Últimamente tengo la sensación de que estamos asistiendo a un interesante cambio en la forma de percibir la evolución de la vida sobre la Tierra. La impresión surge de diferentes lecturas independientes que acaban por converger en una serie de aspectos comunes que me gustaría repasar aquí, para conmemorar el treinta aniversario de la revista Quercus.
Toda la visión darwiniana de la evolución por selección natural, como consecuencia de lo limitado de los recursos y, por lo tanto, de la lucha por la existencia, no puede desligarse del contexto sociocultural de la revolución industrial en cuyo seno fue gestada. En efecto, el siglo XIX fue una época dura en el Reino Unido, donde el nacimiento del tejido industrial tuvo consecuencias despiadadas. Se impuso la idea maltusiana de la lucha entre individuos en un mundo donde la población humana empezaba a dispararse vertiginosamente, a la que también contribuyeron las tesis del economista escocés Adam Smith, quien defendía que del egoísmo individual acababa surgiendo el beneficio común gracias a una “mano invisible”. La idea de competencia entre individuos de la misma especie es fácilmente extrapolable a partir de este contexto sociológico, y así parece que sucedió. Desde Darwin hemos dado mucho más peso a las interacciones entre especies con una fuerte componente negativa –competencia, parasitismo, depredación– que a las relaciones de signo positivo como el comensalismo, el mutualismo o la simbiosis.
No parece casual que hayan sido mujeres científicas (más proclives que los hombres a la comunicación y al gregarismo social) las que se han interesado por los aspectos integradores y comunitarios de las relaciones entre especies, en consonancia con estos tiempos actuales en los que percibimos, sin complejos, que cooperación, coordinación e integración son al menos tan importantes como sus opuestos. En el caso de los humanos, esto se traduce en que somos tan parecidos a los pacíficos bonobos como a los más guerreros chimpancés, que diría Frans de Waal (1). De modo que, no sólo es dual nuestro cerebro en su disyuntiva de hacer más caso al neocórtex pensante o al profundo sistema límbico de puro primate, sino que el propio sistema límbico se debate entre actuar como un bonobo o un chimpancé, entre hacer el amor o la guerra.
Igualmente cierto es que percibimos la existencia del ser humano (y, por extensión, de los demás seres vivos) como una lucha contra el mundo microbiano. Las bacterias, los protozoos y los virus, se nos enseña desde pequeños, son agentes maléficos que parecen disfrutar haciéndonos la vida complicada. Son agentes patógenos, enfermedades, plagas, seres a los que exterminar. Esta visión del mundo microbiano está absolutamente sesgada y es realmente injusta si consideramos que la cantidad de beneficios que el mundo microbiano aporta al mantenimiento de la vida sobre el planeta (bacterias fijadoras de nitrógeno, flora intestinal, etcétera) excede de manera inconmensurable a los perjuicios que nos acarrea.
Un tercer aspecto en el que percibo este cambio de paradigma es el del tempo y el modo de la evolución. Los componentes de las tesis darwinistas (pero sobre todo los modelos cuantitativos de los matemáticos-genetistas neodarwinianos), que insisten en el gradualismo como único modo de macroevolución y en la mutación genética como única generadora de variabilidad, parecen estar llamadas a la matización o a la extinción.
La revolución Margulis
Las ideas de la bióloga estadounidense Lynn Margulis son un buen ejemplo de estas revoluciones, las cuales, por cierto, son compartidas por muchos otros investigadores, habitualmente de lengua rusa y situados por ello al margen del conocimiento occidental. Para Margulis, viuda del memorable Carl Sagan y madre de su colaborador Dorian Sagan, el origen mismo de la célula eucariota (nuestras células) y de los seres multicelulares –los organismos con “cuerpo”, como llama Neil Shubin a los metazoos– es resultado de la simbiosis entre bacterias (2). En el fondo, no somos sino inmensas colonias de bacterias que han aprendido a vivir juntas y eso tiene pleno sentido si pensamos que durante 1.000 millones de años las únicas formas vivas que existían sobre la faz acuosa del “planeta agua” eran procariotas (bacterias y arqueas). Todas las demás formas de vida compleja emanan de ellas. Las bacterias, además, continúan entre nosotros como seres de vida libre y realizan un ciclópeo trabajo anónimo manteniendo la funcionalidad de los ecosistemas y de los organismos, con tareas que van desde la creación del suelo hasta la digestión de los alimentos en nuestro intestino, por no mencionar el de los rumiantes. Por mucho que nos duela desde nuestra perspectiva de metazoos complejos, la biosfera está dominada, en términos de abundancia y diversidad genética, por bacterias y virus.
Pero aún más importante es que la integración o transferencia horizontal de genes (algo común entre las bacterias) podría estar detrás de rápidos cambios evolutivos, originadores de ciertas innovaciones, como las que dan lugar a nuevos géneros o nuevas familias. A este respecto, los virus, otra pieza clave del engranaje de la vida vilipendiada por nosotros, junto con otros elementos genéticos móviles –como transposomas y plásmidos– podrían ser fundamentalmente herramientas de cortar y pegar material genético y trasladarlo de unos organismos a otros.
