domingo, 7 de enero de 2018

Longevos

En la actualidad, buena parte de los seres humanos viven hasta una edad avanzada y dan muestras de envejecimiento. Eso nos induce a pensar que ocurre lo mismo con la fauna silvestre. Pero… ¿de verdad es así?

Lo primero que tenemos que hacer es definir algunos conceptos que resultan confusos. En la lengua de Cervantes, longevidad es cualidad de longevo y longevo es el individuo que alcanza una edad muy avanzada. Así pues, longevidad sólo se refiere a la larga vida de un individuo. Si, por el contrario, queremos referirnos a toda una población hablaremos de esperanza de vida al nacer, que es la cantidad de años que tienen por delante los miembros de un grupo nacidos en el mismo año (cohorte) hasta su muerte. Un concepto lioso porque no es equivalente al de esperanza matemática de vida al nacer, que es la probabilidad de que una persona nacida en un año determinado muera a la edad que establezcamos.. Por otro lado, la esperanza de vida se suele confundir con la edad de senectud. Es decir, si decimos que la esperanza de vida de los humanos en la Edad Media era de unos 50 años, esto no significa que la gente a los 50 años fuese ya vieja. Dado que es un promedio, 50 se puede obtener si un pequeño porcentaje de personas llegaba realmente a viejos (pongamos, 80-90 años) y si existía a la vez mucha mortalidad infantil o juvenil, como era el caso. Simplemente, la mayoría de la gente no llegaba a vieja en la Edad Media, pero no eran ancianos a los 50 años. A los 50 años estaban en plena forma por mucho que tuvieran la cara quemada por el sol y las manos llenas de callos de trabajar la tierra. 

Cuesta entender todo esto en la sociedad actual, cuando basta con echar un vistazo a las esquelas de los periódicos para comprobar que la mayor parte de los difuntos superan los 80 ó 90 años y son raras las muertes más tempranas. Lo más complejo de todo es que longevidad y senescencia son en realidad procesos distintos que sin embargo suelen ir emparejados, excepto entre los pacientes de envejecimiento prematuro. Lo contrario (ancianos juveniles) podría darse también en teoría pero no ocurre hoy en día. Lo primero que deberíamos comprender pues es por qué envejecemos si vivimos muchos años.

Buitres leonados (Gyps fulvus) en un comedero para aves carroñeras. Dado su gran uso de los aportes artificiales de alimento, es de esperar que los buitres vivan más tiempo y muestren síntomas de envejecimiento (foto: Beatriz Vigalondo).

Genes con doble efecto
La selección natural ha hecho muy bien su trabajo evitando el envejecimiento en la edad temprana. Los genes que nos mantienen en buena forma durante la edad reproductora son como una moneda con una cara amable y un envés perverso. Nos ayudan cuando somos jóvenes y dejan de hacerlo al superar la edad fértil. Por selección natural, la manifestación de los efectos negativos de esos genes se ha visto empujada muy hacia adelante en el curso de nuestra vida. Los efectos del lado perverso se evidencian a una edad que era poco probable alcanzar de manera natural. Antes te mataba una enfermedad infecciosa, un depredador, una guerra o la caída de un árbol. Por regla general, los animales salvajes siguen sin llegar a esa edad y, si alguno se acerca a ella y empieza a perder funcionalidad fisiológica, muere pronto.

Así pues, si la esperanza media de vida de los leones salvajes al nacer es de 12 años, un león que muera con 11 años y medio es un adulto en la plenitud de su existencia. Si mantenemos a los leones en cautividad, libres de parásitos y enfermedades, con comida asegurada y sin peleas entre ellos, pueden vivir mucho más. Hay registros de leones que han vivido 27 años y entonces sí llegan a ancianos y manifiestan los síntomas propios del envejecimiento. De hecho, podríamos definir un concepto nuevo haciendo uso de este conocimiento biológico. Sería el de “longevidad predicha”.
Pongamos que ciertos individuos de una especie de loro alcanzan en cautividad los 40 años de edad. Si encontramos que la esperanza de vida al nacer en una población salvaje de una segunda especie del mismo género es también de 40 años, podríamos predecir que en condiciones ideales (las de cautividad) esta segunda especie de loro sería necesariamente mucho más longeva. No podríamos precisar mucho más, pero sí predecir que sería más longeva que la primera.

