Muchas especies, tanto animales como vegetales, son escasas. Pero en este mundo hay varias maneras diferentes de ser escaso. Entender la causa de esa escasez puede proporcionarnos una visión mucho más enriquecedora del presente.
Algunos antropólogos creen que entre nosotros, los Homo sapiens modernos, y nuestros antepasados pre-agrícolas, hay tanta diferencia como entre un perro y un lobo, como entre un jabalí y un cerdo doméstico. Según esta línea de pensamiento, en nuestro linaje se habría dado un proceso de selección cultural de los individuos más proclives a la domesticación –a la domesticación humana, quiero decir– que hizo posible la vida en sociedad. Desde esta perspectiva, comportamientos y hasta reacciones fisiológicas que hoy consideramos raras cobran una nueva dimensión. Por ejemplo, las personas intolerantes a la lactosa y los celíacos (intolerantes al gluten) componían antaño, antes de la domesticación del ganado y de la expansión de la agricultura, el grueso de la población. En un mundo en el que escaseaba la leche y el cereal, los tolerantes eran la rareza. Pero desde entonces se ha dado la vuelta a la tortilla y ahora los tolerantes, la mayoría de nosotros, ¡somos la regla en lugar de la excepción! Sin duda, los pocos intolerantes que surgen entre nosotros son portadores de unos genes relictos, verdaderas reliquias genéticas que en un pasado no tan lejano se enseñoreaban entre las poblaciones de cazadores-recolectores.
Un caso similar es el de la altura media de los seres humanos. Los ibéricos hemos sido bajitos hasta hace bien poco (no hay más que fijarse en la altura de las puertas de las casas rurales hasta hace algo más de cien años), pero los niños actuales no tienen nada que envidiar a sus coetáneos centroeuropeos. Como todos sabemos, el aumento de la estatura media se ha debido a una mejora en nuestra dieta, pero no reparamos en que esa capacidad para crecer tanto se la debemos en realidad a nuestros antepasados pre-agrícolas, que eran por término medio así de altos. Ahora andamos volviendo por nuestros fueros porque, al contrario de lo que solemos creer, la agricultura no trajo una mejora en la calidad de la alimentación (aunque sí en la cantidad), sino todo lo contrario. Los cazadores-recolectores tenían una dieta completa y gozaban de mucha mejor salud, a juzgar por el testimonio que han dejado sus huesos. Me pregunto, en este mismo sentido, si nuestra reciente tendencia hacia una mayor longevidad es también una capacidad relicta de nuestra especie y no tanto una innovación.
Así que es muy diferente valorar la rareza cuando se tiene en cuenta la componente histórica. Una planta puede ser rara porque antaño era muy abundante y ha venido a menos, porque está empezando a colonizar una nueva zona o porque siempre ha sido escasa debido a unos hábitos especializados que la restringen a ambientes muy concretos y limitados. Estas líneas van dedicadas a las comunidades, a las poblaciones o a las conductas que son escasas por relictas, por haber venido a menos con el tiempo desde un pasado glorioso.
Reliquias del pasado
En las páginas de Quercus se habla con frecuencia de los “árboles monumentales”. La postura predominante consiste en considerar a estos raros ejemplares como extraños gigantes dentro de la normalidad de tallas medianas. Los percibimos como una suerte de “rara avis” que conviene conservar por curiosos y singulares. Pero, si tenemos en cuenta el pasado, surge enseguida una nueva perspectiva. En un tiempo anterior a la continua depredación humana del bosque, los árboles, la mayor parte de los árboles, debían tener un tamaño que ahora no podemos ni imaginar. Lentiscos, coscojas, labiérnagos, madroños, brezos y adelfas debían alcanzar porte arbóreo, aunque hoy no pasen de arbustos. En consecuencia, los árboles monumentales de hoy son el equivalente al humano celíaco y al intolerante a la lactosa: formas relictas, ventanas al pasado que nos muestran una pincelada de cómo eran antes las cosas. Una sensación equiparable a lo que sucede cuando los paleontólogos rescatan de las entrañas de la tierra miles de huesos de alguna especie que ahora consideramos común, pero que antaño lo fue muchísimo más. Creo que no podemos imaginar qué tamaño tenían las poblaciones de algunas especies en el Mediterráneo, como las del grupo de los petreles (pardelas, paíños y similares), unos pocos miles de años atrás. Desde esta perspectiva histórica podríamos decir que a todas ellas les va mal hoy en día y que aquellas que han llegado milagrosamente hasta el presente son en realidad poblaciones relictas, por más que la especie en su conjunto no lo sea.
