A juzgar por el pavor que nos tienen las bestezuelas del campo, se diría que está en los genes de la fauna rehuirnos. Sin embargo, no es menos cierto que los vertebrados pueden habituarse a la presencia humana en plazos de tiempo muy breves, en cuanto perciben que no suponemos una amenaza. Prueba de ello es la megafauna marina, que se deja aproximar por las embarcaciones de observación de cetáceos, después de décadas de huir de barcos balleneros.
De todos es sabido, aún incluso sin haber estado nunca allí, que las aves marinas de las islas y continentes remotos permanecen impasibles ante la presencia humana. Bueno, en realidad se sabe que los pingüinos sí se estresan internamente ante nuestra presencia, con cierto coste en la reproducción (1), pero me refiero aquí a que no abandonan despavoridos sus puestas y pollos al vernos aparecer. Nuestra inmediata explicación es inequívoca: como estas especies no han estado nunca en contacto con el hombre, no temen nuestra presencia. Sin embargo, en nuestras islas más domésticas, donde el hombre ha estado presente desde hace milenios, coexisten especies que temen al hombre, como las gaviotas, con otras que no lo temen en absoluto, como los petreles. ¿Cómo se explica todo esto? ¿Qué es el miedo? ¿De dónde procede? ¿Cuánto tarda en surgir y en desaparecer? ¿Proceden las aves que no nos temen actualmente de aves originalmente miedosas que han perdido con el tiempo ese miedo al estar aisladas? O, por el contrario ¿han sido ancestralmente las aves no temerosas del hombre y se han visto recientemente seleccionadas las que sí nos temen? ¿Es el miedo algo aprendido?
Lamentablemente, no se sabe demasiado al respecto pero parece que el miedo (evaluado por el hábito de salir volando frente a la presencia humana) ha evolucionado en múltiples ocasiones entre las aves y que las especies más proclives a ello son las omnívoras/carnívoras, altamente sociales y de gran tamaño (2). Así pues, el estado ancestral sería el de carencia de miedo al hombre. La rápida capacidad de habituación de las aves al hombre, en cuanto cesa su persecución directa, apoya la idea de que el miedo es en realidad un carácter derivado. Bien pensado, la convivencia de las actuales especies ibéricas de vertebrados con el Homo sapiens cuentan con tan sólo unas decenas de miles de años de antigüedad, mientras que la mayoría de especies animales son mucho más antiguas que todo eso.
Por cierto, se me ocurre que esta perspectiva filogenética podría explicar también por qué los vertebrados que quedan aislados en islas libres de depredadores tienden a cambiar su tamaño y, en concreto, las aves tienden a perder la capacidad de vuelo. Seguramente, para un mamífero, es ancestral, en ambientes libres de depredadores, tender a hacerse pequeño, para un lagarto hacerse grande y para un ave hacerse áptera, porque así fueron sus ancestros en circunstancias de baja depredación. Si los herbívoros se hacen grandes es para escapar de los grandes carnívoros, si los reptiles o los peces se hacen pequeños es para ser menos patentes ante sus depredadores, si las aves vuelan es por idénticos motivos. Su estado de “equilibrio económico” es no volar y emplear las plumas (esas escamas de dinosaurio sutilmente modificadas) simplemente para aislarse de las inclemencias climáticas, como hicieron los primeros reptiles emplumados tan eficazmente. Es la opción más económica y la naturaleza prima la economía.
Podemos imaginarnos lo poco que le debió costar al ser humano del Paleolítico exterminar la incauta megafauna en Norte América, donde nuestra especie sólo está presente desde hace 13.000 años. O al hombre del Neolítico arrasar con las faunas enanas de las islas mediterráneas, ya que éstas no debían temer al hombre en absoluto. Por cierto que sería más correcto llamar fauna gigante a la que habitaba el continente europeo en el Pleistoceno que llamar enana a los restos de aquella que sobrevivieron hasta tiempos más recientes en las islas. La fauna continental de carnívoros y herbívoros estaba metida en una carrera de armas que les llevaba a ser cada vez mayores para poder cazar y no ser cazados, respectivamente. De análoga inocencia debieron hacer gala las focas monje. Exterminarlas debió de ser un juego de niños. Si nuestros petreles no han desarrollado hábitos huidizos frente al hombre durante los últimos miles de años es probablemente debido a que la presión humana tradicional ha ido dirigida sobre todo a los pollos, no dando lugar a procesos selectivos, ya que los pollos no tienen manera posible de huir y por tanto no puede haber selección a favor de los huidizos.
