Si las especies representan papeles muy concretos en el teatro de los ecosistemas, se debe más bien a limitaciones surgidas por interacciones entre ellas –y la presencia humana– que a su propio potencial o a la influencia de factores abióticos como el suelo o el clima.
Por regla general, menospreciamos la plasticidad de los pobladores del campo. En nuestras mentes cartesianas, apoyados a veces en rígidos conceptos científicos, imaginamos que las especies juegan un papel determinado y concreto en cada ecosistema, del que no pueden salirse. El herrerillo que se cuelga boca abajo de las ramas de un árbol para buscar invertebrados no tiene probablemente parangón entre los pajarillos del encinar para realizar esta tarea específica; pero eso no significa que no pueda hacer nada más. Hace eso especialmente bien, pero podría sobrevivir alimentándose de otra manera y en otros ambientes si se dieran determinadas circunstancias. Su papel habitual en los bosques no se debe a una incapacidad intrínseca para actuar de otra manera, sino a una limitación impuesta por presiones ajenas. Me explicaré mejor.
Los demás como presión selectiva
Las comunidades animales se ensamblan en gran medida sacando los codos; es decir, por competencia entre especies emparentadas de cerca. No obstante, otras modalidades de relación entre especies, como el mutualismo y el parasitismo, tienen asimismo una enorme importancia. Los individuos son potencialmente capaces de moverse en ambientes distintos y mostrar un repertorio de conducta muy variado, pero acaban circunscribiéndose a entornos y patrones muy concretos para aprovechar los huecos ecológicos existentes. Pondré un ejemplo gráfico. En una ocasión caminábamos por el Parque Natural de El Hondo, en Alicante, y ante nosotros una lavandera blanca se dispuso a cazar un insecto al vuelo, de manera poco habitual para la especie, más bien al estilo de un papamoscas. Recuerdo que comentamos lo extraño de su comportamiento: ¡una lavandera jugando a ser papamoscas! Acto seguido y ante nuestro estupor, un halcón peregrino apareció de la nada en cuestión de segundos y capturó a la lavandera a la velocidad del rayo. ¡La naturaleza no perdona las transgresiones! –pensamos para nuestros adentros–; te puedes salir de tu papel habitual, de tu óptimo (existe potencial para que una lavandera emule a un papamoscas), pero entonces te la juegas. A buen seguro, los papamoscas son capaces de cazar en vuelo desde sus perchas y vigilar a la vez si algún depredador acecha. Del mismo modo, las lavanderas son capaces de recorrer las cunetas sin ser atropelladas por los coches, ya que, a fin de cuentas, esa situación no es muy distinta de la que se encuentran en una pradera llena de grandes herbívoros a la carrera.
De algún modo, las especies se reparten el pastel. Cuantas más especies hay, más pequeñas deben ser las porciones y más se tiende a la especialización y a los nichos ecológicos de menores dimensiones. Es decir, más se fomenta la diferenciación. Pensando en términos probabilísticos, el papel jugado de manera predominante por las especies sería la media, el “pico”, de una distribución de probabilidades. En este escenario, quedarían disponibles las colas de la distribución, más o menos anchas según las circunstancias, que pueden explotarse con conductas sub-óptimas en caso de necesidad u oportunidad. Un experimento natural muy ilustrativo, equiparable a un experimento de remoción de especies, es el que sucede en las islas oceánicas.
Las islas, incluso las más grandes, son espacios muy desconectados del flujo directo de fauna y flora en el continente más cercano (digamos que es difícil atinar en el blanco de la diana) y cuentan, además, con menos recursos. Por este motivo, muchas de las especies que consiguen llegar hasta una isla acaban extinguiéndose. A causa de ambos factores (menos colonizaciones y más extinciones) las islas suelen contar con menos especies por unidad de superficie que los continentes. Al haber menos especies, cada una de ellas toca a más. Ahora vivo en las islas Baleares y, acostumbrado a la fauna valenciana, a menudo echo en falta tropezarme con muchas especies de vertebrados que estarían presentes en unos encinares tan bien conservados como los de la sierra de Tramuntana, en Mallorca. Pero no están. Nunca han llegado. O, si llegaron, no se quedaron o se extinguieron por escasez de recursos.
