Aunque pudiera parecerlo a primera vista, juzgando por el título del artículo, no pretendo hablar de lo humanizada que está la naturaleza por doquier, sino de la propia naturaleza de nosotros los seres humanos y del peso que la naturaleza ejerce sobre nosotros. El naturalista no puede evitar ser explorador de si mismo también, ya que nuestra naturaleza no es separable de la restante naturaleza. De hecho me atrevería a decir que toda la actividad científica y artística humana, toda la actividad intelectual vaya, va dirigida, en última instancia, a conocernos a nosotros mismos, conociendo mejor lo que nos rodea.
El dualismo, la naturaleza doble de las cosas, es conocido desde antiguo por los físicos que atribuyen a la luz propiedades de onda y de corpúsculo material. También los filósofos y las religiones se han referido repetidamente al ser humano como ser dual, imaginándonos como un ensamblado de cuerpo y mente, o de cuerpo y alma, que discurren por caminos separados y opuestos.
Quisiera recordar en estas líneas que la biología, obviada en gran medida por los filósofos, nos enseña que el hombre es en efecto dual, pero que su dualismo radica realmente en el órgano más complejo con el que la evolución nos ha dotado: nuestro cerebro. Nuestro “procesador” ha seguido una larga historia evolutiva hasta alcanzar su estructura actual. Durante millones de años, desde que nuestro linaje se separó accidentalmente de nuestros parientes primates más cercanos hace unos 5 millones de años (debido a un cambio climático que transformó la húmeda selva tropical del este de Africa en sabana), nuestro cerebro fue el de un gran primate. Pero hace tan sólo unos pocos cientos de miles de años, aparecieron presiones selectivas para el aumento de nuestro cerebro (en especial la aparición de la pinza prensil y también el paso a una dieta más carnívora). La naturaleza jugó a los dados con nuestros antepasados y de manera contingente nos dotó, relativamente rápido (medido a escala geológica de tiempo), con un poderoso neocórtex, una fina capa de materia gris pensante ubicada sobre el antiguo cerebro de primate. Lo relevante de esta adquisición fue que todos los millones de años de pasado primate no desaparecieron de un plumazo con el desarrollo del neocórtex. Muy al contrario, el pasado siguió morando en nuestro sistema límbico (el paleopallium o cerebro intermedio). Así pues nuestra especie se convirtió en un invento sin parangón de la naturaleza: un ser capaz de pensar hasta en el sentido de su existencia (un cerebro que se pregunta sobre su propio funcionamiento), pero con las filias y fobias de un primate social. Una mezcla realmente explosiva.
Joven chimpancé, requisado a su propietario, atendido antes de ser trasladado a un centro de rescate de primates (Foto: C. Viedma) |
Como nos recuerda Wilson (1) la disociación funcional entre ambas partes del cerebro es tal que hay patologías que afectan a uno de los dos componentes y generan dos tipos de persona completamente distintos. Los que sufren afecciones en el neocórtex y se rigen con el sistema límbico tienen comportamientos muy primarios (comer, reírse, abrazarse, pelearse, entristecerse, jugar, robar, socorrerse) asemejables a los de un primate social; por el contrario si el mal funcionamiento es del cerebro intermedio los individuos carecen de comportamientos afectivos pero pueden llevar a cabo tareas intelectuales.
De algún modo, nuestra conducta diaria es la resultante final de enfrentar las emociones regidas por el sistema límbico (la “inteligencia emocional”) con las decisiones inteligentes controladas por el cerebro pensante. Los niños, que han tenido todavía poca ocasión de desarrollar el potencial de su neocórtex, se rigen en gran medida por el cerebro intermedio y por eso se parecen más a nuestros parientes más cercanos, son pequeñas bestezuelas que juegan, se pelean, hacen trampas y son egoístas.
Las religiones, y los sistemas éticos, sin parangón en el mundo animal, han debido de evolucionar en nuestras sociedades en gran medida para controlar las tendencias emocionales negativas para el conjunto. El objetivo de las religiones no ha sido otro que el de fomentar la vida en sociedad de estos complejos seres duales, mitad individualistas mitad sociales, que somos los humanos. Las tablas de los mandamientos que Moisés se bajó del Monte Sinaí según la fe cristiana, no son otra cosa que una lista de cosas que nuestros instintos nos invitan a hacer, para beneficio individual, pero que dificultan la vida en sociedad: robar, matar, mentir, tomar la mujer del prójimo, dejarse llevar por el conflicto de intereses entre padres e hijos, etc., y que hay que reprimir si se quiere hacer posible la vida en sociedad.