No es por tanto lo “natural” y lo “salvaje” que la fauna nos tema y que los animales salgan como llevados por el diablo al vernos. En realidad nosotros hemos provocado que ese miedo exista. Las ratas viven con los hombres en los templos hindúes en los que las considera animales sagrados, igual que lo hacen los monos, o los buitres a los que se considera enviados de los dioses, encargados de trasladar a los cielos el alma de los muertos.
Cigüeñas blancas criando sobre un cartel publicitario a la entrada de un centro comercial en Portugal (Foto: autor) |
Todo esto tiene profundas implicaciones en estos tiempos en los que nuestra pelea (al menos directa) contra la fauna salvaje parece ir tocando a su fin en los países enriquecidos. Podríamos gestionar nuestro disfrute de la fauna sabiamente, sin necesidad de prohibiciones y restricciones. Podemos enseñar a la fauna silvestre que ya no somos sus enemigos y llevará poco tiempo demostrárselo. Todo lo que se requiere es un poco de ordenación, repetición y educación. Los linces de Sierra Morena parecen haberlo entendido ya y se dejan ver confiados sentados a las orillas de la carretera mientras pasan los peregrinos motorizados de la romería de la Virgen de la Cabeza. Podemos conseguir lo mismo con las rapaces, uno de los grupos de fauna más huidizos actualmente, probablemente debido a la tradicional persecución a la que los hemos sometido. Ciertamente con los depredadores apicales nos debería resultar especialmente sencillo lograr una convivencia pacífica ya que no temen a nadie más que a nosotros y presentar respuestas antipredatorias es para ellos bastante absurdo.
Actualmente, la aproximación más empleada por los gestores de la fauna salvaje es el uso de las llamadas distancias de alarma y de huída de las distintas especies y poblaciones, para determinar distancias de seguridad que permitan la observación de fauna. En realidad, esa estrategia es un tanto simplista ya que olvida que “salir volando” puede depender de muchas cosas aparte del miedo real, como por ejemplo que haya sitio disponible a donde huir (3, 4), y además no tiene en cuenta la gran capacidad de habituación de la fauna, apoyada en el inmenso peso del pasado sin seres humanos que está aún presente en la dotación genética de la fauna salvaje.
Ahora que nuestra milenaria necesidad de capturar o espantar a la fauna salvaje para sobrevivir está llegando a su fin, podríamos convivir con las especies silvestres de tu a tu, erradicando el miedo para siempre. Nuestras salidas al campo podrían ser completamente distintas, como ya ocurre en muchos parques nacionales norteamericanos (véase la foto que acompaña a estas líneas). No obstante esto tendría sus dificultades prácticas porque el lobo podría volver a ver en los cachorros humanos desatendidos una fácil presa, como lo hacen algunos tigres especialmente atrevidos en la India o algunos leones en África. Sin armas en las manos somos muy vulnerables los humanos, sobre todo si el desarme es unilateral. Tendríamos que respetar unas reglas mínimas que permitieran una sana y segura convivencia.
Nos hemos hecho temer a lo largo de nuestra historia de convivencia con la fauna salvaje en gran medida por lo vulnerables que somos. ¿Qué podían nuestros ancestros remotos sin afilar la flecha y la lanza? En realidad el miedo lo hemos tenido nosotros, especialmente frente a los grandes carnívoros, y hemos acabado engañándolos. Nuestros gestos para espantar a las fieras son como los ladridos del perro, que en realidad se emiten por pánico. Parece incluso que las fieras no temen en realidad al fuego (¿por qué habría un león de temer al fuego si es parte consustancial de la dinámica de la sabana africana?). Más bien el fuego de las hogueras de campamento ha servido a menudo para que los leones comedores de hombres vieran mejor a sus presas humanas que para espantarlos, según comentaba Valverde en algún rincón de sus apasionantes memorias.
Así pues es de prever que en el futuro el tipo de problemas de gestión a los que nos enfrentemos vayan curiosamente dirigidos cada vez más hacia estudiar cómo el hombre puede relacionarse de manera segura con la fauna salvaje, que viceversa, como bien suele apuntar José Antonio Donázar.
Referencias
(1) Blumstein, D.T. 2006. Developing an evolutionary ecology of fear: how life history and natural history traits affect disturbance tolerance in birds. Animal Behaviour 71: 389-399.
(2) Ellemberg, U., Mattern, T., Seddon, P.J. & Luna-Jorquera, G. 2006. Physiological and reproductive consequences of human disturbance in Humboldt penguins: The need for species-specific visitor management. Biological Conservation 133: 95-106.
(3) Beale, C.M. & Monaghan, P. 2004. Human disturbance: people as predation-free predators? Journal of Applied Ecology 41: 335-343.
(4) Gill, J.A., Norris, K. & Sutherland, W.J. 2001. Why behavioural responses may not reflect the population consequences of human disturbance. Biological Conservation 97: 265-268.
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