Sin embargo, esa carencia se ve compensada por la sensación de que uno ve a las especies continentales en lugares y con actitudes que no resultan familiares, aparte de en densidades extraordinarias. Como es bien sabido, las especies isleñas se caracterizan por presentarse en densidades mucho más elevadas que en los continentes: pocas especies pero muy abundantes. También por ampliar sus nichos gracias a la relajación de la competencia con otras especies y al aumento de la que entablan con sus conespecíficos. Por todo ello, son más todoterreno, más generalistas. Así pues, existe la capacidad de ser flexible, adaptable, maleable… Aunque sólo se manifieste en determinadas condiciones. Y esas condiciones vienen dadas fundamentalmente por la componente biótica de los ecosistemas, es decir, por la presencia o ausencia de otras especies o por la mayor o menor densidad de población dentro de una especie. Los factores abióticos, la componente no viva de los ecosistemas (suelo, clima), tiene una influencia menor. El fontanero es bueno en su oficio, pero muchos de ellos pueden hacer también trabajo de carpintero, aunque no tan bien como un especialista. Sólo si en el pueblo falta un carpintero puede el fontanero ganarse la vida desempeñando otro oficio que no domina tanto, especialmente si hay además muchos más fontaneros y conviene diversificar la oferta.
Presión humana
Al igual que los componentes de una comunidad determinan los grados de libertad en los que puede desenvolverse cada especie, el ser humano es hoy en día un factor conductor de los procesos selectivos. Pongamos un ejemplo práctico que me resulta cercano. Los halcones de Eleonor (Falco eleonorae) de isla Grossa, la mayor del pequeño archipiélago de las Columbretes, escogen para criar, de entre todos los ambientes disponibles, los acantilados que están lejos de las zonas de uso público y fuera del alcance de la luz del faro (1). Sin embargo, en otra isla del archipiélago, donde no faltan buenos acantilados para criar pero la presencia humana es muy esporádica, los halcones crían directamente en el suelo. ¿Cuál es la diferencia entre ambas islas? Pues la presencia humana permanente en la primera y su ausencia casi completa en la segunda. Por lo tanto, el factor humano nos permite descubrir las verdaderas preferencias de los halcones. Sin haber dado este paso nos hubiéramos ido a casa pensando que para un halcón lo “normal” es criar en acantilados.
En términos más técnicos, ésta es la diferencia entre el nicho fundamental (en ausencia de competidores) y el real (en presencia de competidores) de una especie. Ejemplos similares los hay a puñados. La especie humana se ha convertido en un componente biológico de enorme influencia en el seno de las comunidades animales y vegetales, también a la hora de influir en las elecciones de las demás. Sin tener en cuenta este factor estaríamos pasando por alto una pieza clave para entender por qué las comunidades funcionan como funcionan.
Plasticidad y conservación
Esto nos lleva directamente a pensar en el papel que juega la flexibilidad de la conducta a la hora de resistir el impacto de la actividad humana, o para recuperarse de él, en las poblaciones de animales salvajes. En nuestras latitudes, la mayor parte de las especies que han llegado hasta nuestros días, tras milenios de presión humana sobre ellas, son las supervivientes de un profundo proceso de selección artificial. Así, se han visto favorecidas aquellas que cuentan con un rango de conducta más amplio y con estrategias vitales que les permiten tolerar la explotación. Podría decirse que la mayor parte de las especies que vemos en el Mediterráneo son, o bien oportunistas, o bien muy oportunistas (“hombres de Davos”), mientras que hay muy pocas súper-especialistas (“sibaritas”).
La mayoría de las especies de conducta exigente y rígida hace tiempo que se quedaron por el camino. Las pocas que han llegado milagrosamente hasta hoy, como los linces ibéricos o las águilas imperiales, atrapadas desde hace un millón de años en una relación íntima con los también ibéricos conejos tienen, por desgracia, un futuro bastante incierto.
Bibliografía
(1) Urios, G. y Martínez-Abraín, A. (2006). The study of nest-site preferences in Eleonora’s falcon Falco eleonorae through digital terrain models on a western Mediterranean islands. Journal of Ornithology, 147: 13-23.
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