Relicta es la presencia de palmitos en la región mediterránea, pues todas las palmeras proceden de ambientes tropicales o subtropicales. Aquí se quedaron, por mor de la fortuna, tras empeorar el clima planetario en el Plioceno. Relictos son los nautilos, esos cefalópodos con concha que mantienen vivo el recuerdo de los amonites y belemnites que habitaban en los mares del Mesozoico; tan relictos que ya en tiempos de Darwin se les llamaba fósiles vivientes. Relictos de distintos tiempos fríos son los pinsapos de las sierras andaluzas, los osos, los urogallos y las perdices nivales (los lagópodos más acertadamente). También, en cierto sentido, los linces ibéricos y las águilas imperiales, aunque ya sean especies distintas a las que llegaron del norte empujadas por los hielos hace un millón de años. Nuestra fauna y flora actual conserva trozos de óleo que se han quedado adheridos al lienzo en tiempos radicalmente distintos. Unos son testigos de épocas en las que los trópicos aún campaban a sus anchas por toda la tierra conocida, otros constituyen los restos del subsiguiente endurecimiento de las condiciones de vida.
¿Comunidades virtuales?
Mi imagen favorita es la de percibir un movimiento histórico de la flora asiática hacia occidente. Asia tropical ha sido la mayor fuente de diversidad vegetal del planeta y nuestro semi-continente se ha beneficiado enormemente de compartir la nave euroasiática. La escasez de robles y de pinos en Europa, frente a los cientos de especies presentes en América del Norte (México incluido, claro está), resulta sumamente engañosa a primera vista. La verdad es que aquí teníamos una diversidad vegetal comparable a la norteamericana de hoy (si no superior), pero el deterioro climático del Cuaternario apenas nos dejó un puñado de especies, por culpa principalmente de la disposición este-oeste de las principales cadenas montañosas, como los Alpes o los Pirineos, a lo que hay que sumar la gran barrera biogeográfica que supone el mar Mediterráneo: el mar entre tierras. Por tanto, los robles europeos actuales pueden considerarse relictos de un pasado glorioso para su linaje.
Relicta es asimismo la gran fauna del continente africano. Toda ella en su conjunto, porque las megafaunas de otras regiones (América del Norte, América del Sur, Eurasia) hace ya tiempo que desaparecieron, en todo o en parte, a manos del ser humano. Seguramente sólo se libraron de tan fatal destino en el continente donde nuestra especie evolucionó, lo que dio ocasión a la aparición de mecanismos antidepredadores en nuestras presas; y supongo que también en nosotros.
Relictos son los mamíferos marsupiales que, aunque ahora sobrevivan mayoritariamente en su refugio de Australasia, antaño tuvieron una distribución mucho más amplia que incluía nuestro continente. No todo es relicto, claro. Hay antiguos colonos, como las plantas que cruzaron la cuenca semivacía del Mediterráneo hace seis millones de años y que siguen siendo abundantes en ambientes semiáridos, como los cinturones de saladares que crecen en torno a las lagunas salinas. De hecho, si escasean se debe a la recientísima destrucción masiva que el hombre industrializado ha provocado en estos ambientes. Y hay también, por supuesto, recién llegados, como todos los pajarillos que en su reciente radiación se llevaron por delante a otras muchas aves no paseriformes. De ellas quedan algunas especies que sí deberían considerarse relictas, como los vencejos, el abejaruco, la abubilla, la carraca o el martín pescador.
Por último, cabe citar a los representantes más recientes de nuestras tierras: los endemismos iberomagrebíes o circunmediterráneos, como muchas plantas de Sierra Nevada o las currucas del género Sylvia, que llevan el marchamo de producto local reciente al ser hijas del clima mediterráneo que cuenta con poco más de dos millones de años de antigüedad. Formas que cursiosamente a penas han cambiado en el tiempo que nuestra especie ha pasado de los Austrolopithecus al Homo sapiens.
Así pues, aunque hoy percibamos a las comunidades animales y vegetales como un todo, como una realidad en el plano del presente, en realidad están compuestas por especies que proceden de muy distintos momentos de la historia, desde el tiempo profundo hasta el más cercano. Como metáfora, podemos imaginar que las comunidades son entidades tan virtuales como las constelaciones en un cielo nocturno. Aunque encontremos patrones generales (formas de osa, delfín, escorpión, toro, león), en realidad cada estrella se encuentra en un plano distinto (relictos lejanos, relictos recientes, supervivientes exitosos, recién llegados) y cuenta con una historia propia en la dimensión temporal. A nadie debe extrañar, pues, que resulte así de complejo abordar la comprensión del ensamblaje de las comunidades. O, en su caso, entender la magnitud del grado de dependencia entre especies y aún menos predecir las consecuencias de desmontar dicha comunidad. Si fuese de otra manera, supongo que sería muy aburrido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario