En la película Dersú Uzala, filmada por Akira Kurosawa hace más de 40
años, el ejército ruso envía un destacamento a la taiga siberiana donde
contactan con un cazador local que les hace de guía. En una escena, el viejo y
sabio Dersú recrimina a un soldado por tirar al fuego restos de comida en lugar
de dejarlos en el bosque a disposición de los animales. Para Dersú el bosque
está lleno de “gente” que los soldados no saben ver ni apreciar.
Hoy
recuerdo esas palabras de Dersú (o de Kurosawa) para reflexionar sobre la
visión que el naturalista tiene de la biosfera, de eso que comúnmente llamamos
“campo” o “monte”, aunque se refiera a un bosque o a un humedal lleno de patos.
Creo que los naturalistas nos diferenciamos del resto de los mortales en que
somos gente que mantiene especialmente vivo dentro de sí el espíritu salvaje
del Paleolítico. Todo el mundo lo conserva en cierta medida, pero nosotros no
vivimos en un mundo compuesto exclusivamente por personas. Lo cual no significa
que las personas no nos importen, al igual que a un tejón lo que más le importa
es otro tejón. Pero lo bueno es que no nos fijamos únicamente en las cosas
humanas. Nuestros ojos están siempre acechantes, esperando que los monstruos
del fondo marino salten a la superficie. Cuando viajamos vamos haciendo
transectos involuntarios de fauna, flora y gea. Los accidentes geomorfológicos
llaman más nuestra atención que el último diseño en los faros de un coche. Si
podemos, escogemos carreteras secundarias para aumentar las probabilidades de
encontrarnos con un corzo, justo lo contrario de lo que desearía cualquier
conductor prudente. Encuentro que es una visión absolutamente enriquecedora.
Muchas
veces, buceando en el mar, he tenido una sensación de comunión con los peces
marinos, pues buena parte de nuestras características anatómicas proceden de
ellos. No de esos que hoy vemos, sino de peces pulmonados con aletas lobuladas,
pero para el caso nos sirven igual sargos, meros o doncellas. Para cualquier
otra persona un pez no pasa de ser una molestia, una curiosidad, una bonita cosa
de colores o algo que puede pescarse. Quizá la visión de cazadores y pescadores
sea la más parecida a la nuestra, en el sentido de que saben que ahí fuera hay
más cosas dignas de atención, aparte de los restantes seres humanos. Pero
difiere también de manera sustantiva, ya que no deja de ser una visión
antropocéntrica. El cazador (de jabalíes, de setas o de doradas) va al campo a
llevarse cosas, sin mayor interés o respeto por ellas que obtenerlas. Nosotros
nos llevamos sólo sensaciones y disfrutamos sabiendo que hay otras vidas
pululando por las campiñas, buscándose la vida lo mejor que saben y pueden. Eso
no quita para que, eventualmente, podamos disfrutar al comernos una perdiz o un
conejo, por supuesto. Que seamos holistas y sensibles no implica que seamos
gastronómicamente bobos. En el fondo, nuestra actividad tiene mucho de
curiosidad infantil retenida y de actitud contemplativa ante la vida.
Cachorros de lobo ibérico (Canis lupus). Las
cámaras de foto-trampeo son un aliado del naturalista al mostrarnos, de manera
no invasiva, lo “lleno de gente” que está el campo (foto: Daniel Cara).
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El gran hermano
Ahora
que las cámaras de foto-trampeo son fáciles de adquirir, uno disfruta
metiéndose de forma no intrusiva en la intimidad de la vida salvaje. La orilla
del embalse, siempre llena de huellas de jabalí, zorro o nutria, de repente cobra
vida ante nuestros ojos. Una vida que a lo mejor se despereza a partir de la
una de la madrugada. ¡Qué placer tan fantástico poder ver cómo otras
bestezuelas salvajes hoyan por donde nosotros pasamos a plena luz del día! Saber
que, apenas unas horas después y al abrigo de la oscuridad, huelen nuestros
propios rastros. Hace poco, una de ellas me regaló una filmación diurna
inesperada. Un gran banco de peces fue detectado por más de doscientos
cormoranes grandes. Allá acudieron todos en grupo, nerviosos, excitados, ruidosos,
a darse un festín. Lo curioso del asunto es que decenas de garzas reales
aprovecharon que el banquete se celebraba cerca de una orilla para venir
volando y posarse en las zonas someras de los alrededores, pendientes de que
les llegara algún pez espantado por la algarabía de cormoranes. A medida que el
bando de cormoranes se desplazaba siguiendo a los peces, las garzas hacían lo
propio, emitiendo estentóreos sonidos de excitación. Un gran piscívoro, la
garza (normalmente solitario), aprovechando en grupo la superabundancia de un
recurso movido por otro gran piscívoro. Un bello ejemplo de comensalismo entre
aves del mismo gremio, de cómo reconocer el comportamiento de otra especie y de
plasticidad en las estrategias de forrajeo. Los animales no sólo forman
comunidades, sino que realmente viven en comunidad, aunque la mayor parte del
tiempo los veamos por separado, y es bonito constatarlo tan claramente de vez
en cuando. Es en esos momentos cuando nos paramos a pensar qué representa ser
una garza, un cormorán o un pez.