La propia idea de la existencia de un ser superior bondadoso (un dios) y de un ser superior malvado (un demonio) es probablemente consecuencia de la naturaleza dual de nuestro cerebro. Como lo es la separación de cuerpo y alma. El alma no es otra cosa que nuestra capacidad “neocortexiana” de pensar más allá de lo cotidiano, es esa sensación de trascendencia que todos llevamos a cuestas y que nos hace estar en constante lucha con nosotros mismos. Esta dicotomía queda ejemplificada excepcionalmente por la típica imagen del angelito y el demonio subidos en cada uno de nuestros hombros, ofreciéndonos consejos opuestos.
La filosofía hizo caso omiso de la biología hasta que Edward.O.Wilson publicó su obra seminal sobre sistemas sociales en el mundo animal (2) y se aventuró a proponer que nuestro pasado animal (muchísimo más extenso que nuestro pasado como primate complejamente pensante) influía necesariamente sobre nuestra conducta presente. A Wilson se le entendió mal y se le utilizó con fines perversos, como hicieron los eugenistas con Darwin. Sin embargo su pensamiento ha fomentado nuevas corrientes filosóficas que se acercan a la biología humana para enriquecerse (3) y mirar al hombre con una perspectiva que tiene en cuenta la profundidad del tiempo geológico y la huella que éste ha dejado en nosotros. Una visión integradora del hombre que trata de entender nuestros conflictos internos, nuestras complejas paradojas. Una visión renovada del ser humano que nos permita avanzar por el deseado camino de construir un mundo mejor para todos, más justo, fomentando nuestra capacidad de pensar, conservando nuestros instintos más hermosos (como la sonrisa o el abrazo, universales entre los primates) pero aprendiendo a controlar nuestros instintos más indeseables. Un hombre social y cercano a la naturaleza. Como nos recuerda Wilson en otra de sus grandes obras (4) el hombre no puede evitar sentirse en casa entre elementos naturales. Un árbol, una flor, una mariposa, son parte del escenario en el que hemos evolucionado y eso nos hace tener con ellos un vínculo mucho mayor que con un semáforo o una nave industrial, por poner un par de ejemplos, que sólo cuentan con unos cientos de años de historia a lo sumo.
El ser humano es capaz de las atrocidades más enormes: matar, violar, humillar, comerciar con sus semejantes por dinero, pero también de las maravillas más sorprendentes: el altruismo, la solidaridad, la generosidad, que son raros o inexistentes en el reino animal fuera de nuestra estirpe. La grandeza de nuestra especie es que nuestro cerebro pensante nos dota de libre albedrío. Podemos emplear nuestro neocórtex para hacer maldades calculadas o bien para controlar los impulsos profundos de nuestro yo primate. No estamos programados ni para lo bueno ni para lo malo. Tenemos el potencial de elegir y eso nos debe cargar de optimismo.
Nuestra naturaleza no ha cambiado un ápice, a pesar de los tremendos cambios que ha experimentado nuestro modo de vida y nuestro “fenotipo expandido”. Medio en broma, me pregunto si el creciente uso de las cesáreas en nuestros paritorios actuará como una relajación de la selección limitante que el canal del útero ha ejercido históricamente sobre el tamaño de nuestras cabezas y por tanto de nuestros cerebros. Quizás el futuro vea un cambio importante en la frecuencia de gentes más pensantes que, en cualquier caso, espero no olviden nunca la primitiva calidez de un abrazo, la magia que hay detrás de una sonrisa.
Referencias
(1) Wilson, E. O. 2004. On human nature. Harvard University Press, Cambridge , Massachusetts .
(2) Wilson , E.O. 2000. Sociobiology: the new synthesis. Harvard University Press, Cambridge , Massachusetts .
(3) Mosterín, J. XXX. La naturaleza humana. Espasa-Calpe.
(4) Wilson , E.O. 1984. Biophilia: the human bond with other species. Harvard University Press, Cambridge , Massachusetts .
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