Me gusta comprobar
cómo avanza nuestro conocimiento sobre los mecanismos que intervienen en la
evolución biológica. La manera de entender los complejos procesos que generan
adaptación y radiación de especies ha cambiado mucho desde los tiempos de
Darwin.
He
decidido inventarme este término del título, “evolución pinball”, porque creo que aquellas máquinas recreativas, hoy pasadas
de moda, eran una buena metáfora visual del funcionamiento de la evolución.
Muchas veces me he preguntado si la vida, en el fondo, prefiere cambiar
continuamente o quedarse quieta. La respuesta no es sencilla, pero ahora lo veo
un poco más claro. Imaginad que todas las opciones posibles de cambio de una
especie, ya sea anatómico o de conducta, estuvieran representadas por el plano
inclinado de una máquina de pinball.
Ese sería el “morfoespacio” o el “psicoespacio” disponible para innovar.
Nosotros lanzamos la bola de acero y ella se mueve más o menos libremente por el
espacio bidimensional, chocando con numerosos obstáculos. A veces cae en uno de
esos huecos que dan puntos y allí se queda hasta que algo nuevo sucede.
Bien,
las especies hacen algo muy parecido. En periodos de intensas alteraciones
ambientales entran en un estado transitorio de cambio, simbolizado en la
máquina de juegos por el resorte que pone la bola en juego, fuera de su seguro
escondite. Si consideramos que las bolas son individuos, tratarían de adaptarse
al nuevo medio local, es decir, estaríamos ante un cambio micro-evolutivo. Pero
si pensamos que las bolas son especies, estarían buscando una nueva solución
ecológica al problema de persistir sobre el planeta, generarían nuevas especies
y entonces el cambio sería macro-evolutivo.
Huecos y cimas
confortables
Bueno,
admito que la realidad es un poco diferente, porque deberíamos incluir la
posibilidad de que las bolas excaven sus propios huecos, es decir, que construyan
sus propios nichos ecológicos. La bola-especie cae en el hueco para quedarse
durante mucho tiempo. En la historia de la vida, ese tiempo es de varios
millones de años. Sólo algún tipo de perturbación que afecte a tan prácticos
orificios hará que la bola se ponga de nuevo en movimiento, o sea, hará que las
especies se conviertan en nuevas especies.
La
imagen es parecida a la del famoso paisaje adaptativo del genetista
estadounidense Sewall Wright (1889-1988). Según Wright, las especies aspiran a
un óptimo adaptativo (cima), pero para alcanzarlo tiene que pasar por zonas
menos favorables (valles). Pero la máquina de pinball ofrece una imagen más afortunada, porque es difícil
permanecer en equilibrio sobre picos y además se sale de ellos de manera
espontánea (por gravedad) y no forzada. En el fondo, la visión conceptual es
casi opuesta a la de Wright. Yo creo que la norma es el reposo. La biología
quiere que las cosas sigan como están mientras funcionen. “Lo mejor es enemigo
de lo bueno”, como dice el refrán. Eso sí, quedarse en el mismo sitio no
implica inacción, ya que el equilibrio es dinámico, no estático. Al igual que la
Reina Roja en Alicia a través del espejo,
que corría y corría para quedarse en el mismo sitio.
Dinámica, pero
discreta
Pero
la naturaleza es sabia (por vieja, no por otra cosa) y se guarda un as en la
manga. El as de cambiar sustancialmente si es necesario. El estatismo no
implica en realidad incapacidad de respuesta. Es sólo economía, parsimonia o si
queréis “pereza”. Cuando la bola es expulsada de su refugio los mecanismos
genéticos que actúan no son los habituales. Resulta que de todo nuestro ADN
sólo el 2% codifica para la síntesis de proteínas. El restante 98% (el
antiguamente llamado ADN basura) es material genético que nos han ido aportando
los microbios, verdaderos dueños de este planeta, a través del tiempo profundo.
Pero ese ADN está muy lejos de ser basura inservible. En realidad, la mayor
parte se compone de genes saltarines (transposones), antiguos virus y
retrovirus que nos parasitaron en el pasado. Cuando las cosas se ponen feas en
el medio exterior, los virus ven peligrar la supervivencia de sus hospedadores
(por ejemplo, la nuestra) y se activan para arreglar las cosas. También, en parte,
por su propio bien (1). De alguna manera, podría decirse que los genes no son
egoístas, como tan enconadamente defiende Richard Dawkins, sino, en todo caso,
¡los antiguos virus y retrovirus!
En
concreto, estos transposones abandonan sus posiciones habituales y saltan a
otras situadas dentro de la porción activa del ADN, la que codifica la síntesis
de proteínas. Generan con ello una enorme diversificación del genoma, crean
genes nuevos y afectan a sus secuencias reguladoras (los interruptores
generales). Como resultado, los organismos cambian, y lo hacen a velocidades relativamente
rápidas. Así consiguen nuevas adaptaciones y también pueden constituirse en nuevas
especies.
