viernes, 12 de octubre de 2018

Geo-bio revisitado

En el número 338 de Quercus, publicado en abril de 2014, dediqué una entrega de esta serie a analizar las interacciones entre geología y biología. Es un tema al que he seguido dándole vueltas en la cabeza y con el tiempo he acumulado nuevos ejemplos de cómo muchas veces geo y bio no pueden entenderse de manera aislada, sino en conjunto.

Saber un poco de geología es una de las cosas que más pueden enriquecer a un biólogo o a un naturalista. La vida emergió y emerge de lo inanimado, y a su vez lo inanimado se ve influido por la vida. Comprobar cuán íntimamente se relacionan ambos mundos es una enorme satisfacción. Donde más claramente se aprecia este vínculo es en el papel decisivo que juegan las plantas para preservar el agua del planeta.

Fotosíntesis y ciclo del agua
Nos suelen enseñar el ciclo hidrogeológico como algo al margen de la vida, y la fotosíntesis como algo ajeno al ciclo del agua. Sin embargo, ambos procesos están muy relacionados. La radiación ultravioleta de alta energía que nos llega desde el sol tiende a descomponer las moléculas de agua en mares y lagos, de modo que el oxígeno liberado acaba por oxidar todo lo que encuentra a su paso, ya sean rocas ricas en hierro o a los propios animales. También se acumula en forma de ozono cuando ya está todo oxidado. El hidrógeno, por su parte, es más ligero y acaba por perderse en el espacio, fuera de los límites de la atmósfera. Desde que la Tierra obtuvo sus mares, una adquisición en la que primero intervinieron los asteroides y luego la actividad volcánica, no ha dejado de ir perdiéndolos lentamente. Un proceso idéntico al de otros planetas sólidos de nuestro sistema solar, como Marte o Venus, donde no queda ni gota de agua.

Lago de Enol, en los Picos de Europa (Asturias). La formación de nieve y granizo está relacionada con la actividad de bacterias del género Pseudomonas, un claro ejemplo de interacción entre la vida y el ciclo hidrogeológico del agua. (Foto del autor). 
La diferencia entre la Tierra, Marte y Venus es que en nuestro planeta los ancestros de las cianobacterias inventaron la fotosíntesis. Gracias a ella, las moléculas de agua se escinden y es tal la cantidad de oxígeno que se desprende como subproducto que el hidrógeno que hay en la atmósfera, debido a la acción de la radiación ultravioleta, acaba combinándose de nuevo con oxígeno para formar agua. Un agua que, convertida en lluvia, compensa la pérdida que sufren los mares (1). De alguna manera podría decirse que la fotosíntesis lo es todo para la vida en este planeta. No podría ser de otra manera, ya que la vida se ha desarrollado en la Tierra de acuerdo con la cantidad de oxígeno que ella misma ha generado sin querer. La única excepción son algunas formas vivas anaerobias, como las bacterias fijadoras de nitrógeno, que son relevantes reliquias de los tiempos anteriores a la fotosíntesis y pobres en oxígeno.

A decir verdad, la acumulación de oxígeno en la atmósfera no se entiende sin la participación de la gea. Aproximadamente todo el oxígeno que se libera a través de la fotosíntesis es luego consumido por parte de plantas y animales en sus procesos de respiración celular. Eso hace que la concentración de oxígeno se mantenga más o menos constante en la atmósfera. Por tanto, en algún momento de la historia tuvo que pasar algo que permitió al oxígeno acumularse masivamente en una atmósfera primitiva rica en nitrógeno. Algo que evitase la respiración, o sea, la combustión de materia orgánica. Uno de aquellos eventos tuvo lugar en el Carbonífero, hace unos 300 millones de años, cuando las plantas colonizaron la tierra firme y se expandieron como locas. Aquellos bosques de helechos gigantes y cicadales acabaron enterrados por procesos geológicos sin que llegaran a descomponerse. De hecho, no existían aún las bacterias capaces de descomponer la compleja lignina. El resultado fue lo que ahora llamamos “carbón”. Se ha calculado que la concentración de oxígeno en la atmósfera terrestre durante el Carbonífero llegó a ser del 33%, mientras que ha ido disminuyendo desde entonces hasta el 21% actual.