Los
peces siguen las masas de agua en movimiento: aguas frescas y oxigenadas en
verano; aguas cálidas y poco profundas en invierno. Los peces son ectotermos,
pero no se retiran de la circulación cuando vienen los fríos. Simplemente, se
desplazan. Esos desplazamientos deben de tener una parte más o menos predecible
(ritmos, ciclos) y otra estocástica, que complica la vida de sus depredadores.
Las nutrias también deben de percibir los cambios estacionales en la actividad
de sus presas. Los peces han de ser necesariamente más fáciles de cazar a
medida que la temperatura del agua baja y, por lo tanto, más asequibles de
madrugada que al atardecer, cuando las truchas se activan y salen a cazar.
Otra
bendición del naturalista es que nunca está solo. Todo paseo por el campo se
hace en compañía de insectos, de cantos de aves, de huellas de mamíferos, de
puestas de anfibios… En inmensa compañía. Además, no es nunca la misma. Incluso
aunque los actores no cambien, cada día sucederá algo ligeramente distinto que
nos enseñará cosas nuevas o nos dibujará una sonrisa en los labios. Eso es algo
que no siempre tenemos garantizado con las personas. Por desgracia, se puede
estar solo, completamente solo, entre un millón de desconocidos.
Universalidad y
atemporalidad
Hay ciertas cosas que son universales. Cuando uno contempla el vuelo de una
garceta, aunque sea en un embalse artificial, está viendo a todas las garcetas
del mundo. Su vuelo es como el de una garceta que esté sobrevolando ahora mismo
un brazo de río en el Amazonas. Así pues, contemplar a los animales en acción
es un acto de universalidad. Un viaje mental. El lobo que ahora captura un
potrillo o una ternera en el monte no difiere de todos los lobos que han sido,
aunque antes la presa fuese una cría de caballo salvaje o de uro. La garza que atrapa
una carpa exótica en unas salinas domadas no difiere de la garza que se hace
con una anguila en un río salvaje de Escandinavia.
A
Juan Luis Arsuaga suelen preguntarle cómo era eso de vivir en la prehistoria. A
él le gusta contestar que es lo mismo que se siente ahora en un paseo por los
montes de Atapuerca o por la sierra de Guadarrama. Y creo que tiene más razón
que un santo. Tenemos la suerte de poder sentir las mismas cosas que sentían
nuestros antepasados hace decenas de miles de años. A mí me ayuda muchas veces
discriminar qué cosas siguen pasando hoy en día, cuáles no han variado en todo
ese tiempo. Leer un libro es un acto nuevo. Manejar un teléfono móvil lo es aún
más. Pero el vuelo de una avutarda o de una mariposa, o el ronroneo de una
nutria comiéndose ávidamente un pescado, son sensaciones atemporales. Valorar
esto en su justa medida creo yo que debería constituir un objetivo básico de
educación integral. Por mucho que me apetezca leer las obras de todos los
autores clásicos, me entristecería más pensar en haber abandonado algún día este mundo
sin haber oído crepitar al hielo en un glaciar, berrear a un ciervo en la dehesa o sin bucear en
un arrecife de coral abarrotado de múltiples formas de vida. ¡Pues eso, que
somos unos afortunados, por si lo dudabais!
Agradecimientos
José
Manuel Igual y Marta Vila leyeron y comentaron un borrador del artículo.
Brillante como siempre. Tengo que volver a ver Dersu Uzala. Gracias. Que sea un buen año.
ResponderEliminarGracias Manolo. Un fuerte abrazo y Feliz vuelta al sol 2017!
ResponderEliminarLa emoción del naturalista.Esas vivencias milimétricas que se experimentan en el medio natural,son sin duda la esencia de la vida.Nos hacen crecer en el sentido común,en la dirección correcta.
ResponderEliminarNos sentimos privilegiados los que tenemos esa capacidad de disfrutar de los procesos naturales , por mínimos que sean.
Gracias por tus palabras,bien ciertas sin duda
Gracias a vosotros. Desde luego nuestra sensación de compañía en la aventura de la vida es impagable.
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