Pausas y
acelerones
Esto
concuerda muy bien con los rápidos cambios observados en la forma y el tamaño del
pico en los pinzones de Darwin, cuando el régimen de sequías da paso a lluvias frecuentes
en las islas Galápagos. También se aprecia en la forma y la conducta de los guppies en las islas de Trinidad y Tobago,
según si en sus ríos hay o no depredadores de estos peces. Y también en el
famoso ejemplo de las polillas del abedul que cambiaron de color debido al
hollín de la revolución industrial inglesa (2). Y no sólo eso sino que podríamos explicar
también el sorprendente éxito de algunas especies introducidas (3) o de las que
colonizan espacios antropizados. En el
plano macro-evolutivo, encaja con la teoría del equilibrio puntuado (o interrumpido)
de Stephen Jay Gould y Niles Elredge, según la cual el registro fósil no nos
engaña al mostrar que las especies permanecen inmutables durante largos
periodos de tiempo geológico y cambian luego de forma relativamente súbita. El
organismo es capaz de responder ante las nuevas presiones ambientales. No de
una manera dirigida, pero sí aumentando (millones de veces) la velocidad del
cambio. Al final acaba operando la selección natural y, con un poco de suerte, alguna
de las nuevas propuestas de vida sale a delante. Si no, entra en escena la
extinción, ya sea de poblaciones locales o de especies enteras.
Dicho
de otro modo, el proceder de los transposones es pasar desapercibidos hasta que
una crisis los despierta y reactiva. Al igual que los seres humanos, que
espabilamos y nos volvemos más creativos cuando las cosas se complican. Los
virus y retrovirus se ponen rápidamente en marcha para que pueda proseguir su
vida feliz como parásitos. Sin embargo, visto desde el punto de vista del
organismo, los genes saltarines pueden ser considerados mecanismos propios de su
resiliencia (capacidad de adaptación) o de cómo gestiona las perturbaciones
ambientales. Se me ocurre que la feraz radiación de planes corporales que tuvo
lugar en el Cámbrico o la enorme diversificación de los picos de las aves tras
el evento catastrófico que eliminó a los dinosaurios (4) pudo deberse a que justo
en ese momento el genoma de los seres multicelulares se vio invadido por virus.
También es posible que la crisis global que marcó el final del Cretáceo
despertase a los elementos saltarines. Me da la impresión de que la aceleración
de las tasas de diferenciación en poblaciones insulares no tiene sólo que ver
con efectos fundacionales y de aislamiento genético, sino con el estrés de
colonizar un nuevo medio, con periodos de hiperactividad de los elementos
transponibles.
Respuesta al
cambio
Hay
varias lecciones que se derivan de todo esto. La más trascendental quizá sea que
nuestro organismo es una colonia de formas vivas. No sólo alojamos enormes
cantidades de bacterias en la piel y los intestinos, no sólo nuestras
mitocondrias son antiguas bacterias de vida libre, sino que nuestro ADN está
dominado por virus y retrovirus . Una segunda lección es que los cambios
rápidos, tanto micro como macro-evolutivos, son posibles y los genes saltarines
no son el único medio de conseguirlos. Pueden deberse a una alteración en las
secuencias que regulan la actividad de los genes o de los ritmos relativos al
desarrollo embrionario. Incluso son posibles por medio de poliploidía, sobre todo en el caso
de las plantas.
Una
tercera y última lección, es que los cambios genéticos pueden provocarse desde
el exterior. Cabe recordar en este sentido que los transposones están a menudo silenciados
por grupos metilo y que las metilaciones y desmetilaciones responden a pistas
ambientales. A veces ellos mismos se silencian, porque no les conviene que cambie
el status quo. Da la impresión de que
tanto la epigenética como los cambios en secuencias reguladoras no son sino
mecanismos al servicio de estos virus parásitos que nos gobiernan desde dentro de
una manera relativamente egoísta (5, 6). Lo antiguo gobernando a lo nuevo. Lo
simple generando complejidad. Tiene sentido.
Como
colofón, las propuestas evolutivas defendidas por Lamarck no parecen
tan descabelladas como ha pretendido el neodarwinismo durante décadas. Ante
tanta diversidad de mecanismos que generan cambio evolutivo, Darwin debe de
estar revolviéndose de placer en su tumba de Westminster.
Bibliografía
(1) Moalem, S. (2007). Survival of the sickest: the
surprising connections between disease and longevity. Harper Collins
Publishers. New York.
(2) Van’t Hof, A.E.
y otros autores. (2016). The
industrial melanism mutation in British peppered moths is a transposable
element. Nature 534: 102-107.
(3) Stapley,
J. y otros autores. (2015). Transposable
elements as agents of rapid adaptation may explain the genetic paradox of
invasive species. Molecular Ecology 24: 2241-2252.
(4) Cooney, C.R.
y otros autores (2017). Mega-evolutionary
dynamics of the adaptive radiation in birds. Nature. DOI: 10.1038/nature21074.
(5) Rey, O. y otros autores. (2016).
Adaptation to global change: a transposable element-epigenetics perspective.
Trends in Ecology and Evolution 31:514-526.
(6) Belyayev,
A. (2014). Bursts of transposable elements as an evolutionary driving forcé.
Journal of Evolutionary Biology 27: 2573-2584.