido. Eso pasa por
domesticar la telomerasa, la proteína que sintetiza a los telómeros. Parece
imposible, pero es justo lo que hace el cáncer: consigue que una línea celular
sea inmortal, aunque a costa de destrozar al resto de los tejidos y, en última
instancia, a sí misma. El cáncer y el
envejecimiento son dos caras de la misma moneda. O las líneas celulares
envejecen o viven eternamente.
Es
posible que los animales salvajes manifiesten cada vez más el envejecimiento. Viven
más cerca de nosotros, porque se benefician de nuestro papel como ahuyentadores
de depredadores y suministradores de comida. En el caso de los buitres o de las
aves de jardín, su asociación con las fuentes predecibles de alimento que les
proporcionamos podría hacer que sobrevivan a pesar de tener parte de su
fisiología deteriorada. Es decir, se comportarían en cierta manera como los
animales salvajes criados en cautividad o los domesticados. Ahora mismo, nuestro
equipo de investigación está tratando de demostrar
precisamente esto.
Por
lo que respecta a nosotros mismos, es posible que podamos vivir más todavía, hasta
un límite máximo de en torno a los 120-125 años (si es que eso no lo cambiamos
también al domesticar la telomerasa) y llegaríamos en buena forma física al
momento de despedirnos de la aventura de la vida. Nosotros estaremos contentos,
pero le habremos gastado a la naturaleza una broma muy pesada: introducir en
ella el peor de nuestros males: vivir con las funciones vitales mermadas.
Agradecimientos
Pilar
Santidrián comentó un borrador del artículo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario