lunes, 9 de enero de 2012

De la redundancia al desperdicio

Residir en una isla después de haber vivido en el continente da mucho que pensar durante las salidas al campo. En Mallorca, la isla mediterránea que me acoge, saltan a la vista características ecológicas muy diferentes con respecto a la Península Ibérica. Esto va mucho más allá de la pura anécdota y sirve, no sólo para aprender ecología insular, sino para entender mejor la ecología continental.

Una de las principales diferencias que se perciben entre Mallorca y la Península es que en el continente, y debido a la mayor riqueza de especies, los papeles que desempeñan animales y plantas son en cierta medida redundantes, razonamiento que presumo extensible al mundo microbiano y al reino de los hongos. Por el contrario, las pocas especies que hay en la isla no sólo están lejos de la redundancia (de la repetición o superposición parcial de papeles ecológicos) sino que, como decía en estas mismas páginas en febrero de 2010 (1), muestran una enorme plasticidad para llevar a cabo papeles diversos. No obstante, a pesar de esa flexibilidad de conducta que se manifiesta en las islas debido a la baja competencia entre especies –aunque sea alta entre los individuos de una misma especie–, no todos los papeles ecológicos que se aprecian en los sistemas naturales continentales aparecen desempeñados en los isleños.

Curiosamente, esta carencia de especies conduce al desperdicio de importantes recursos naturales. Pondré un ejemplo bien visible, ilustrado por una de las fotografías que acompañan a estas líneas. En la isla de Mallorca no hay (ni ha habido nunca, porque jamás llegaron hasta aquí) ciervos ni jabalíes capaces de comerse las cosechas anuales de bellotas que producen los extensos encinares de la isla. Así que las bellotas se acumulan sobre el suelo incluso meses después de haber sido producidas. Sólo las palomas torcaces (Columba palumbus), que en Mallorca llaman tudons, y algunos mamíferos introducidos, como los ratones de campo (Apodemus sylvaticus), consumen parte de la cosecha. Por regla general lo hacen de manera ilegítima, es decir, sin contribuir a su dispersión. Las abundantes cabras asilvestradas no parecen muy aficionadas a aprovechar este recurso, como probablemente no lo fueron los antiguos Myotragus, una especie de ovejas con aspecto caprino llegadas por su propio pie hasta la isla hace unos 5 millones de años, durante el último periodo de desecación del Mediterráneo. Los Myotragus, por cierto, tras una larga mallorquineidad, se extinguieron tras la llegada de nuestra propia especie a Mallorca hace apenas 4.000 años.


Los encinares de la sierra de Tramuntana (Mallorca) carecen de especies autóctonas que se encarguen de dispersar y consumir las bellotas.


Una situación así sería impensable en los encinares extremeños o en los de Sierra Morena. Las bellotas son un bien codiciado por muchos animales que conforman un mismo “gremio”, al menos durante una parte del año. La gran abundancia de especies en el continente hace que ese papel de consumidores de bellotas sea redundante. Los jabalíes seguramente se las bastarían para dar cuenta de las cosechas anuales de bellotas, pero han de compartirlas forzosamente con ejércitos de ungulados que hacen todo lo posible por asegurarse su parte del botín.

¿Redundancia innecesaria o seguridad a largo plazo?
Esto nos lleva a preguntarnos si toda esa diversidad de consumidores, funcionalmente bastante equivalentes (2), es en verdad necesaria para el mantenimiento de los sistemas que les dan cobijo. En Mallorca los encinares se mantienen sanos y salvos de generación en generación sin dispersores de bellotas conocidos, fuera del ser humano y del ocasional papel de las palomas torcaces que puedan morir con bellotas en el buche (3); un cometido en cualquier caso muy reciente, ya que esta especie fue muy escasa en Mallorca hasta los años setenta, aunque ahora sea ubicua (4). También cabe pensar en las acumulaciones de bellotas que puedan hacer los lirones caretos (Eliomys quercinus), una especie introducida varios milenios atrás, si bien parece que su dieta en la isla es más carnívora que vegetariana (5). En definitiva, parecería lógico pensar que la existencia de un amplio gremio de dispersores de bellotas en el continente es redundante y, por lo tanto, innecesaria.

Cosecha de bellotas acumuladas, y no consumidas, en un encinar de la sierra de Tramuntana (Mallorca) hacia el mes de marzo, mucho después de su producción otoñal.



La respuesta, sin embargo, probablemente vaya por la línea de la seguridad o prevención a largo plazo (6). Un sistema redundante, como un encinar andaluz, probablemente cuente con una mayor resistencia al cambio y una mayor resiliencia para recuperarse de una perturbación que un encinar mallorquín donde la desaparición de una especie (o un cambio en las actividades tradicionales humanas) podría tener consecuencias ecológicas sustanciales (7). Así pues, no hay nada de malo y sí mucho de bueno detrás de la redundancia, si consideramos largos periodos de tiempo dentro de los cuales pueden producirse numerosos fenómenos catastróficos impredecibles.