Bio-precipitación
Pero la interacción geo-bio no se limita a evitar la pérdida de agua. Al parecer, el granizo y la nieve dependen en gran medida de la actividad de ciertas bacterias para formarse. En unos pocos milímetros del núcleo de una bola de granizo puede haber miles de bacterias. Concretamente, la bacteria Pseudomonas syringae alberga en su superficie una proteína que provoca un tal ordenamiento de las moléculas de agua que logra congelarlas a temperaturas más altas de lo normal. Con ello, estas bacterias obtienen una ventaja vital, dispersarse a largas distancias, por lo que se cree que no es una estrategia azarosa, sino que ha evolucionado por selección natural.
La actividad de las bacterias parece estar también detrás de la lluvia que cae sobre los bosques. Las nubes no sólo se forman mediante evapotranspiración de la cubierta vegetal, sino gracias a aerosoles de bacterias que son elevadas por las corrientes térmicas.

Las plantas y el relieve kárstico
En este sentido conviene recordar que los famosos relieves kársticos no son sólo resultado de la actividad erosiva del agua. El pH del agua de lluvia es sólo ligeramente ácido, pero se recarga de acidez al atravesar el perfil del suelo y entrar en contacto con los ácidos húmicos que producen los vegetales en descomposición. Una vegetación que ha podido desarrollarse gracias a la erosión de la roca madre causada por líquenes y musgos, aparte de los agentes meteorológicos. Todo esto significa que, cuando vemos las caprichosas formas de la Ciudad Encantada de Cuenca o de La Pedriza madrileña, hemos de recordar que casi todo aquello se formó bajo el suelo. Aquel suelo que antaño cubría las rocas rellena ahora antiguas depresiones o fue arrastrado por los ríos hasta el mar. Es difícil imaginar tal pérdida de suelo, pero es lo que provoca el efecto acumulado durante milenios del pastoreo, la tala y el fuego.

Ya que hablamos de relieves kársticos, una de sus principales características es la formación de ríos subterráneos. Aquellos antiguos cursos fluviales los vemos ahora colgados en las grandes paredes de las montañas calizas, en forma de bocas de galerías y cuevas. Me pregunto si alguien se ha planteado la posibilidad de que en la formación de estalactitas y estalagmitas haya participado alguna bacteria que acelere el proceso de deposición de carbonatos, como antes decíamos que ocurre con la lluvia, el granizo y la nieve.

La productividad marina y los desiertos
Debido a la circulación global marina y de las masas de aire, en las costas occidentales de los continentes se crean zonas donde afloran aguas del océano profundo. La irrupción en superficie de aguas frías del fondo marino hace que el aire que se dirige hacia tierra firme sea pobre en humedad. Además, la circulación de las células de Hadley hace que en las latitudes donde se dan afloramientos marinos el aire que se elevó desde el ecuador llegue ya seco, después de haber descargado toda su humedad en los trópicos. Un proceso que genera desiertos en determinadas latitudes de nuestro planeta.

Lo más curioso del asunto es que los propios desiertos retroalimentan el efecto de productividad marina, ya que proporcionan enormes cantidades de hierro al mar. El polvo del desierto del Sahara no sólo ensucia de vez en cuando nuestros coches, sino que alimenta la producción primaria marina, pues el hierro es un elemento esencial y limitante para la multiplicación del fitoplancton. Es más, su efecto puede influir incluso en la productividad de las selvas tropicales de Suramérica, ya que puede cruzar toda la extensión del Atlántico sur.
Las grandes montañas calizas se forman a partir de los caparazones de miles de generaciones de formas microscópicas de vida que vivieron en mares y lagos hace millones de años. Sobre esos relieves evolucionan con el tiempo plantas y animales que influyen a su vez sobre ellos. La gea permite la vida y la vida da forma a la gea. El resultado es un paisaje heterogéneo y una vida diversa.

Bibliografía

(1) Lane, N. (2011). Los diez grandes inventos de la evolución. Ariel. Barcelona.

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