Quizá Margulis se extralimita un tanto, con todos mis respetos, cuando sugiere que la captación de genomas es el principal mecanismo de generación de innovaciones evolutivas. A mí me parece que, como repasábamos en el cuaderno de abril de 2010 (3) y como nos contaba Carlos Herrera en julio de ese mismo año (4), los cambios de función (ya sea a nivel morfológico, fisiológico, funcional o molecular), que pueden tener como consecuencia grandes innovaciones evolutivas, merecen esa distinción. Por ejemplo, desde la evolución de los peces, los restantes vertebrados han inventado bien poco, de modo que casi todo lo que somos puede explicarse por reutilización (más técnicamente “co-opción”) de genes o/y estructuras ya existentes. Nuestras manos y pies fueron aletas en el pasado, nuestros pulmones vejiga natatoria y nuestros pelos escamas reptilianas, por poner algunos ejemplos. Sin riesgo de exagerar, podríamos decir que somos poco más que peces modificados (5)
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Un mundo de gérmenes
Tal y como consigo intuir (aunque borrosamente aún) la película que se va montando entre los conocimientos del pasado y la avalancha de información del presente, el gradualismo darwiniano existiría fundamentalmente como mecanismo generador de microevolución (adaptación a ambientes locales), pero no tanto de innovación filogenética. Como los cambios ambientales rara vez son decididamente direccionales, el cambio genético unas veces irá en una dirección y otras en su contraria, teniendo como resultado la constancia al cabo de largos periodos de tiempo. Esa constancia, consecuencia de una selección que estabiliza, es la “estasis” de la que hablaba Gould en su modelo de equilibrios puntuados o interrumpidos si se prefiere. Pequeños cambios graduales que se acabarían anulando los unos a otros en la mayoría de los casos y darían, como resultado, estabilidad durante la mayor parte del tiempo. La exaptación a escala molecular (base del metamorfismo de función de Darwin) sería la responsable de los episodios puntuales de evolución innovadora, generadora de taxones de rango más general que el de especie, complementada por la adquisición eventual de genomas (fenómeno en el que incluiría la hibridación) como modo de generar nueva variabilidad genética. El papel de los cambios relativos en el ritmo de desarrollo somático respecto al germinal mediante la activación o desactivación de unos pocos sistemas de genes reguladores (la llamada "evo-devo"), es otra pieza fundamental de este entramado (6) (http://www.ijd.ehu.es/03078contents.htm). Una pieza que podría llevarnos de vuelta hasta los virus y bacterias si se confirmase que el denominado ADN basura (que constituye nada menos que el 95% de nuestro ADN cromosómico y tiene al parecer un importante papel en la expresión de los genes) es de origen microbiano. Además habría que hacer mención específica al papel de los fenómenos epigenéticos, según los cuales cambios en las secuencias reguladoras de la expresión de los genes, adquiridos durante la vida, como las metilaciones sufridas por las plantas como consecuencia de la herbivoría, de las que nos hablase Herrera en el Quercus de marzo de 2011 (7), acabarían siendo heredables.
Por tanto, la evolución podría no ser un excluyente “Darwin 1 - Lamarck 0” , sino una especie de cordial empate entre ambos enormes evolucionistas, si consideramos la captación de genomas y los fenómenos epigenéticos como “carácteres” adquiridos a lo largo de la historia de la vida. Esta visión bacteriana de la vida también contribuye al popular debate –véanse, por ejemplo, los trabajos del paleontólogo Jordi Agustí (8)– de si podemos o no afirmar que a lo largo de la evolución ha habido un aumento de complejidad. Si la tendencia de los organismos unicelulares, desde un momento X de la historia hasta hoy, con el descubrimiento del colágeno que es quien se lleva la palma como agente vinculante de células aisladas, es a asociarse y además a captar genomas de tanto en tanto, sería de esperar contar con organismos multicelulares cada vez más complejos y dotados de genomas crecientemente barrocos. La tendencia a la complejidad (morfológica y genómica) no tendría otro misterio que un basal comportamiento asociacionista bacteriano. Parece una explicación simple (y por tanto bella, desde luego), libre de toda idea finalista propia de nuestra visión antropocéntrica del mundo.
Decía el gran Stephen Jay Gould, como creo haber recordado ya otras veces, que el nuestro ha sido, es y será sobre todo un mundo de gérmenes (9) y seguramente en entender plenamente esta simple idea radique la clave para comprender la evolución –y a nosotros mismos por añadidura– como un sistema único y compuesto a la vez, con raíces tremendamente profundas. A mí me parece que una visión tan integradora de la vida nos debe enriquecer enormemente y, sobre todo, contribuir de manera sustantiva a nuestra felicidad, haciéndonos más humildes en nuestra relación con los demás habitantes humanos y no humanos de la biosfera.
Agradecimientos
A José Manuel Igual y Carlos Herrera por sus comentarios alentadores y constructivos. A Arantxa López e Inmaculada Meseguer por su revisión del texto y por proporcionarme las preciosas fotos de microorganismos.
Bibliografía
(1) De Waal, F. (1997). Bonobo. The forgotten ape. University of California Press. Berkeley .
(2) Margullis, L. y Sagan, D. (2003). Captando genomas. Kairós. Barcelona.
(3) Martínez-Abraín, A. (2010). Innovaciones. Quercus 290: 6-7.
(4) Herrera, C.M. (2010). Novedades, flores y MacGyver. Quercus, 293: 6-7.
(5) Shubin, N. (2008). Your inner fish: a journey of the 3.5 billion year history of the human body. Pantheon Books. New York .
(6) Martínez-Abraín, A. (2011). Avanzar desacelerando. Quercus 300: 6-7.
(7) Herrera, C.M. (2011). A vueltas con los vestigios: recuerdos que se heredan. Quercus 301: 6-8.
(8) Agustí, J. (2010). El ajedrez de la vida. Crítica. Barcelona.
(9) Gould, S.J. (1989). La vida maravillosa. Crítica. Barcelona
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