Los ecosistemas terrestres más altamente redundantes –y probablemente más resilientes– deben de ser las selvas tropicales, donde el barroquismo alcanza cotas insuperables. Esto es así principalmente porque la franja delimitada por los trópicos concentra lo que queda de la larga historia tropical de nuestro planeta, donde este tipo de ecosistemas llegaban en el pasado hasta los 45 grados de latitud, tanto en el norte como en el sur. La desaparición del dispersor de una semilla, o de un polinizador, debe ser fácilmente compensada por el aumento de otra especie del gremio.

Nichos disponibles
Incluso las especies consideradas como especialistas pueden desempeñar sorprendentes papeles ecológicos alternativos en ausencia de competidores. Por lo tanto, medir el grado de especialización de una especie en presencia de competidores es contar solamente una parte de la película. Sin analizar su papel en sistemas donde las especies sean más escasas, como experimento para medir la flexibilidad de su conducta, no podemos llegar a conclusiones definitivas sobre el grado de especialidad real y las implicaciones de su ausencia sobre la red de interacciones. Es algo así como cuando cultivamos en igualdad de condiciones ambientales plantas de la misma especie que en la naturaleza crecen bajo regímenes distintos de temperatura o humedad. Estos experimentos, llamados de “jardín común”, sirven para averiguar cuánto hay en sus diferencias fenotípicas de adaptación evolutiva y cuánto de plasticidad de un mismo genotipo.

El desperdicio de recursos insulares probablemente no concierne sólo al consumo de bellotas. Por ejemplo, serían dignas de estudio las tasas de descomposición de los cadáveres de vertebrados en islas y continentes equiparables en cuanto a sus condiciones ambientales abióticas. Pero también es cierto que el desperdicio de recursos no es sólo propio de las islas. En el número 255 de Quercus, Carlos Herrera mostraba un gráfico ejemplo de desperdicio de recursos continentales ejemplificado por la masiva producción de polen de coníferas en torno al embalse del Tranco de Beas (8), situado en la sierra de Segura (Jaén). Tan sólo es lícito afirmar, pues, que este fenómeno debe de ser más común en las islas, pero no es exclusivo de ellas. También debe de ser más común fuera de los sistemas tropicales, que son los menos derrochadores debido a su propia complejidad estructural. Como es sabido, en los trópicos los nutrientes se encuentran sobre la biomasa, no en el suelo, y el diferencial entre producción y consumo de oxígeno está en torno a cero. En otras palabras, no son las selvas tropicales los pulmones del mundo, sino que este papel hay que atribuírselo sobre todo a las humildes células del fitoplancton marino.

En ambos casos, continental e insular, podemos mirar este curioso fenómeno del desperdicio desde una óptica positiva. Por ejemplo, considerando la disponibilidad de nichos vacantes listos para ser aprovechados por el primero que llegue o que innove. Hay un nicho para comedores o descomponedores de polen en los lagos de montaña rodeados de bosques de pinos (si no está ocupado ya) y uno esperando a consumidores y dispersores de bellotas en los encinares mallorquines, antaño aprovechado por el hombre para la cría del porc negre, pero ahora completamente desaprovechado. Hoy por hoy, lo más probable es que los acaben descubriendo y llenando especies traslocadas por nosotros, como los jabalíes que ya están presentes en núcleos zoológicos de Mallorca con medidas de prevención de escape bastante más pobres de lo que debieran.

Bibliografía

(1) Martínez-Abraín, A. (2010). Flexibilidad. Quercus, 288: 6-7.
(2) Zamora, R. (2000). Functional equivalence in plant-animal interactions: ecological and evolutionary consequences. Oikos, 88: 442-447.
(3) Bucher, E.H. y Bocco, P.J. (2009). Reassessing the importance of granivorous pigeons as massive, long-distance seed dispersers. Ecology, 90: 2.321-2.327.
(4) Bernis, F. (1973). Guión de la avifauna balear. Ardeola, 2: 25-27.
(5) Alcover, J.A. (1988). Els mamífers de les Balears. Moll. Palma de Mallorca.
(6) www.chrismaer.com/redundancy.htm
(7) Fonseca, C.R. y Ganade, G. (2001). Species functional redundancy, random extinctions and stability of ecosystems. Journal of Ecology, 89: 118-125.
(8) Herrera, C.M. (2007). Contaminación, despilfarro y futuro. Quercus, 255: 6-7.
Agradecimientos
A Carlos M. Herrera, por nuestras conversaciones en torno al desperdicio ecológico en su primera y memorable visita a la isla de Mallorca en febrero de 2011.

3 comentarios:

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  2. De este tema de la ausencia de consumidores de bellotas de las alzinas en la isla fue de lo que hablamos en nuestra primera ruta conjunta por tierras mallorquinas subiendo al Galatxó. Interesante artículo que me ha traído buenos recuerdos de mi estancia mallorquina.

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  3. Sí Bea, gratos recuerdos. Las islas son sitios interesantes para aprender ecología continental. Uno no repara en la importancia de los arrendajos hasta que los pierde! A ver si vuelves pronto a vernos y triscamos otros picos.

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