En algunos animales salvajes se han detectado síntomas de deterioro físico relacionados con una edad avanzada. Por ejemplo, las gaviotas viejas se reproducen peor que las jóvenes. La explicación más plausible es que, como las gaviotas tienen el alimento garantizado gracias a los sobrantes de nuestra civilización, como basuras y descartes pesqueros, logran superar la que hasta hace poco era su habitual esperanza de vida al nacer. Es decir, hoy en día una gaviota salvaje se parece bastante a otra criada en cautividad. De ahí que llegue a vieja y se manifiesten en ella síntomas de envejecimiento. Lo mismo podría decirse de otros animales que emplean habitualmente los desechos humanos, como buitres, cigüeñas y lobos.

¿Es posible aumentar la longevidad sin envejecer?
Si vivimos más, algo deseable, ¿tenemos que pagar un peaje en forma de deterioro físico y mental? ¿No hay manera de escapar a esa aparente ley y vivir más sin envejecer? La respuesta es sí y ese es, además, uno de los grandes desafíos de la ciencia para el futuro cercano. Volvamos a aquellos efectos perversos de los genes a los que nos referíamos antes, programados para muy adelante en el curso de nuestro desarrollo. Aparecen, sobre todo, porque nuestras células se oxidan. Las mitocondrias, las fábricas de energía celular, dejan de estar bien selladas y pierden parte del oxígeno que usan para quemar el alimento que ingerimos. Los escapes acaban por deteriorar todo el citoplasma y, cuando eso ocurre, las células ponen en marcha un dispositivo que desmonta los andamios celulares ordenadamente y recicla el material, un fenómeno llamado apoptosis. Si eso les pasa a muchas células, es un órgano entero el que empieza a funcionar mal, no desempeña bien su función y a eso le llamamos envejecer.

Para evitarlo tendríamos que prevenir la oxidación celular y hay dos maneras de hacerlo. O bien comemos poco, las mitocondrias tienen menos que quemar y se reducen los radicales libres que pueden oxidarnos. O bien comemos lo mismo pero manipulamos la genética celular para que los efectos negativos se retrasen aún más o no aparezcan nunca. No sabemos qué efectos secundarios podría tener esto último. En cuanto a retrasar los efectos indeseables, imagino que tendríamos que respetar el límite de Hayflick, es decir, el número máximo de años que un individuo puede vivir y que viene marcado por el número de divisiones celulares (mitosis) que tiene programadas al nacer. Ese número es variable y depende de lo que nos hayamos cuidado durante la vida. Los que se cuidan más tiene una edad biológica menor que otra persona nacida en el mismo año pero que haya llevado una mala vida, por ejemplo bebiendo o fumando en exceso, sufriendo estrés o padeciendo hambrunas.

El peor de nuestros males
Con cada división celular los extremos de los cromosomas (telómeros) se acortan y dejan expuesto el ADN nuclear a los daños que puedan causar los agentes externos. Ese es el reloj interno que determina nuestra longevidad máxima. Una opción de la ciencia es constituirse en Penélope y averiguar cómo se reponen los tapones de los cromosomas después de haberse perdido. Eso pasa por domesticar la telomerasa, la proteína que sintetiza a los telómeros. Parece imposible, pero es justo lo que hace el cáncer: consigue que una línea celular sea inmortal, aunque a costa de destrozar al resto de los tejidos y, en última instancia, a sí misma. El cáncer  y el envejecimiento son dos caras de la misma moneda. O las líneas celulares envejecen o viven eternamente.

Es posible que los animales salvajes manifiesten cada vez más el envejecimiento. Viven más cerca de nosotros, porque se benefician de nuestro papel como ahuyentadores de depredadores y suministradores de comida. En el caso de los buitres o de las aves de jardín, su asociación con las fuentes predecibles de alimento que les proporcionamos podría hacer que sobrevivan a pesar de tener parte de su fisiología deteriorada. Es decir, se comportarían en cierta manera como los animales salvajes criados en cautividad o los domesticados. Ahora mismo, nuestro equipo de investigación está tratando de demostrar precisamente esto.

Por lo que respecta a nosotros mismos, es posible que podamos vivir más todavía, hasta un límite máximo de en torno a los 120-125 años (si es que eso no lo cambiamos también al domesticar la telomerasa) y llegaríamos en buena forma física al momento de despedirnos de la aventura de la vida. Nosotros estaremos contentos, pero le habremos gastado a la naturaleza una broma muy pesada: introducir en ella el peor de nuestros males: vivir con las funciones vitales mermadas.

Agradecimientos
Pilar Santidrián comentó un borrador del artículo.


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